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    “El teatro siempre fue a buscar ese grano de arena que entra en una máquina y la detiene”

    Con sus obras estrenadas y traducidas en todo el mundo, Sergio Blanco disfruta de ser uno de los pocos artistas uruguayos con proyección global, y estrena en Montevideo un nuevo trabajo: Cuando pases sobre mi tumba

    El autor teatral uruguayo más difundido de la historia estrena su nueva obra: se llama Cuando pases sobre mi tumba, fue escrita por encargo del mítico Teatro El Globo de Londres, y sigue la línea autoficcional que transita desde hace una década. Tras las primeras diez funciones programadas en la sala mayor del Teatro Solís, entre el jueves 22 y el domingo 12 de setiembre, con Alfonso Tort, Gustavo Saffores y Enzo Vogrincic, la pieza tiene tres años de camino asegurado en todo el mundo, en festivales y en temporadas regulares. En 2021 será estrenada en Londres, con producción de The Globe y elenco íntegramente británico. Desde 2013 en adelante, cuando una noche de agosto se estrenó Tebas Land en la sala Zavala Muniz, hablar de Sergio Blanco Ayestarán no es solo hablar de conceptos sino también de cifras: de estrenos, de versiones, de premios, de giras y festivales, de traducciones (a más de 15 idiomas, japonés incluido). Tebas Land, su gran obra maestra, lo consagró a nivel mundial al ganar, dos años atrás, los tres premios principales en los Off West End Awards de Londres: Espectáculo, Texto y Dirección. Ese compendio de charlas en una cárcel entre un joven preso por asesinar a su padre y un escritor que quiere contar la historia, con Edipo Rey y a A sangre fría como sabores básicos en la coctelera, se transformó en poco tiempo en la obra más difundida en más de cien años de dramaturgia uruguaya. Traducida, versionada, elogiada y aplaudida en Berlín, Madrid, Buenos Aires, Río, Santiago, Nueva Delhi, Luxemburgo, Estambul, México DF y en el Off Broadway de Nueva York.

    En el último fin de semana, la leyenda “Autor: Sergio Blanco” figuró en marquesinas de Tokio, Nueva York, Londres, Beirut, Buenos Aires, Bangkok, San Pablo y hasta en Caracas, donde habrá que hacer horas de cola para comprar pan y aspirinas, pero está en cartel una versión de La ira de Narciso. Su nombre figura en sitios donde Florencio Sánchez y Jacobo Langsner son perfectos desconocidos. Y los tiene contados: “En estos días hay 28 producciones de obras mías en todo el mundo: 12 de Kassandra (relato de una prostituta en Atenas escrito en inglés), seis de Tebas Land y tres de La ira de Narciso y El bramido de Düsseldorf”.

    Además está Ostia, que se presenta en formato leído y fue escrita exclusivamente para interpretar en escena junto a su hermana, Roxana Blanco, cuyas funciones programa cuando la actriz no tiene compromisos con la Comedia Nacional, la cual integra desde hace siete años. Todo esto sin contar las decenas de escuelas de teatro que trabajan sus textos en sus puestas en escena, como la EMAD, que la semana pasada montó Kiev, la versión que Blanco hizo de El jardín de los cerezos, de Chéjov.

    Todo este cúmulo de información está sobre la mesa al conversar con Sergio Blanco. Cuando pases sobre mi tumba es su novena obra basada en tomarse a sí mismo como personaje e insertarlo en un marco ficcional. Además de esta, tiene tres obras sin mostrar en Montevideo: Tráfico, que se estrenó este año en Colombia y se verá aquí en abril de 2020, El salto de Darwin y Cartografía de una desaparición, que permanecen pendientes.

    Vive entre su casa en París, donde escribe sus obras, y los aviones en los que recorre el planeta con sus producciones. Al principio de la charla con Búsqueda hace una necesaria aclaración: “La autoficción no es nada nuevo, siempre existió; quizá no sea tan habitual en el teatro, pero está en la cultura y en la creación desde hace milenios”.

    —Hace una década que estás consagrado a la autoficción, un género con grandes escépticos, que sostienen que eso siempre existió y que ahora le pusieron un nombre ondero...

