—Consumir drogas, ¿debe ser considerado como un delito criminal o como un problema de salud?
—Esas son las dos grandes tendencias que prevalecen ahora. En Estados Unidos es un acto criminal. En Europa, salvo Suecia, es un problema de salud. Esos dos enfoques son los que producen toda la gran diferencia en cuanto a cómo se administra el problema. Si es un problema de salud se trata como tal. No solo ya no es un acto criminal sino que hay que apoyar al “paciente”: la persona adicta o el consumidor ocasional. En Europa aprendieron que los valores que están comprometidos son mucho más importantes que las leyes de drogas. Por eso, ellos, de manera inteligente, comenzaron a hablar de “reducción de daños”. O sea: ¿qué es lo que menos daño le hace a la sociedad? Porque también hay que considerar la corrupción, la inseguridad y el daño a las instituciones democráticas. Los hechos muestran que las tasas de consumo en Europa son mucho más bajas que en Estados Unidos, tienen menos violencia, hay menos personas en las cárceles y hay mucho menos corrupción derivada del narcotráfico. Y si uno ve ese panorama, da para pensar que este tema sí se puede manejar de manera distinta que del modo prohibicionista tradicional.
—¿Usted cree que hay que dejar de tener en cuenta los compromisos internacionales asumidos por los países en Naciones Unidas?
—No. Hay compromisos internacionales, pero están mucho más referidos al tráfico que al consumo. Un país no puede abandonar súbitamente la política que estaba aplicando y decir que no va a hacer nada contra el tráfico de drogas. Pero eso no quiere decir que no pueda manejar su consumo interno de un modo no criminal sino enfocado desde la salud y con regulación.
—¿Eso significa legalizar las drogas?
—“Legalización” es una palabra que no me gusta porque es más política que una política en sí misma. Cuando se habla de legalización se piensa, naturalmente, en acabar con el prohibicionismo, pero no necesariamente en promover el consumo de drogas, o en decir que las drogas no hacen daño, o en sugerir que no hay que controlarlas. ¡Claro que hay que controlarlas y regularlas!
—La marihuana, en particular, es una droga que el gobierno uruguayo quiere legalizar. ¿Usted qué opina?
—La marihuana tiene desbordadas a las sociedades. A pesar de que se han hecho tantos esfuerzos para combatirla, es un problema que ha desbordado a los países. La prueba de eso es lo que pasa en Estados Unidos, donde ya hay 18 estados que han legalizado la marihuana de uso medicinal, que es una forma disfrazada de legalizarla en general. Más interesante es que, en meses recientes, las encuestas dicen que más de la mitad de los ciudadanos de Estados Unidos están a favor de legalizar la marihuana. ¿Por qué? Porque la sociedad ya se convenció de que no se trata de una amenaza tan grande y de que no justifica el uso de recursos públicos para reprimirla. En las cárceles de Estados Unidos hay más de 500.000 presos que están allí por problemas de drogas. Cada uno de ellos cuesta al gobierno —es decir, a la sociedad— 450.000 dólares. Es una suma descomunal que termina no generando muchos resultados, porque ninguna de esas personas salen mejores ciudadanos, ni salen “curados”. El 60% de los presos en Estados Unidos fuman marihuana. Los meten a la cárcel por fumar marihuana y adentro fuman marihuana. Entonces es lógico que la gente se pregunte: “¿Y esto para qué sirve?”.
—Sin embargo, Estados Unidos mantiene su enfoque prohibicionista...
—...Sí. Estados Unidos es bastante inflexible en su política de prohibición. Y ellos son los mayores voceros de esa política. Hay otros gobiernos, en general autoritarios, que también defienden el prohibicionismo: Cuba, Irán, Rusia o el Vaticano. Pero eso no ocurre en Europa ni en América Latina.
—¿Hay una relación directa entre países autoritarios y prohibicionistas por un lado, y países democráticos y no prohibicionistas por otro?
