Existen tres libros que registran esta historia. En 2006, pocos meses después del hallazgo de los negativos, la emblemática escritora y periodista María Esther Gilio publicó Aurelio, el fotógrafo. La pasión de vivir, editado por Trilce en su colección Vidas Rebeldes, por ella dirigida. En 2015 el sello Alter Ediciones publicó Aurelio González. Una historia en imágenes. 1957-1973, un fotolibro de más de 300 páginas, en formato grande y tapas duras, que registra cientos de imágenes de González extraídas del archivo de El Popular. La portada, muy ilustrativa del estilo de Aurelio, muestra a un grupo de manifestantes intentando abordar un carro lanza agua —popularmente llamados “guanacos”— durante la histórica manifestación de protesta contra el golpe que tuvo lugar el 9 de julio de 1973. La foto no está tomada desde lo alto de un edificio ni desde lejos sino desde la calle, desde adentro mismo, pocos metros detrás del tumulto; como las patas de los caballos policiales en varias fotos famosas de González, el chorro de agua pasa a pocos metros del objetivo. El tercer libro, escrito por él mismo, acaba de imprimirse. Se llama , es una edición del autor y es comercializada por su familia a través de Facebook. Se trata del relato en primera persona de los episodios de la ocultación en 1973 y del hallazgo en 2006. En la foto de portada aparece subido a una escalera, con una linterna en su frente, en la noche del descubrimiento, en el garaje subterráneo del Lapido.
El libro autobiográfico que acaba de publicar
De polizón a Montevideo
Desde hace 25 años Aurelio vive en Malvín con Rinche, su esposa holandesa (a quien conoció en España, en su exilio, durante la dictadura), en una casa de inicios del siglo XX, situada en la calle Colombes, a la que se accede por un largo pasillo y que está rodeada por canteros en los que plantó árboles, plantas y cañas tacuaras, un vegetal fuertemente asociado en lo simbólico a las circunstancias sociales que precedieron el inicio de las luchas de la izquierda en los años 60. El martes 20 a las tres de la tarde, el fotógrafo compartió una entrevista de dos horas con Búsqueda. La charla tuvo lugar en la mesa del comedor y continuó en varios espacios de la casa, durante la sesión de fotos a cargo de Javier Calvelo. Con su prodigiosa memoria a todo trapo, Aurelio narra lo que sea con una acentuada dimensión anecdótica. “Vamos a ver, la historia es así”, pronuncia ante cada pregunta, desde la más genérica hasta la más puntual. Cual el borgiano Funes, su relato concentra una increíble densidad de detalles y, fiel a su pasión, adquiere en todo momento ribetes fotográficos.
Su infancia y adolescencia transcurrieron en Marruecos (aún colonia española), donde estaba apostado su padre, nacido en Extremadura, herrero de oficio, que integraba el Ejército español. La mitad Salcedo de su sangre es de origen andaluz, pues su madre había nacido en Granada. A sus 17 años, Aurelio se alistó en la milicia, de la que desertó poco después, pasó unos meses preso en Casablanca, luego hizo el servicio militar obligatorio en Galicia, regresó a Marruecos y con 20 años decidió que no quería vivir en una colonia. Comenzó a meterse en los barcos como polizón, así conoció Ceuta y las Islas Canarias, y cuando vio un gran transatlántico italiano cuyo destino era “Sudamérica” no lo dudó: se puso el uniforme militar que aún conservaba y se coló en el buque. Pasó las primeras noches oculto en una de las bodegas y durante el día se entreveraba entre los pasajeros. Cuando divisaba algún peligro se encerraba un rato en el baño. A los cinco días fue descubierto y pasó el resto de la travesía trabajando con la tripulación, que lo bautizó “clandestino”. Solo con el relato del viaje en barco se podría escribir el guion de una película. En las dos semanas en alta mar, además de ganarse el respeto de los tripulantes, vivió un fugaz y apasionado romance con una joven turista italiana llamada María, con quien compartió varias noches su escondite en la bodega.