    —Es verdad. El término “autoficción” apareció en los años 70 cuando el escritor Serge Doubrovsky lo acuñó para contar episodios de su vida ficcionados. Podemos encontrar los orígenes de la autoficción en Sócrates, en las epístolas de San Pablo, donde plantea que el yo es algo complejo a descifrar, en San Agustín, cuando en sus confesiones inventa el pronombre “yo”, que va a ser un personaje que habla de sí mismo durante 300 páginas, también Santa Teresa de Jesús, en El libro de la vida, también en Montaigne, en las confesiones de Rousseau, en Sthendal, en Rimbaud. Ellos no hacen necesariamente la autoficción, pero se dedican a la escritura del yo: proyectarse a uno mismo en un campo de ficción existe desde Fidias, en el Partenón, que se retrata en el escudo de Palas Atenea, en el medio de la batalla de las amazonas; Durero se pinta en la piel de Cristo; Caravaggio se pinta en la cabeza cortada de Goliat. Está el poema autoficcional de Walt Whitman Canto a mí mismo, donde sienta las bases de la autoficción: (recita) “Todo lo que diga de mí también lo digo de ti. Porque cada uno de mis átomos es tan mío como tuyo”. La puesta en escena existía mucha antes de Stanislavski, que la teorizó. Lo que hago es traerla al campo del teatro, porque estaba muy desarrollada en la novela europea, en grandes títulos de Joyce, Céline, Virginia Woolf. Con Doubrovsky, el género se empieza a pensar como tal. Pirandello hace un siglo y Cervantes hace cinco ya lo hacían. Yo no hago nada nuevo, no estoy obsesionado con la originalidad.

    —Pero sí te interesa abrir un camino en el teatro y plasmar una mirada...

    —Claro, pero yo más que un innovador me siento un clásico y un contemporáneo a la vez. Trabajo con los mitos clásicos, con sistemas milenarios, hago lo que hace El Greco en El conde de Orgaz, que se pinta a él y abajo a su hijo. Lo que me interesa es a partir de los clásicos, hablar del mundo contemporáneo, como dice Giorgio Agamben: “Hundir mi pluma en las tinieblas del presente”. Meterme con las problemáticas que nos conciernen a todos. Y en ese sentido me siento muy contemporáneo.

    En Cuando pases sobre mi tumba narrás los últimos días de un personaje que se llama Yo, que claramente te representa, que está internado en una clínica para suicidarse en forma asistida y a su vez quiere donar su cuerpo a un necrófilo. Suicidio, con o sin asistencia, y necrofilia, vaya temas...

    —No hay agenda política en Europa que no hable del suicidio asistido y de la eutanasia. Igual siguen siendo temas tabú y está bien que lo sean. La sociedad necesita tener tabúes. No creo que el tabú sea malo; así como los mitos, es algo basado en prohibiciones que vienen de tiempos remotos. Son límites que los seres humanos se ponen, muchas veces vinculados a la higiene, a la comida, a la vida cotidiana. Y también está muy bien que el arte se meta con esos tabúes. Siempre lo ha hecho. Estos dos temas son, sin lugar a dudas, muy sensibles. El suicidio asistido es algo netamente político: la persona que decide terminar con sus días y trata de hacerlo en las mejores condiciones, con contención humana y un marco jurídico, médico y clínico que lo ampare. Y por otro lado está el tema de la necrofilia, un tema crudo, denso, oscuro, pero en el cual finalmente estamos un poco todos. Las parafilias no nos son tan ajenas. La forma patológica de la necrofilia, y la más mencionada, es copular con un cadáver. Pero en el sentido griego del término, es la atracción por lo muerto, lo erótica de la muerte, del final. Y eso aparece en todas las fases humanas: desde el niño que junta un diente de leche, un pedazo muerto que se desprende de mi cuerpo y lo guardo. Aparece mucho en los cuentos infantiles: Blancanieves muere y como es tan bella los siete enanitos no la entierran sino que la ponen en una cajita de cristal y la van a ver todas las tardes. Y a eso se suma un príncipe que llega y la ve tan hermosa que quiere besar ese cadáver en los labios. El tema aparece en todos los relatos míticos.

    —¿Pero no hay una diferencia entre venerar a un muerto y la necrofilia?

    —El tema de fondo es la atracción erótica por lo muerto. En los mitos como el de Pentesilea, Aquiles se saca el casco, la ve muerta y se enamora, hace salir a todo el mundo de la carpa para estar con ella, muerta, y después es acusado de necrofilia. Juana la Loca con Felipe el Hermoso, Salomé besando en los labios a San Juan el Bautista decapitado. Los arqueólogos que se dedican a exhumar cuerpos forman parte de la arqueología, muy atraída por lo muerto, también los médicos forenses.