—Sin duda. Es clarísimo que los gobiernos que apoyan el prohibicionismo son los regímenes autoritarios y Estados Unidos. Y los que han tomado distancia de eso son los gobiernos democráticos, menos Estados Unidos. Y esto tiene mucho que ver con el respeto por los derechos humanos. El tratamiento, la estigmatización y el daño que se les hace a los jóvenes cuando los meten a la cárcel durante varios años por consumo de marihuana u otras drogas, supone una sanción totalmente desproporcionada y violatoria de los derechos humanos. Es algo que no les sirve para nada a las sociedades. Las sociedades más desarrolladas han dicho: “Oiga, sancionar a los ciudadanos de esa manera por una cosa que es un tema más de salud que un tema criminal, es una violación a los derechos humanos”.
—¿Y qué tendría que hacer Estados Unidos? ¿Qué tendría que cambiar, en su opinión?
—El tamaño que ha adquirido el negocio en Estados Unidos, que en gran medida es el origen de la cantidad de violencia que hay en México, en Colombia y en Centroamérica, es fruto del prohibicionismo. Es fruto de criminalizar el consumo y el microtráfico. Eso es lo que ha hecho de esto un negocio tan grande. Estados Unidos tiene que empezar a manejar el consumo de drogas de una manera que no sea criminal. Y ver el consumo de drogas mucho más como un tema de salud que como un asunto criminal. A partir de esa definición, las políticas pueden ser completamente diferentes.
—Entonces, ¿el gobierno uruguayo estaría, a su juicio, en el camino correcto?
—Ha llegado el momento de discutir este tema. Hay que tratar de evitar que en esa discusión la gente simplemente opine o tome posiciones en base a prejuicios o valores. Hay que tratar de argumentar, de hablar sobre otras experiencias, de comparar, de investigar qué daño hacen las drogas y de hacer ensayos para ver si se puede disminuir la criminalidad. Y cada país tiene que recorrer su propio camino. No hay una fórmula para todos. Los países tienen derecho a ensayar. Pero prefiero no pronunciarme sobre el proyecto específico del gobierno uruguayo para no meterme en un debate político interno. Sí creo que hay que romper el tabú y que esta sea una discusión legítima.
—En Uruguay hay quienes temen que si se habilita el consumo legal de marihuana, esa será la puerta para que las personas se pasen luego a drogas más duras. ¿Qué responde usted?
—Mire el ejemplo de Portugal. Hace unos cinco años abrió la totalidad de su sistema de salud y abrió el consumo de todas las drogas. Y el balance es bastante favorable. No es verdad que la gente se pase de drogas blandas a duras, sino que ha ocurrido todo lo contrario. Ese es un temor, pero en la vida práctica no ha ocurrido en Europa. Ni en Suiza, ni en Portugal, ni en Holanda ha habido un incremento del consumo de drogas duras. Al revés: la gente se ha ido saliendo de las drogas más duras como la morfina y la heroína y se ha ido pasando a drogas menos duras. El consumo de marihuana se ha incrementado levemente. Pero los objetivos de reducir la violencia y la inseguridad se han conseguido ampliamente.
—Más allá del proyecto de ley enviado al Parlamento por el gobierno uruguayo, ¿qué le parece la idea del presidente Mujica? ¿Importa algo en la discusión internacional de este tema, dado el tamaño del Uruguay?
—Sí porque es una experiencia un poco pionera en América Latina. Realmente, que un país dé este paso en América Latina es un hecho importante. En Europa ya se dio y más largo incluso. Pero hay que mirar especialmente la experiencia brasileña. Allí han llegado a la conclusión de que la principal razón del aumento de la criminalidad y de la inseguridad, sobre todo en San Pablo y Río de Janeiro, es el consumo local de drogas. Ellos todavía no han ido más allá que desarmar las bandas de los narcos. No han ido más lejos que eso. Pero si hay alguna demostración de que el consumo local de drogas puede ser una gran fuente de inseguridad, un país a mirar es Brasil, donde ese fenómeno es incontrovertible. Obviamente, Montevideo es mucho más segura que Río o San Pablo, pero es probable que las fuentes nuevas de inseguridad se puedan atribuir, por lo menos en una parte, al consumo local de drogas, ya sea por los traficantes o por los consumidores.
—Cuando el presidente Mujica lanzó su idea, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, advirtió que este tipo de decisiones tienen que ser consensuadas y no adoptadas por cada país individualmente. ¿Está bien, a su juicio, que un solo país se lance a la piscina sin ser acompañado por los demás?
—Si se está hablando de tráfico, un país no se puede meter a liberar el tráfico de drogas porque viola compromisos internacionales. Pero si se trata del consumo, sí puede recorrer su propio camino.