Foto: Javier Calvelo / adhocFOTOS
Desembarcó en Montevideo el 14 de noviembre de 1952, el día en que cumplió 21 años. Tenía en sus bolsillos una bolsa de liras italianas que le regalaron los tripulantes del barco, que hicieron una colecta para ayudarlo, y que cambió en la Ciudad Vieja por 36 pesos. Durante una semana durmió en la calle, donde pudo. Después, en una pensión de la calle Requena entre Chaná y Guaná, donde el dueño lo obligaba a trabajar todo el día a cambio de la habitación. Comenzó a hacer changas en el Mercado Modelo y así se mantuvo durante un tiempo. En uno de esos días de pensión se produjo su primer contacto con la ideología de izquierda, cuando asistió al Club Español a una reunión de exiliados republicanos españoles. Le habían dicho que uno de ellos podría ofrecerle un trabajo remunerado. Así comenzó una serie de casualidades que lo llevaron, un día de 1954, a colgarse una cámara de fotos. Le enseñó el oficio un fotógrafo español llamado Lucio Navarro, a quien Aurelio había hospedado en su habitación de pensión. En agradecimiento por su hospitalidad, Navarro le enseñó el oficio y un tiempo después le ofrecieron trabajar en un diario nuevo. Era El Popular. Desde entonces, y para siempre, esa fue su herramienta de trabajo.
De golpe, empezó a pasar el día en las obras en construcción, en frigoríficos y fábricas, donde registraba las condiciones de trabajo de los obreros. Cada tanto era enviado a Bella Unión para registrar el trabajo de los cultivadores de caña y remolacha azucarera. “Fue toda una experiencia entrar en los campos de remolacha disfrazado de ‘peludo’ para sacar fotos de ese trabajo agotador”, dice. Así, sacando fotos a los trabajadores, González se hizo comunista.
Manifestación contra el golpe de Estado. Avenida 18 de Julio, Montevideo, 9 de julio de 1973. Foto Aurelio González - cdf
Las latas perdidas
Luego de atravesar la primera mitad de su vida, la charla se adentra en los días anteriores y posteriores al 27 de junio de 1973. “La noche del 26, la del discurso de Wilson, estuve ahí cubriendo. No me olvido más del abrazo que le dio su hijo Juan Raúl apenas terminó, antes de que se retirara de sala”, recuerda, y anuncia que acaba de ser invitado a un homenaje especial a las cuatro personas que permanecen con vida entre quienes estuvieron presentes en aquella sesión histórica que tuvo su clímax cuando Ferreira exclamó “¡Viva el Partido Nacional!”. El acto será uno de los tantos que tendrá lugar en el Parlamento durante la semana próxima, cuando se conmemore el medio siglo del golpe. La charla vuelve a esa noche. “Nunca me fui a dormir el 26. Pasé la noche caminando por las inmediaciones del Palacio Legislativo con la cámara colgada, entré a algunos bares, hablé con gente, todo el mundo angustiado y esperando lo peor, hasta que ya cerca del amanecer vislumbré una formación de tanques. Esa mañana no pensaba en nada más que en la foto de los tanques. No pensaba en mi hijo ni en mi esposa ni en el riesgo de que me llevaran preso. Solo quería registrar lo que pasaba. Te juro que no me importaba morir si así tenía que ser. Estaba obsesionado con esa foto. Y cuando escuché los motores y aparecieron, disparé”.
