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    Académico pide que se prohíban las tragamonedas barriales

    En la ciudad de Canelones vivía junto a su esposa e hijo un carnicero de unos 30 años. La plata apenas le alcanzaba y completaba su sueldo vendiendo comida que cocinaba con los productos de la propia carnicería. Hace unos tres años falleció su madre y su vida cambió. Recorría a diario la calle Treinta y Tres y poco a poco comenzó a pasar sus ratos libres en un bar timbeando en las máquinas tragamonedas. Todas las tardes, después de las 18 horas, se daba una vuelta. Perdió de a cientos primero, luego de a miles. La plata ya no le alcanzaba para pagar las cuentas de su hogar. Cada día iba a trabajar, salía y perdía más dinero en las máquinas. Se quedó con los bolsillos vacíos, pero necesitaba seguir jugando. Estaba seguro de que recuperaría el dinero que se adueñó la máquina. Pidió préstamos, a sus amigos primero, al bar después y por último a un prestamista. Pero su suerte, la de cualquiera que juegue tanto tiempo, fue la misma. Perdió todo. Acumuló una deuda de US$ 3.000 que no pudo enfrentar, pero que tenía que pagar sí o sí. No tuvo mejor idea que salir a robar. Y la víctima, el propio bar al que iba. Lo rapiñó una vez. Pagó deudas y parte del botín lo volvió a timbear. Lo volvió a hacer una segunda y una tercera vez. La policía finalmente lo atrapó. Por ser primario recibió una condena leve que cumple hace tres años desde que fue trasladado a la cárcel de Santiago Vázquez, el conocido como Comcar.

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    Ese caso le viene a la mente al médico psiquiatra Oscar Coll, director del Centro de Atención de Ludópatas que funciona en el Hospital de Clínicas, cada vez que tiene que ejemplificar hasta dónde puede llegar una persona adicta al juego.

    El Hospital de Clínicas estima que unas 1.700 personas son ludópatas por consecuencia del juego en las tragamonedas barriales.

    Estos son los casos que llegan a diario al médico psiquiatra. Sus estudios indican que en Uruguay hay unas 46.000 personas que sufren por el juego. Unas 19.500 personas, equivalente al 0,9% de la población económicamente activa, padecen “juego problemático”. Y otras 25.000 han sido declaradas ludópatas. 

    Los dueños de las máquinas tragamonedas que se instalan en los barrios disputan estas cifras y aseguran que el porcentaje de ludópatas generados por sus slots es cero. Incluso, en julio y agosto de 2015 la Cámara de Operadores de Máquinas de Azar de Fabricación Uruguaya publicó comunicados cuestionando la independencia de Coll y sus estudios por ser financiados con parte del dinero que dejan las ganancias de los casinos.

    “Ellos dicen que no generan ludopatía, yo le puedo decir rotundamente que produce, sí, y que hay casos muy graves”, dijo Coll a Búsqueda.

    El académico aseguró que el poder de adicción que tienen los slots barriales es menos intenso que el de los casinos, pero tienen “una serie de trampas” que los convierten en focos “aún más peligrosos”.

    Las máquinas están en bares, lo que acerca a los jugadores al alcohol. “Está recontra probado que la mezcla de juegos de azar con bebidas alcohólicas hace que la persona pierda el control de lo que está jugando y termine perdiendo mucho más de lo que pensaba jugar. Sumado a que jugar genera adrenalina y la persona recurre al alcohol para aplacarla”, explicó el médico.

    El experto asegura que si no se ataca rápido, la estrategia de quienes instalan los slots barriales es colocar cada vez más máquinas. Búsqueda informó el jueves 1º de marzo cómo en barrios de la periferia de Montevideo y también en Canelones se han instalado salas exclusivamente de este tipo de máquinas y que superan la veintena (Búsqueda Nº 1.959). En el país hay repartidas al menos 30.000 máquinas, según el gobierno, pero el horizonte que ve Coll es que si no se actúa pueden llegar a alcanzar las 100.000.

    Hoy la actividad está en una suerte de limbo, ya que no está prohibida por ley, pero las autoridades del Ministerio de Economía sostienen que es “ilegal”. Todos los intentos de aprobar una norma para eliminarla o regularla han naufragado en el Parlamento.

    Para Coll la mejor alternativa es que el Estado prohíba los slots barriales porque tendría un impacto positivo en la salud y en la educación.

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