En el panel central, una multitud de hombres y mujeres desnudos están en un campo, en un río y en un lago artificial bañándose, con animales reales y mitológicos. Hombres y mujeres al aire libre, que salen de extrañas esferas o de un molusco, que comen los frutos de la pasión, viajan sobre pájaros gigantes, montan a caballo o sobre cerdos. Hombres y mujeres librados al impulso del sexo. Blancos y verdes más tenues y suaves contrastan con rosados y celestes más filosos y puntiagudos. Es un día soleado, sin sombra. Como si fuese Woodstock pero en el siglo XV. Donde se mire, los detalles son microhistorias demenciales, impactantes.
A la izquierda, un panel más pequeño nos muestra a Adán y Eva en un paraíso alucinógeno: elefantes, bichos imposibles, aves mutantes, una fuente espigada como una nave espacial, rocas naranjas y azuladas que podrían ser monumentos a la locura o construcciones extraterrestres. A la derecha, el panel del infierno, con batallas aéreas, ejércitos del mal, fuego, reflectores, sonido del fin del mundo, insectos y aves que devoran cuerpos humanos, monstruosas criaturas con escafandra, una locura imposible de clasificar, imposible de agotar con interpretaciones. La imaginación y el efecto onírico en su máxima expresión. Es el tríptico El jardín de las delicias, de El Bosco, un óleo sobre tablas fechado a fines del siglo XV o comienzos del XVI, una de las obras más importantes de la historia de la pintura y seguramente la más valiosa del artista holandés.
Los críticos y especialistas lo han llamado un cuadro para “entrar en conversación”: el observador se detiene ante ese mundo y opina, intercambia ideas, especula, divaga, desata la imaginación, desvaría. El Bosco ya era un pintor célebre y exitoso cuando recibió este encargo por parte del conde Henry III de Nassau. El conde lo tuvo colgado en su castillo de Bruselas, donde daba fiestas y recibía a la nobleza, al clero y a la burguesía acomodada. Es muy probable que ya en ese entonces, en alguna de esas fiestas, tres curiosos invitados, digamos una cortesana, un obispo y un duque, se hayan detenido ante la pintura con una copa en la mano y sin temor se hayan lanzado al ruedo de la interpretación:
—No olvidemos las enfermedades que ahora nos llegan del Nuevo Mundo.
—Dicen que en el centro del bosque hay unos frutos color rubí que si se muelen inmediatamente después de la lluvia y se mezclan con vino, pueden provocar semejantes visiones.
—Dios nos libre y guarde.
En una de tales fiestas (me inclino a pensar que eran pasadas de rosca), El jardín de las delicias fue registrado para la historia por primera vez. En 1517, Antonio de Beatis, que era parte del séquito de viaje del cardenal Luis de Aragón, lo que hoy llamaríamos un groupie, queda sorprendido por un cuadro que contiene “diversas bizarrías… mares, cielos, bosques… personajes que defecan grullas y muchas otras cosas”. De Beatis debe sentarse y soportar el vértigo que le causa la percepción de la obra. Le recuerda cuando él era un niño y veía a su hermana mayor jugar desnuda en el establo. Pero también cree que esas imágenes pasaron fugazmente por su cabeza en el último desmayo que tuvo en el confesionario, con aquellas gárgolas aladas que bajaban de las alturas.
Felipe II también entra en conversación. Es el fan número uno del sublime pintor holandés con destreza para estampar la fiebre delirante, o para captar con un trazo las rarezas de los habitantes de la Borgoña. Felipe tiene obras del Bosco y también las cuelga en su habitación. Las disfruta desde la cama. Compra El jardín de las delicias en 1593. Es su pantalla diabólica, la fábrica de imágenes para que los reyes sueñen mejor y de un modo más colorido. Felipe ha estado en diversas gestas épicas, ha visto ejércitos entrar en ciudades y también ha visto el rostro de fascinación y miedo de los pobladores, pero lo que queda al final del día, cuando la luz natural cede ante las velas, es El Bosco y su maldito cuadro, una pieza encantada que por primera vez anuncia que el infierno puede ser un espectáculo maravilloso. Felipe irá al cielo, pero si le toca el infierno, que sea el de su artista favorito.
Los monarcas mueren, las obras quedan y el mundo onírico cobra aún más fuerza. La pintura entra en conversación con el resto del patrimonio del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Un funcionario la clasifica como “una tabla al óleo, cifrada con diversos disparates, de Hierónimo Bosco”. Y le pone nombre: El jardín de las delicias. Las mujeres y hombres pecadores y los pequeños demonios del Bosco viven en El Escorial, dan vueltas alrededor de las criptas e inundan los pasillos del imponente edificio, hasta el siglo XX, donde deben volver a cambiar de casa. Para evitar los posible daños de la Guerra Civil española, el tríptico viaja a Madrid, al Museo Nacional del Prado, donde hoy vive y sorprende a miles de visitantes diarios. Precisamente para conmemorar el V centenario de la muerte del Bosco, ocurrida en agosto de 1516, el museo madrileño exhibe hasta el 11 de setiembre una muestra con varias de sus obras, donde destaca este jardín de imágenes que se bifurcan.