Con el golpe ya consumado, la clausura de El Popular era inminente. Desde hacía varias semanas Aurelio buscaba un lugar seguro para esconderlas. Había encontrado un pasadizo que daba al Cine Eliseo (hoy Auditorio Nelly Goitiño). “Era un escondite muy bueno, detrás de la pantalla de la sala, pero pocos días antes del 27 unos obreros entraron a ese sitio a hacer unas reparaciones, por lo que ya no servía y tuve que buscar otro. Lo encontró en un hueco entre las paredes ciegas del edificio al que accedió a través del ducto del ascensor del Lapido. Así lo cuenta: “Usábamos latas para guardar los rollos porque era la única forma de archivar que teníamos. Al terminar cada mes, metíamos todos los rollos de ese mes y rotulábamos la fecha. Para mí es difícil saber dónde las escondí porque me metí por un conducto subterráneo que daba al hueco de un ascensor. Quería dejarlas en un lugar verdaderamente complicado de localizar, y empecé a subir a ciegas por ese pasadizo, por lo que no sabía bien en qué punto estaba. Calculé que era entre el primer y el segundo piso, caminé a ciegas, me tuve que arrastrar y las dejé allí porque era un lugar de muy difícil acceso. Eso lo hice en unas pocas horas el 6 de julio de 1973 y la tropa entró el 9, durante la gran manifestación. Se llevaron mucha cosa, destrozaron mucho, pero las fotos se salvaron dentro de las paredes”.
Ese 9 de julio recordado por la convocatoria camuflada que hizo por Radio Sarandí Rubén Castillo, recitando los versos de García Lorca (“a las cinco en punto de la tarde”), transcurre uno de los capítulos más impresionantes de esta historia, que bien podría ser contada en una serie de Netflix. “Los militares buscaban gente en el interior del edificio. Patrullaban los pasillos y los ascensores. Yo primero escondí a mi hijo, que tenía 15 años, con una vecina del diario que estaba muerta de miedo. Lo más importante era que cargaba un bolso con los negativos recién sacados de los 15 días de huelga general. Tenía un cuartito en la azotea del edificio marcado para dejarlos. No tenía las llaves, pero retiré la masilla del vidrio de la puerta, así los pude dejar adentro y volver a colocar el vidrio sin romperlo, y así no dejar rastros. El problema es que ya no podía bajar porque había soldados muy cerca, por lo que me tuve que esconder en un pretil en la azotea, al borde del precipicio. Se hizo la noche y ahí me quedé durante horas, muerto de frío. Hasta que afortunadamente, me chistó otro que estaba escondido en un apartamento y me refugió con ellos. Pasamos toda la noche en vela y recién pudimos dejar el Lapido en la mañana siguiente, cuando se fueron los soldados y ya había pocos policías en la calle”.
Pasó el tiempo, Aurelio se las ingenió para salvar su pellejo, se separó de su primera esposa, se marchó al exilio, primero en México y después en España, donde conoció a su segunda esposa, con quien vive hasta hoy. Lo primero que hizo el día que volvió, en 1985, fue ir al Lapido. Desde la calle vio que en el primer piso, donde estaba el diario, se habían hecho importantes reformas. Sin entrar al edificio me convencí de que alguien tenía que haber encontrado las latas y las había hecho desaparecer. Durante todos esos años nunca pude entrar al edificio. De a poco las fui dando por perdidas”
Foto: Javier Calvelo / adhocFOTOS
Al pie del árbol blanco
Aurelio contó cómo se dieron los hechos que llevaron al descubrimiento del acervo, en 2006: “Fue una gran casualidad. En 2005, Ehrlich había sido elegido intendente y en julio, el día en que asumió, recorrió toda la intendencia saludando a los funcionarios. Yo justo estaba ahí el día en que llegó al CDF, en el local del túnel, porque se estaba preparando una muestra de fotos mías. Todavía no sé por qué pero me atreví a decirle, a pedirle que me ayudara, que intercediera ante los dueños del Lapido para que me ayudaran a encontrar los negativos. Yo necesitaba que me permitieran entrar legalmente y escarbar en el edificio, y abrir algún agujero, si era necesario, en esas paredes. Era una idea mía desde hacía varios años y el dueño del edificio siempre se había negado. Gabriel García y Pablo la Rosa (fotógrafos del CDF) quedaron sorprendidos, se interesaron en el tema, y les conté toda la historia”. Y entonces ocurrió la magia, la casualidad, apareció la buena estrella que tantas veces acompañó a Aurelio: “La Rosa me dijo que su hermano guardaba el auto en el parking que funcionaba en el garaje del edificio, que un día se le había aparecido un niño llamado Quique, que era el hijo del dueño del parking, con una lata con negativos que había encontrado y le preguntó si le podía interesar a su hermano fotógrafo. Hasta entonces, Pablo no le había dado bola al asunto. Fijate tú. Y ahí se dio cuenta, y empezó una discreta investigación”.
