—¿Te dijeron que eras mal actor o lo pensabas vos?
— (Ríe). Yo me sentía mal actor. Éramos todos autodidactas. Después, cuando había terminado el liceo, formé mi propio grupo de teatro independiente, que funcionaba en la Iglesia de Fátima, para liberarme de los sainetes. Empecé a escribir y dirigir mis propias obras, que eran cortitas. También busqué otro repertorio e invité a Carlos Aguilera para que dirigiera Quiniela, de Ruben Deugenio. Empecé a escribir en 1965 cuando Teatro El Tinglado abrió un concurso y escribí mi primera obra larga, que se llamaba El último ardiente verano. En seguida le saqué “ardiente”. Era muy Tennessee Williams, de quien yo era muy fanático. Después él me llamó para invitarme a integrar Grupo 68, una compañía mejor armada con la que empecé mi carrera.
—Dicen que los temas del teatro no varían demasiado. ¿Cuáles son los tuyos?
—Creo que todos más o menos trabajamos sobre los mismos personajes, las mismas situaciones, los mismos conflictos. Padres ausentes, madres absorbentes, el diferente en la sociedad.
—¿El diferente te inspira?
—Yo era el diferente. Siempre lo fui. Toda la vida fui un sobreviviente. Cuando nací tuve convulsiones, que me curó mi abuela que era curandera en el Cerro. Después me atropelló un auto y a los 55 tuve un infarto. Así que lo mío ha sido sobreponerme. Y el asma hizo que viviera mucho tiempo encerrado y con muy pocos amigos. Por eso siempre fui muy tímido e introvertido, incapaz de hablar en actos. También fui diferente, para mi tiempo, en mi opción sexual. Hoy eso ha cambiado. De todos modos, nunca me pesó la opción sexual que tomé. En mi familia nunca nadie me lo hizo sentir. Y nunca fui muy extrovertido con mis emociones. Siempre digo que soy un actor de reparto, no el protagonista. Obviamente, lo he llevado a mis personajes. En Y si te canto canciones de amor los protagonistas son una persona homosexual y una maestra, en clave de humor negro. Mundos muy familiares para mí. No fue un problema.
—Sos bastante invisible en el ambiente teatral…
—Es así, pero lo vivo bien. A mis personajes les pasan las cosas que no me pasan a mí. No soy de gritar pero mis personajes gritan. No soy de llorar pero mis personajes lloran. Las cosas extraordinarias les suceden a mis personajes, lo que a mí me pasa por dentro lo vuelco en el teatro. A veces nombro ciudades en mis obras y después termino visitándolas. Creo en esa cosa mágica que tiene la escritura, en ese poder de abrir puertas y concretar sueños, como el que tenía de ser famoso.
—Has dirigido pocas veces. ¿Por qué?
—Porque prefiero que otro complete mi creación. Solo he dirigido las que ya habían sido estrenadas por otro director. Nunca estrené una obra mía. Es una decisión expresa. Creo que la mirada del autor siempre es la misma, por eso prefiero abrir mis obras a otras interpretaciones. Si la dirijo yo, la llevo en la misma dirección en la que la escribí. Necesito otra cabeza que mire ese material y lo ponga a prueba, que lo corte e incluso que lo cambie si es necesario. Antes hacía muchas indicaciones en el texto. Las famosas didascalias o acotaciones. Pero ahora me acostumbré a no acotar ni proponer escenarios. Que lo imagine el director. No es el autor el que tiene la obra en su cabeza, es el director. El texto es un mero pretexto. El verdadero creador es el director, que si es bueno es capaz de transformar una obra mala en buena. Pero si el director es malo le das un buen texto y lo puede transformar en algo espantoso.
—¿Y qué rol le asignás al elenco?
—Me han dicho que escribo para mujeres. Hay unas 15 actrices nominadas al Florencio por las obras mías. Y uno solo masculino: Coco Echagüe. Me gusta mucho que haya intérpretes que repitan en mis obras. Y se ha dado mucho, por suerte. Susana Castro y Susana Groisman, por ejemplo. Varios directores como Alfredo Goldstein, Marcelino Duffau y Lila García. Cuando un director hace una obra mía, por lo general repite.
—¿De dónde viene esa inclinación por el universo femenino?