Es poco lo que realmente se sabe del artista, y eso alimenta aún más el misterio de su pintura. Nació en 1450 como Jheronimus van Aken, en Hertogenbosch (de donde toma por iniciativa propia su apellido, que remite a “bosque”), en el norte del ducado de Brabante, parte de la Borgoña (hoy Países Bajos), una zona rica en agricultura y conocida por su industria textil. Se sabe que su abuelo, su padre y sus tíos fueron pintores. Se casó con Aleyt Goyaerts van den Meervenne, de muy buena posición social, y no tuvieron hijos. Digamos que estaba metido en su taller pintando día y noche. Y también tenía gran cantidad de discípulos y seguidores e imitadores, fenómeno que ocasiona hasta el día de hoy disputas entre los especialistas y casi ninguna unanimidad sobre la autoría de la gran mayoría de sus obras. De todos modos, hay tres que no se discuten para la Bosch Research and Conservation Project: La adoración de los Reyes Magos, El carro de heno y El jardín de las delicias, todas del acervo permanente del Prado. Cristo con la cruz a cuestas, hasta el momento un famoso óleo con rostros grotescos, demenciales, de cómic, que se atribuía al Bosco y se exhibe en el Museo de Bellas Artes de Gante, ahora ya no es de su autoría, según los especialistas. Y lo mismo para la Mesa de los pecados capitales, que también está en el Prado. Es como si el holandés entrara y saliera de la legalidad.
Dicen que nunca se movió de su pueblo fortificado, de sus calles y de sus plazas. Que el motor era su imaginación, y cuando uno es dueño de semejante nave, no es preciso viajar. Y que un gran incendio ocurrido en 1463, que devoró más de 4.000 casas, disparó siendo un adolescente su eléctrico pensamiento. El fuego saltando de choza en choza, encendiendo las maderas y la paja, arrasando hogares, gente, animales, bosques. Y de esas llamas que se reflejan en sus ojos asombrados que parecen no tener párpados, el adolescente ya vislumbra los ejércitos de la noche que pintará, los insectos con piernas humanas, los peces con armaduras y espadas, los roedores que llevan a cuestas madres cadavéricas con niños momificados, los hombres con embudos en la cabeza, las aves fuera de escala, las torres y los edificios de piedra que se ven al fondo de sus cuadros y no tienen ningún correlato con la realidad y solo pertenecen a su particularísimo universo, un universo anterior a la Revolución francesa, a Poe, al marxismo, a Freud y a la interpretación de los sueños, al surrealismo y a la psicodelia, a Bradbury, Ballard, Cronenberg y a cualquier teoría que pretenda reducir las imágenes a una explicación. No, al Bosco no lo agarra nadie.
También dicen que Felipe el Hermoso, por aquel entonces amo de gran parte del suelo europeo, le encargó un Juicio Final, un cuadro que al mirarlo diera al mismo tiempo fascinación y miedo. No faltan los eruditos que sostienen la gran humorada que se levanta detrás de la pintura del Bosco, el gran inventor de monstruos y grillos implacables. Es posible que Felipe se riera frente a la imaginación desbordada del holandés, pero también es posible que le temiera, porque sus manos y sus pinceles engendraban criaturas que en algún lugar, en algún nivel, en alguna dimensión, se hacen sentir.
Por supuesto, los motivos religiosos siempre están presentes. En particular, los santos: san Juan Evangelista, san Antonio, san Jerónimo, san Cristóbal, unos aventureros de las escrituras, unos ermitaños que cargan al Niño Jesús, se tientan con la carne, alucinan, sufren y buscan comprender la palabra de Dios. A su lado, más insectos con cabeza humana, casco y lentes. Donde está la palabra, también está la náusea.
El Bosco era miembro de la cofradía Nuestra Señora, de carácter piadoso y asistencial. La iglesia de su pueblo debería tener para él un lugar reservado en la primera fila (por aquí, señor, déjeme pasar un trapito a su asiento). Y le gustaba incluir las tradiciones y los proverbios en sus pinturas, un modo de acercar las raíces populares del folclore flamenco. “El mundo es un carro de heno, del que cada uno toma lo que puede”. Y allí está el tríptico El carro de heno, con sus ángeles en la cima y los mortales y los peces e insectos peleando en el llano.
El día del primer encuentro con los alienígenas, dentro de algún tiempo, volveremos a resignificar una vez más la pintura del Bosco.