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Mientras por el costado de la pantalla corre una cinta de celuloide que cada tanto se detiene y muestra imágenes congeladas, una voz en off explica que Niklas Frank y Horst von Wächter, nacidos ambos en 1939, son los hijos de dos altos oficiales nazis —Hans Frank y Otto von Wächter— con intervención destacada en el exterminio de judíos en Cracovia, Polonia y en Lemberg (Lviv), Ucrania, en 1942. Philippe Sands, un abogado inglés especializado en temas de genocidio y delitos de lesa humanidad, cuya familia entera con excepción de su abuelo fue víctima de la matanza en Lemberg, hurgando en los archivos de los juicios de Nuremberg descubrió la existencia de estos dos descendientes de aquellos oficiales, los ubicó y quiso dialogar con ellos para conocer sus puntos de vista sobre el crimen cometido por sus padres. Ese encuentro entre los tres se dio en 2012, Sands lo relató en un artículo periodístico para Financial Times en 2013 y luego fue la base de What our fathers did: a nazi legacy(Lo que hicieron nuestros padres: un legado nazi; Gran Bretaña, 2015), producido por la BBC con guion del propio Sands y dirección de David Evans, colgado recientemente en Netflix.
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La tarjeta de presentación de esos dos hombres impacta por su brutal contraste. Horst von Wächter recibe a Sands en el venido a menos castillo de Haggenberg, Austria. Allí, en ambientes helados y despoblados de muebles, repasa los álbumes de fotos de familia donde su padre aparece con Hitler y con Himmler y recuerda cómo ascendió y fue reconocido dentro del régimen por haber sido figura clave en el asesinato del canciller austríaco en 1934. Su padre Otto fue designado gobernador de Cracovia (Polonia) primero y luego del distrito de Galitzia (Ucrania). Admite que sus padres eran perfectos nazis pero agrega con candorosa convicción que su progenitor era un hombre bueno y decente, que siempre quiso hacer el bien y que su madre siempre lo defendió. El relato es salpicado por numerosas fotos y videos familiares donde se ve a Horst interactuando como un niño feliz junto a sus padres y hermanos, mientras suena el maravilloso adagio de la Sonata para piano “Patética”, de Beethoven. De pronto cesa la música y su rostro se transforma al evocar el último recuerdo nítido de su infancia en 1945, el día en que cumplía seis años y empezaba a derrumbársele lo que hoy llama “la normalidad”, que era ni más ni menos que su vida ordenada y feliz. Horst se quiebra recordando cómo ese día los aviones americanos e ingleses arrojaban bombas en el lago y su casa temblaba. Otto von Wächter nunca fue juzgado en Nuremberg porque escapó de Austria y protegido por el obispo austríaco Alois Hudal se refugió en Roma, donde murió de una afección renal en 1949.
En el otro extremo intelectual y emocional aparece Niklas Frank, hijo de Hans Frank, quien fuera abogado personal de Hitler, luego gobernador de la Polonia ocupada y, en este rol, superior jerárquico de Otto von Wächter, el padre de Horst, que gobernaba en Cracovia y Galitzia. Hans y Otto trabajaron juntos, las familias eran amigas —hay fotos de reuniones conjuntas— y esa amistad ha continuada en los hijos Niklas y Horst. Pero las diferencias empiezan a brotar cuando Niklas confiesa que execra la figura de su padre por todo lo que hizo. Dice que la relación afectiva con él era gélida; recuerda solo un gesto aislado de cariño de su padre hacia él en toda su infancia. Esa frialdad se fundaba en la sospecha de que Niklas no era hijo suyo sino de un amante de su mujer. El matrimonio Frank se llevaba muy mal; su padre quería divorciarse y Hitler le prohibió hacerlo hasta después de que terminara la guerra. Con su madre la relación era superficial: “Todo lo que tengo de humano vino de Hilde (la empleada que lo crió) y no de mi madre”. Niklas recuerda que en una visita al gueto, Hilde lo rezongó por haberles sacado la lengua a los niños que allí vivían. Mientras lo cuenta, desfilan imágenes inéditas de una filmación realizada por Hans Frank alrededor de 1940: varios niños sonrientes en el gueto de Cracovia se acercan a la cámara. Entre ellos una niña vestida de rojo, única mancha de color en el blanco y negro de la película. Un testimonio conmovedor de la inocencia feliz de esos niños que ignoraban la tragedia próxima. Y una mágica coincidencia con lo que muchos años después haría Steven Spielberg con la niña de rojo en La lista de Schindler. Hans Frank fue capturado, juzgado en Nuremberg y colgado en la horca el 16 de octubre de 1946. Niklas guarda consigo una foto de su padre muerto, recién ejecutado, para asegurarse de que bien muerto está.
Entre estas dos antípodas se mueve Sands, que además de abogado, investigador y guionista no es ajeno al Holocausto: “Si mi abuelo no hubiera escapado del gueto y la matanza en Lemberg, yo hoy no estaría aquí”. Mientras lo dice, aparece fugazmente la foto de Sands joven en la fiesta de su casamiento, posando con su esposa junto al abuelo sobreviviente.
Los movimientos de Sands no son, naturalmente, neutrales. Él y Frank tratarán en vano durante toda la película de convencer a Horst de su error en la apreciación de la responsabilidad paterna en el Holocausto. Esa insistencia se topará contra un muro en esencia afectivo: Von Wachter atesora el recuerdo entrañable de su padre, está convencido de que era un hombre bueno y lo defiende diciendo que no pudo escapar al sistema y seguramente pensaba que otros en su lugar habrían hecho algo peor. Con la mirada perdida, dice: “Hoy no nos podemos imaginar lo que era vivir en aquel sistema”. Los argumentos de Von Wächter no suenan razonables frente a esa voz de la conciencia en que se transforman Frank y Sands, abrumándolo con más y más pruebas.
La cámara se aproxima y aleja de los tres hombres, se desplaza en círculos alrededor, se acerca a primeros planos, capta silencios, suspiros y reacciones con un grado de intimidad a veces hasta incómodo. Las locaciones refuerzan muchas veces esa tensión: una sala de conferencias en Londres donde ventilan sus opiniones frente al público; el cuarto de baño de un castillo donde Niklas recuerda el único gesto cariñoso de su padre; el Parlamento de Galitzia donde Niklas lee en voz alta el tenebroso discurso que en el mismo lugar pronunció su padre mofándose del exterminio; una sinagoga en Zolkiew, cerca de Lemberg, adonde concurría la familia de Sands; a pocas cuadras de allí la arenera, hoy cubierta de pasto, donde el 25 de marzo de 1943 enterraron a 3.500 judíos después de pegarle a cada uno un balazo en la cabeza, y donde aún hoy están intocados los restos allí sepultados.
El documental se constituye en una suerte de visor de la fragilidad de la condición humana, y termina rescatando la esencial humanidad de sus tres personajes: la compulsión a hurgar la verdad sobre la mitad desaparecida de su familia que lleva a Sands a encontrar estos testimonios conmovedores. La santa indignación de Niklas Frank por los crímenes de su padre y su desvalimiento final al repasar sus últimos momentos antes de ser ejecutado. Y la mirada filial, compasiva, de Horst von Wächter, pese a todo, en una demostración de que hay razones que el corazón no entiende.