—¿Y si se habla de toda la cadena: producción, comercialización y consumo?
—Eso es un poco más complejo pero sin embargo se ha hecho. En California, por ejemplo, las personas en las casas producen marihuana de manera legítima, en cultivos hidropónicos. Pero la esencia de la discusión es si se va a vender marihuana de manera regulada, bajo control médico o en centros de consumo.
—¿Pero cuál sería la fuente de la droga? ¿Quién abastece?
—La fuente es un tema que cada sociedad tiene que resolver. Pero hay algo que hay que tener presente: para estas políticas en ningún caso hay respuestas satisfactorias a todos los interrogantes. Porque no hay buenas soluciones. La mejor solución es de todos modos mala. Hay que saber que estamos partiendo de una situación mala y que posiblemente la solución que podamos encontrar sea menos mala, pero mala igual. Ese es el problema con las drogas: no hay soluciones buenas. Todo consumo de drogas es malo y le hace daño a la salud. Pero la pregunta que debemos hacernos es: ¿qué hacemos para que haya menos corrupción, menos inseguridad, menos daño y, al mismo tiempo, cómo hago para que los niños no consuman, para que la gente no consuma droga en su trabajo, para que no lo hagan los médicos, los pilotos o los conductores?
—Es una pregunta para múltiples y muy complejas respuestas. ¿No sería mejor, entonces, ir aproximándose por etapas a decisiones como la que se discute en Uruguay?
—Hay que tener mucho cuidado. Saber con qué reglas se va a hacer esto es más importante que saber cuál es la fuente de las drogas. Una cosa es tener centros de consumo y otra cosa es vender drogas. En lo que más hay que concentrarse es en cómo se va a regular; qué pasos se van a dar para empezar a recorrer un camino. Y no necesariamente hay que tomar decisiones de fondo. Se pueden tomar decisiones parciales que impliquen que el país empieza a hacer experiencias piloto y a trabajar en el tema.
—Desde el anterior gobierno uruguayo, presidido por Tabaré Vázquez, el país aplica controles muy estrictos para el consumo de tabaco. ¿Ve alguna contradicción en un país que es muy duro con el tabaco, que es una droga legal, y que ahora se propone flexibilizar el consumo de una droga ilegal?
—El paso que se debe dar no es hacia la liberalidad en el consumo y en la venta. Tiene que haber una regulación estricta detrás. A eso es a lo que hay que gastarle más tiempo. Porque así como se regula el tabaco, también hay que regular la marihuana. Con normas similares o más fuertes. Nadie está en el plan de que el consumo de marihuana no hace daño. ¡Claro que hace daño! Le hace daño a la salud y el Estado tiene que tener campañas de prevención, de tratamiento. Las políticas contra el consumo de drogas deben seguir en pie.
—¿Qué pasaría si un país despenaliza la producción, la comercialización y el consumo de marihuana, y el consumo aumenta?
—La experiencia muestra que el consumo de las drogas duras no ha aumentado en los países que han recorrido el camino no prohibicionista y que el de marihuana lo ha hecho en cifras no dramáticas. Pero si el consumo aumenta, creo que es un riesgo que vale la pena tomar si se logra que disminuyan la corrupción, la violencia y la inseguridad.
El peso de la religión
—Los liberales ortodoxos, como Milton Friedman, han abogado siempre por la liberación completa de las drogas como método para matar el narcotráfico. ¿Usted ve eso como algo viable?
—Esas posiciones se nutren de las actitudes libertarias, que en América Latina no son de buen recibo. En Estados Unidos son una minoría fuerte los que dicen “yo tengo derecho, aunque me haga daño, a meterme lo que quiera en mi propio cuerpo”. Pero nosotros, los latinoamericanos, que tenemos ascendencia religiosa católica, hemos sido educados en la idea de que uno no tiene derecho a hacerse daño a sí mismo y por eso esos argumentos libertarios no pegan en nuestras sociedades. De todos modos, es verdad que hay personas que defienden —aunque esto no está probado en ninguno de los dos sentidos— la noción de que el consumo de estas drogas “recreativas” no les hacen, ni a la sociedad ni a la persona, más daño que las otras drogas que están controladas, pero no prohibidas.