    —¿Pero eso no se trata del ansia del científico por el conocimiento?

    —Sí, claro, pero a través de lo muerto. Hay una parte de la ciencia que se fascina con lo muerto.

    —Pero no es una atracción sexual...

    —Ah, pero... la filia no es solo sexo. El necrófilo no solo se interesa en un cuerpo muerto para tener sexo. El necrófilo busca tocar cuerpos, acumular huesos, abrir cadáveres, verlos, contemplarlos. ¡Las pompas fúnebres! No el sepulturero que trabaja, pero sí quienes de familiar en familiar se van pasando el negocio. Está la necrofilia del Estado que exhibe los cadáveres como tesoros, como Lenin, por ejemplo. Tenemos a nuestro prócer en la plaza, donde bajamos a ver la urna que contiene las cenizas; vamos al Salón de los Pasos Perdidos a despedir a los muertos célebres. La necrofilia en el sentido más amplio es la erótica de la muerte, no del muerto ni del cadáver. En el teatro, la obra cumbre que habla del amor: Romeo y Julieta, que termina con una escena de necrofilia en una cripta, en un sepulcro, arriba de un cajón, los dos besando y tocando el cuerpo muerto o que creen muerto. La imagen del teatro por antonomasia: Hamlet con una calavera en la mano, la exhumación del cadáver de Yorick, que él incluso besa, y luego saca el cuerpo de Ofelia de la tumba y le dice: “Copularía contigo aun muerta”. Es ese sentido amplio el que aborda esta obra, si bien yo voy a la fase más patológica, porque se alternan los encuentros en la clínica suiza con el doctor que me asistirá en el suicidio y con los encuentros en el hospital psiquiátrico de Londres, donde está el joven necrófilo a quien voy a dar mi cuerpo y él me va a contar qué va a hacer con él.

    —Tu dramaturgia recorre la geografía europea: obras ambientadas en Ucrania, Grecia, Francia, Italia, Eslovenia y Alemania. Ahora le tocó a Inglaterra y a Suiza.

    —Claro, porque esta obra fue un encargo de Teatro El Globo de Londres, que es donde se montará en un par de años. Me gustaba hablar de los ingleses y entonces, cuando me pidieron que hablara de un personaje histórico británico decidí trabajar con Mary Shelley y su obra cumbre, porque esta clínica está situada frente a la Villa Diodatio, cerca de Ginebra, donde ella escribió Frankenstein. Por eso traté de que esta obra también fuera una especie de Frankenstein entre estos dos grandes temas, y quise abordarlos en forma poética, con esa belleza de Las flores del mal, con esa liviandad que puede tener la muerte. Porque la muerte no tiene por qué ser siempre algo denso y pesado. Elegí mostrar la belleza erótica de la muerte. Esos encuentros entre el necrófilo y el personaje de Sergio Blanco son momentos profundamente eróticos y románticos en el mejor sentido del término. Por eso elegí a Alfonso Tort como mi alter ego, que para mí es un actor tremendamente romántico. Hace tiempo que quería trabajar con él. Es un héroe romántico. Le he seguido toda su carrera en cine y teatro, y sé que tiene un mundo interior muy interesante.

    —Ahora, estás al filo de espantar espectadores de la butaca...

    —Es posible, pero el teatro siempre jugó con eso. Creo que los griegos no tenían ganas de ir a ver cómo alguien se sacaba los ojos en escena ni ver cómo un hombre copulaba con su madre y mataba a su padre. Antígona empieza trayendo un cadáver que quiere enterrar. El teatro está lleno de muerte, el teatro siempre fue a buscar ese grano de arena que entra en una máquina y la detiene. Molesta, incomoda, irrita, perturba. Pero tranquilos: se van a impactar con la ternura y la belleza de esta historia. Dudo que vuelva a escribir las frases de amor que escribí en esta obra.

    —Transformaste la escritura de esta obra en una performance para un solo espectador que sos vos mismo al escribir el texto a mano y con tinta hecha con sangre. Alguien puede preguntarse: ¿de qué clase de excentricidad estamos hablando?