Así fue que La Rosa y García, los fotógrafos del CDF, descubrieron un espacio oculto en lo más profundo del subsuelo, bajo el garaje. Una noche de aquel verano entraron en secreto con Aurelio, con la complicidad de Quique, quien les abrió la puerta, y fueron directo a las entrañas del cemento. Esa noche, en lo más profundo de una alcantarilla, encontraron el tesoro perdido. La euforia al reconocer las fotos quedó registrada en las fotos de La Rosa y García. El hallazgo, con toda su carga de suspenso y adrenalina, se narra minuciosamente en el notable documental Al pie del árbol blanco, de Juan Álvarez Neme, estrenado a fines de 2006, y ganador de varios premios.
Aurelio González y S.i. Caravana de la Victoria del Frente Amplio, noviembre de 1971. Foto: cdf
El albañil de Colonia Nicolich
Lo que sigue es historia conocida. Durante más de una década, mientras el acervo era restaurado y digitalizado, permaneció el misterio sobre cómo fue que las latas habían llegado hasta esas cámaras subterráneas. Pero a mediados de 2016 apareció el eslabón que cerró esta increíble cadena de acontecimientos: una persona entregó al Centro de Fotografía dos latas con negativos de la misma colección. Todo parecía indicar que pertenecían al acervo de El Popular, lo cual fue ratificado por el personal del CDF que analizó su contenido. “El hombre había conocido la noticia del hallazgo mucho tiempo después. Él era parte de esta historia y recién se daba cuenta. Entonces contó que durante los años de la dictadura había estado trabajando en el Lapido en una reforma como capataz de obra”. El albañil, que vivía en Colonia Nicolich, ya jubilado, dijo a los funcionarios del CDF que las reformas en el Lapido se hicieron a mediados de los 80 y los trabajos duraron unos dos años. Contó que unos obreros habían descubierto unas bolsas con latas en un lugar oculto del edificio.
Aurelio fue a conocer al obrero de Colonia Nicolich. “Fui a su casa, hablé con él un buen rato y me contó que cuando se hizo público el hallazgo se sintió comprometido porque sabía que allí había funcionado un diario. Durante los trabajos había estado viviendo en la misma obra y me contó que durante los trabajos se presentaron dos agentes policiales de Inteligencia y Enlace, le hicieron varias preguntas genéricas, sin dar mayores detalles, y le dijeron que si encontraba algo que le llamara la atención les avisara de inmediato. Él ya había encontrado los negativos y se calló por miedo. Quedó temblando. Entonces esperó que no hubiera nadie para volver a esconderlos. El hombre fue escondiendo las bolsas en diferentes sitios durante la obra hasta que cuando terminó los trabajos se tuvo que deshacer de ellas, por lo que las tiró por un ducto de ventilación y fueron a dar al subsuelo. Por eso en 2006 aparecieron allá abajo. Años después el hijo del dueño del edificio descubrió negativos colgando dentro del ducto y fue el que nos guio para descubrir todo”.
Según los cálculos de González, de las más de 80.000 fotografías que escondió, en 2006 fueron rescatadas 57.000.
En el epígrafe del libro que acaba de publicar, Aurelio González lo dedica a los protagonistas de la huelga general. “Fueron ustedes los que con su entrega y heroísmo resistieron la cárcel, la tortura, la clandestinidad y el exilio. Sin ustedes no se podría haber escrito esta historia. A las y los que ofrendaron y arriesgaron su vida, el eterno reconocimiento”.