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    ¡Qué noche, Teté, qué noche!

    No es broma

    Para los (seguramente pocos) que no sepan a qué alude el título de esta nota, les recuerdo que su autor es el célebre peluquero argentino Roberto Giordano, quien en sus famosos desfiles en Punta del Este en los años 90 al ver las multitudes que rodeaban en la pasarela a sus hermosas modelos, se dirigía a su coconductora, la exmodelo argentina Teté Coustarot, y mirando a los asistentes pronunciaba su famoso latiguillo.

    Pero la noche de esta columna es la Nochebuena de Fortunato y su familia, en un fin de año muy complicado y lleno de prevenciones, protocolos y limitaciones.

    Fortunato —de tapabocas obligatorio— le abre la puerta a una de las madrugadoras, la tía Noemí, que trae una torta helada para el postre.

    —Dale, pasá, ponela en la heladera y quedate en la cocina para darle una mano a mi pobre mujer, que está cocinando desde la mañana —le dijo Fortu a su hermana—. Y calzate el tapabocas arriba de la nariz, que si no es como si no lo tuvieras puesto —agregó.

    —¿Fuiste a buscar a mamá? —le dice Noemí.

    —Sí, la traje hace rato, también está en la heladera —replicó Fortunato esbozando una sonrisa.

    —¿Cómo que en la heladera? ¿Dónde está mamá?

    —No seas tarada, está en el garaje, le metí 15 grados al aire acondicionado para que esté en un ambiente fresco, libre de virus.

    La tía Noemí se fue de apuro al garaje a ver a su madre. Allí la encontró aterida, temblando como un junco.

    —¡Mamá! ¿Estás bien? —preguntó Noemí con gran preocupación—. ¡Estás violeta! ¡Vení para acá! —le dijo a la abuela, que se levantó de su silla con dificultad.

    —¡Ay, sí, nena! —dijo la anciana—, tu hermano me dijo que era más sano estar acá, pero yo estoy congelada, me va a hacer mal tanto frío, y con el tapabocas me estoy ahogando —agregó, saliendo del freezer en el que el dueño de casa había transformado el garaje de la casa.

    A esa hora ya avanzada habían llegado los dos hijos y sus respectivas novias, a quienes Fortunato les había obligado a ponerse los tapabocas y a cambiarse el calzado, tras literalmente bañarlos en alcohol en gel, y los había hecho sentar a dos metros de distancia cada uno, en unas sillas que tenían una etiqueta con el nombre de cada uno.

    —Se me quedan en esas sillas hasta que podamos pararnos para brindar a la distancia a medianoche, esperen para comer que les sirva mamá, que está preparando unos bocadillos individuales en platos descartables, que vienen con papel film transparente, lo mantienen en las faldas hasta que se los pasen a recoger cuando hayan terminado, y miren que en la mesa tienen un vaso de plástico con el nombre de cada uno pintado con drypen, no se sirvan ninguna bebida hasta que yo pase y les sirva a cada uno lo que prefiere, ¿ta? —indicó Fortunato, quien blandía una copia de las recomendaciones del GACH para la cena navideña.

    Los muchachos y sus novias tenían presumiblemente (debido al tapabocas) una cara de pocos amigos y no pronunciaban palabra. Se limitaban a obedecer las órdenes del comandante en jefe de la celebración.

    En eso llegó el tío Braulio, que es el tío piola que hay en cada familia, abrió la puerta y pronunció un estentóreo “¡Hola, familia!” sin tapabocas, sacando de una bolsa de supermercado una botella de whisky, que depositó sobre la mesa.

    Fortunato le dio a su cuñado un tapabocas que sacó de una bandeja en la que había no menos de 10 barbijos más, lo obligó a ponérselo, mientras tiraba a la basura la bolsa de plástico del súper y le pasaba un trapo con desinfectante a la botella para matarle hasta el último coronavirus que pudiera tener adherido.

    La dueña de casa apareció desde la cocina con las bandejitas descartables, debidamente cubiertas con un plástico transparente, y unas servilletitas de papel, las que iba repartiendo con sus manos enfundadas en unos guantes quirúrgicos, recomendándoles a los comensales que las abrieran con cuidado y que hicieran una pelotita con el nylon y las servilletas usadas, guardándolas cada uno en un bolsillo, ya que ella pasaría a recoger todos los desperdicios y los sobrantes cuando hubieran terminado de comer y se aprestaran para el postre.

    Todos obedecían al pie de la letra, comían sentaditos en sus sillas y bebían sus refrescos en los vasos de plástico individuales que llevaban sus nombres. Si había sonrisas, no se veían, ya que ni bien bebían un sorbo o ingerían un bocado de las bandejitas, se volvían a subir el tapabocas hasta bien arriba de la nariz, como lo ordenaba y lo vigilaba el jefe de operaciones.

    En eso la tía Noemí se fue a la cocina y trajo la torta helada, que se puso a cortar en porciones sobre la mesa del comedor y a repartir a los comensales, que iban tomando el pedazo que les tocaba. Para qué.

    —¡Me agarraste distraído! —gritó Fortunato—, ¡cómo se ve que ninguno leyó la cartilla de instrucciones del GACH, manga de anormales!

    Dicho lo cual, trajo un balde desde la cocina y obligó a todos los asistentes a tirar su pedazo de torta adentro, pasándole el alcohol en gel en chorritos a las manos de cada uno y tirando el resto de la torta adentro del mismo balde.

    —¡No se puede compartir nada así, inconscientes! —bramó—. ¡La contaminación se propaga con esta práctica salvaje de cortar y repartir, las porciones deben ser individualizadas de antemano, y vos, Noemí, además, no te pusiste los guantes quirúrgicos antes de cortar!

    Uno de los muchachos había ido al baño, y la abuela le dijo a su nieto que, cuando saliera, ella iría también al mismo sitio.

    —Esperá, mamá —dijo Fortunato—, que antes de que vayas vos tengo que desinfectar todos los aparatos y cambiar la toalla!

    En eso la dueña de casa se aproximó a Fortunato y le dijo, sacudiéndolo:

    —¡Fortu, Fortu, te dormiste una bruta siesta, despertate de una vez que en un rato empiezan a venir los invitados para la cena de Nochebuena! ¡Hay que ir a buscar a la abuela, tender la mesa y terminar de preparar la comida!

    Pero las precauciones en fija que no eran un sueño…