    —Sí. Está bien, excentricidad es estar fuera del centro y sí, lo estoy, sin dudas. Aclaro que no lo escribí con sangre mía. Lo quería hacer pero era muy complicado, por lo que al final usé sangre de un toro que murió en una corrida. Cuando empecé a pensar esta obra quería usar un sistema de escritura que fuera distinto, que el acto de escribir fuera lo más orgánico posible, quería involucrar mi cuerpo en forma diferente, y quería escribir como se escribía en la antigüedad, como Shakespeare y Cervantes escribieron sus grandes textos. Entonces mandé traer la sangre del toro deshidratada, en polvo, y todas las mañanas la diluía en agua para preparar la tinta. Lo hacía bien temprano, a las cuatro de la mañana, porque por variables atmosféricas y de luminosidad, la sangre se disuelve mejor a esa hora. Escribí seis horas diarias, de cuatro a diez, durante dos meses. Ahí aprendí mucho sobre los vampiros (ríe).

    —¿Querías tener la experiencia del desgaste físico de la escritura a mano?

    —Creo que es una obra que dibujé. Mi escritorio se transformó por esos días en el taller de un artista plástico. Escribo todos los días cinco horas y sé que escribir es un acto físico. Te acompañan dolores varios, de las cervicales, de las manos, de los tendones, de los músculos tensos. Escribir a mano es un acto plástico, porque delineás una caligrafía, pero también te puede llevar al borde de la tendinitis, como terminé. Borrar un manuscrito es muy distinto que borrar en la computadora, está claro.

    —Entonces, ¿escribir a mano y con sangre estaba justificado y terminó determinando la obra que salió?

    —Totalmente. Todo ese dolor y esa complicación de la escritura llevaba a un segundo lugar el dolor que me podía producir escribir sobre estas cosas. Entonces logré un texto que no se compadece a sí mismo, que no se entristece de sí mismo. Que no dice: “¡Ay, qué horror la necrofilia!” o “¡Qué triste el suicidio!”. Mi preocupación era cómo escribir la palabra. Entonces, logré en forma muy inteligente centrar mi atención en la fabricación y no en las emociones que estaban adentro.

    —No es frecuente que alguien se califique de “muy inteligente”. Parece muy claro que no le tenés miedo al autoelogio ni te interesa la falsa modestia...

    —Detesto la falsa modestia, es peor que la soberbia. Sé que hay escrituras mías, como Tebas Land, que son brillantes. El elogio también es una forma de sinceramiento. Y estoy muy tranquilo con eso porque así como tengo la capacidad de decir “qué brutal esta frase”, soy capaz de decir “este parlamento es insoportable, me equivoqué, vamos a tirar este texto”. El elogio tiene validez en la medida que está compensado con la capacidad de autocrítica, de reírse de uno mismo, y de saber escuchar y decir: “No, esto es un disparate”.

    —¿Has tirado páginas o has descartado obras enteras?

    —Obras enteras no, pero páginas, muchísimas. Y de hecho, después de que pasé este texto a la computadora, de 72 páginas de libreto, hoy estamos en 51. ¡Cayeron 20 páginas! Eran innecesarias. El escenario corrige, el diafragma del actor corrige. Entonces no tengo miedo a decir que fui muy inteligente en algo si realmente lo fui. Logré un dispositivo de escritura que me inhibió la autocomplacencia del dolor y del horror. En otras cosas le erré porque muchas páginas volaron.

    —¿De qué van Tráfico y Cartografía de una desaparición, tus obras aún no estrenadas en Montevideo?

    Cartografía de una desaparición fue escrita por encargo del Teatro Nacional de Cataluña, es la primera obra de un nuevo género que estoy desarrollando, al que he llamado “conferencia autoficcional”. Son conferencias por encargo que escribo y presento, en un escritorio, con pantallas, pero las voy autoficcionando. Hablo en formato académico pero lo mezclo con relatos míos. Tengo otra que se llama Las flores del mal o la celebración de la violencia, a pedido de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, que en breve la estaré haciendo en varias ciudades de Brasil. Y tengo una tercera llamada Memento mori, que se estrenará en la Sala Beckett de Barcelona, y que es sobre la muerte.