—Vengo de un entorno lleno de mujeres fuertes. Madre, tías, hermana, madrina, vecinas… Mi padre trabajaba en el mantenimiento del cable submarino y vivía embarcado. Desaparecía durante meses, quedaba mi madre sola con nosotros. Ese padre aparece en Rifar el corazón, donde “trae coco rallado que afana en los puertos”. Eso fue verdad. Terminé empachado (ríe). Después, cuando empecé a trabajar como maestro, mis compañeras de trabajo en las escuelas eran todas mujeres. Entonces se olvidaban de ese hombre que estaba ahí y yo me enteraba de que a una le había llegado el mes, que otra tenía novio nuevo y que a otra la había engañado el marido. Tenía servido en bandeja el mundo interior de las mujeres.
—¿Ese interés por lo femenino también te hizo diferente?
—No, en eso no me sentía por fuera. Todo lo contrario. Era algo que me gustaba mucho de Tennessee Williams, por ejemplo. Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo, Maggie, de La gata sobre el tejado de zinc caliente, Serafina Delle Rose en La rosa tatuada. Aprendí a escribir leyendo libros de teatro, especialmente de Williams, prestando atención a la forma en la que se escribía, a cómo se acotaba.
—¿Cómo te llevaste con tus colegas generacionales como Carlos Manuel Varela y Ricardo Prieto?
—Siempre sentí que era el patito feo de esa generación. Cuando empecé, ellos tenían las mejores críticas, los mejores elencos. Eran mejor considerados, y yo era considerado un autor siempre menor por los temas que trataba. Siempre me encasillaron de populista, realista, costumbrista. Sentía que no era como ellos. Diferente. Me costó mucho desprenderme de la etiqueta de autor menor, autor popular. Pero también cargué con la mochila de tener éxito. Feliz día, papá, una obra de humor, estuvo tres años en cartel, y ese éxito siempre fue mal visto acá. Pero no, no me hizo mella. Siempre seguí escribiendo. Con malas críticas y con buenas críticas, con éxito o sin éxito.
—¿Aún se mantiene el preconcepto de que el humor es un género menor frente al gran teatro o el teatro de arte?
—Sí, es así. Se lo sigue menospreciando. Hubo una época en que me decían, con desdén, “el Almodóvar uruguayo”. He escrito toda clase de géneros: tragedias, dramas, comedias, humor negro, musicales. Pero siempre me pegaron etiquetas. Fijate en la historia de Esperando la carroza. En su estreno fue el gran fracaso de la Comedia y la defenestraron, pero 10 años después fue un éxito en el Circular. Eso pasa cuando las obras son adelantadas a su tiempo. Cuando se estrenó Sus ojos se cerraron, que ganó el Florencio a la mejor comedia, dijeron que era “humor negro desteñido”. En ese momento no cuajó y después sí. Antes la crítica tenía un gran poder sobre el público. Críticos como Abbondanza influían mucho, importaba mucho su juicio, y había muchos más medios que publicaban críticas.
—Feliz día, papá es uno de tus mayores éxitos. ¿Cómo lo recordás?
—En esa época no hacía esquemas previos para escribir. Escribía directo. Como la gran mayoría de mis obras, tienen muchos elementos autobiográficos. Feliz día, papá surgió durante una internación de mi madre en un sanatorio, un día en que jugaron Uruguay y Chile. Trata sobre un velorio y un casamiento que tienen lugar en locales contiguos y cuyos familiares están mezclados. En el casamiento hay muchos familiares del muerto y de a poco se van mezclando los participantes y el casamiento va invadiendo el velorio. Tomé cosas de (Jacobo) Langsner. Inclusive aparece el florista de Esperando la carroza.
—Tu obra está empapada de lo local. Sos como un cronista-dramaturgo… Si te canto canciones de amor es otro de tus hitos. ¿Por qué creés que es tu mayor suceso en el exterior?
—Por su temática universal. Plantea el tema del suicidio en clave de humor negro: dos personas que arrastran problemas muy distintos y planean suicidarse en Nochebuena. Y el drama del suicidio atraviesa a todo el mundo. Fue la obra por la que Gabriela Iribarren ganó el primer Florencio. Yo tenía casos cercanos. Mi familia está llena de locos y suicidas (ríe). Mi tío y mi tía se suicidaron. Él se ahorcó y ella no recuerdo. Mi abuela materna pasó sus últimos años internada en el Vilardebó, lo que me dejó el recuerdo muy vívido de ir a verla con mi madre, de la mano. Me quedaron grabadas las baldosas de colores, los gatos en el jardín de la entrada y en los pasillos del hospital, los techos altísimos. Esas imágenes están en Pagar el pato, cuya protagonista cuenta esos recuerdos. Cada vez que veo esa obra, cuando llega ese momento lloro horrible. Y no me da vergüenza contarlo.
—Eso no ha cambiado mucho. La salud mental sigue siendo causa de discriminación y marginación...
—Así es, pero nunca más se hizo. Sin embargo, en Buenos Aires tuvo como siete versiones. Para mi trabajo, Internet fue una maravilla. Busco concursos y mando mis obras para todos lados.
—Militaste en el Partido Socialista, pero en tus obras el tema ideológico no es central…
—Es que siempre me cuidé de no caer en panfletos de ninguna clase. Incluso durante la dictadura llegué a ser catalogado con la famosa categoría C. De todos modos, nunca me manifesté en mis obras ni en entrevistas a favor de ninguna corriente política ni religiosa porque eso puede “contaminar” la mirada sobre la obra al espectador o lector. Eso no quiere decir que, como dramaturgo, no aparezcan en mis obras como temas o personajes. Ahí están Pasionarias, sobre la vida de Julia Arévalo, primera senadora comunista de América Latina y una obra corta sobre un episodio que vivió Lágrima Ríos en el Club Español, donde no la dejaron cantar por ser negra. Apenas ayer está ambientada en el día de las elecciones, al final de la dictadura. En Pentágono hay una mujer que debe trabajar en una casa de salud por estar prohibida por la dictadura. En Presente, señorita una maestra jubilada denuncia a una excompañera que tenía relaciones con un general al que le gustaba que le pegaran con el libro de Educación Moral y Cívica de la época. “El de tapas duras”, dice la maestra Perla. Y también está Se ruega no enviar coronas, sobre Irma Avegno, cuyas estafas provocaron suicidios e hicieron caer ministros de la época.
—En Ave mater, estrenada por El Galpón, te metés con el fanatismo religioso en la educación en clave de humor negro. ¿Cómo surgió?
—Trata de una madre, supercatólica, que quiere que su hija sea virgen, mártir y santa. Y a medida que transcurre la obra, la hija va perdiendo las tres cualidades. La niña tiene amigas imaginarias que son mártires y vírgenes. Se le aparecen como el coro de una tragedia griega y de a poco ella deja de ser las tres cosas. Las escenas están escritas como las estaciones de un vía crucis, una imagen que vi en un viaje por Portugal y que me resultó muy inspiradora. Lo de las mártires viene de dos uruguayas asesinadas durante la guerra civil. Así es como me llegan los argumentos, a través de imágenes que se me aparecen. Cuando uno está obsesionado con un tema todo lo que ves lo conectás con ese tema. Me pasa eso permanentemente. Finalmente, la joven tiene una relación con un primo y la madre se lamenta porque “probó carne de varón”. Lila García, la directora, la entendió perfecto, y Cecilia Patrón estaba estupenda en el papel de la madre.
—Y ahora llega Noche de paz, nuevamente con Susana Groisman. ¿Algo que ver con la Navidad?
—Nada que ver con la Navidad. En esta noche lo que menos hay es paz. Trata de un matrimonio mayor que está en crisis, al que se le muere una hija en un accidente doméstico y los dos se echan la culpa. Cada uno acusa al otro de haber provocado esa muerte. Él es un escritor que alguna vez tuvo éxito como novelista y ahora se dedica a escribir libros de autoayuda. Ella es una mujer de buen pasar, es creyente y se casó con él deslumbrada por su éxito inicial. Él se propone hacer una buena novela y escribe una sobre la muerte de su hija, a escondidas de su esposa. Ella sospecha, va a la presentación, se entera, vuelve a su casa y da inicio a la “noche de paz”. Esta obra surgió, como siempre, de algo que me pasó, que fue la muerte reciente de una perra que tuve durante 14 años y la tuve que sacrificar (hace una larga pausa y no puede contener el llanto). Es un tema que me cuesta. Me dolió mucho (quiere hablar pero no puede). Esa hija en la obra… El tema es la culpa… (se seca las lágrimas en silencio). Lo puedo escribir pero no lo puedo hablar.