    —Tanto te sumergiste en la autoficción que tuviste un hijo con ella…

    —Puede verse de ese modo, sí (ríe), lo que ha generado en algunas cátedras cierta irritación, aunque mantengo el rigor de lo académico. Abordo un tema, ya sea la violencia, la muerte, el amor, con toda la claridad, precisión, equilibrio y orden del discurso posibles, en donde dos y dos son cuatro; pero lo voy interceptando con el discurso artístico, que es lo opuesto, y donde dos y dos son seis, un discurso que exagera, miente, manipula al espectador, juega sobre la cuerda de lo sensible y lo emotivo, y no tanto en lo racional. Combino el material empírico con las cuerdas de lo inexplicable. En el medio de la charla sobre la violencia aparece una canción de Tina Turner, The Best. Empezó como algo muy lúdico y que ahora es algo muy demandado.

    —Ahí hay un choque de trenes: la academia y el arte que comparten cualidades como la curiosidad y la creatividad. Pero una busca romper la frontera del conocimiento y el otro se balancea entre la innovación y volver una y otra vez sobre sus pasos. ¿Cómo te insertás en esa dicotomía que puede ser irritante para ambos mundos?

    —Son mundos muy distintos y yo estoy formado en ambos. Trabajo en ambos y me llevo muy bien con los dos. Y esto de la conferencia autoficcional piensa ambos universos en un mismo soporte. Hay una misma base de humanismo en la academia y en el arte. La academia piensa el mundo, lo cuestiona, lo problematiza, lo teoriza, y lo descubre cuando inventa algo nuevo, pero esa es una tarea más cercana al arte. Los artistas lo inventamos, lo creamos, lo producimos. Somos poetas. Es muy permeable la frontera. Hay grandes ingenieros del conocimiento, como Proust con su teoría del tiempo o Cervantes con su sistematización de la novela. El caso paradigmático del artista-inventor por excelencia es Leonardo da Vinci. Como artista pintó La Gioconda y como ingeniero inventó un sistema de aire acondicionado y una máquina de volar.

    —¿Cómo vivís este salto que pegó tu carrera en los últimos años?

    —Es muy lindo, lo disfruto mucho, no dejo que eso me paralice. Seguir pensando, escribiendo, experimentando, despertándome a las tres de la mañana preocupado por si estará bien la obra. Eso es lo importante. Está bien disfrutar de vivir mejor, del reconocimiento, de los viajes. Pero hay una zona en la que por más que estés en un hotel cinco estrellas, llegás, apagás la luz y volvés a estar solo y a tener la necesidad de hablar de las cosas que te pasan, de las problemáticas y los conflictos. Por supuesto que ha habido un cambio muy grande en mi vida, vivo de los derechos de autor de las obras y de los libros. Esta noche Tebas Land se está haciendo en cuatro salas con 700 entradas vendidas en cada una.

    —¿Eso te permitió incrementar el patrimonio?

    —Sí, por supuesto. Vivo exclusivamente de mi producción teatral y de mis conferencias.

    —¿Invertiste en Uruguay?

    —Sí, pero la mejor manera que tengo de invertir es en mis propias producciones, donde muchas veces soy productor. Lo que me interesa decir es que este éxito me produce un agradecimiento profundo porque uno no alcanza solo este tipo de logros. En Tebas Land, el mérito es también de los actores, el escenógrafo que hizo esa jaula, el iluminador, el diseñador audiovisual, los agentes de prensa, el Solís que en su momento apostó por mí, y tres personas que me ayudaron mucho a posicionarme en el mundo: la crítica uruguaya María Esther Burgueño, con sus prólogos para mis libros, un programador como José Miguel Onaindia, que apuesta a difundir mi teatro, y el teórico español José Luis García Barrientos, que con sus investigaciones me han legitimado mucho desde la academia.

    —¿Extrañás algo de ser director de recursos humanos de una multinacional francesa?

    —No lo extraño pero me enseñó mucho ese trabajo. Tener a tu cargo a 6.000 personas me enseñó a trabajar con equipos, a gestionar proyectos, a planificar, temperar estados, diferenciar lo que es ser un jefe de lo que es ser un líder de equipos. Le debo mucho y no reniego de eso, como tampoco reniego de haber sido formado por los jesuitas ni de haber sido monaguillo. Además, en ese tiempo pude disfrutar de una tranquilidad económica que me permitió una amplia libertad de hacer lo que quería en el campo del arte. Haber dirigido a seis mil personas me enseñó a escribir de forma distinta. Porque escribir una obra de teatro es de alguna manera gestionar recursos humanos: tu elenco y tus personajes.

    Vida Cultural
    2019-08-01T00:00:00