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    Argentina 2023: entre Amarcord y La naranja mecánica

    Nº 2249 - 2 al 8 de Noviembre de 2023

    Julio Lamas, el notable entrenador de básquet argentino, siempre cuenta que uno de los motivos por los que Manu Ginobili llegó a ser un gigante en la NBA es porque tenía la capacidad de pensar cuando estaba muy enojado. Hoy los argentinos estamos muy enojados, y con mucha razón, pero cambiamos pensar por sentir y nos convertimos en hinchas en lugar de ciudadanos.

    Lunes 23 de octubre. Día después de las elecciones. Mi celular desde muy temprano vibra con una ráfaga de mensajes (una semana después continúa la sucesión indiscriminada de mensajes con sentimientos explosivos, adornados con videos editados, con explicaciones imposibles, con mensajes fatalistas y apocalípticos que solo tienen en común la voracidad, la repetición sin mediación de un contenido homofílico y la desesperación). Leo uno que dice que los argentinos padecen del síndrome de Estocolmo y otro, haciendo referencia al resultado del escrutinio en Uruguay (ganó Massa, seguido de cerca por Milei y Bullrich en ese orden), que decía que definitivamente la Argentina no tenía salvación. Todo esto dentro de un contexto de todo o nada instalado en la opinión pública de una sociedad que está tan enojada como agotada. Es oportuno recordar que, una vez más, estas elecciones fueron declaradas por políticos, medios, repetidores de café y grupos de redes sociales como las más importantes de la historia moderna argentina, diagnóstico que por supuesto no comparto. Esa sentencia tiene más que ver con la precarización de la oferta política y los formatos de los grandes medios de comunicación, que tienden a algo más cercano con el marketing, que con el análisis de una realidad cada día más fragmentada y en apariencia inconexa.

    A veces creo que en Argentina necesitamos escenarios apocalípticos y adrenalínicos para respirar. Solo recordando las elecciones que viví, aparecen por ejemplo la de 1973, donde el peronismo sin Perón dejó de estar proscripto (decreto de 1956 que inhabilitó a desempeñarse en cargos públicos a quienes representen al peronismo), que con la fórmula Cámpora-Solano Lima arrasó en medio de una sociedad cooptada por la violencia y las muertes del gobierno militar que se retiraba por un tiempo. Pero, también, por movimientos terroristas o revolucionarios, de acuerdo a quien escriba la historia, que casi terminan en una guerra civil por luchas intestinas del peronismo que entre tantas otras cosas dejó 13 muertos, ocho torturados y más de 356 heridos, en lo que se conoce como la Masacre de Ezeiza, el día que Perón regresaba del exilio con más de 2 millones de personas que lo esperaban. Luego de 49 días de gobierno renunció Cámpora, y con el peronismo de izquierda enfrentado al peronismo de derecha y a la Triple A, la fórmula Perón-Perón arrasa en las nuevas elecciones y a partir de ahí todo es historia hasta las elecciones de 1983, las de la vuelta a la democracia, también marcadas por el horror y la sangre de la dictadura militar que mató, torturó, desapareció personas de a miles y que culminó con una guerra, la de Malvinas, donde centenares de soldados adolescentes fallecieron.

    En simultáneo, los movimientos subversivos asesinaron a más de 700 personas, en un país donde los secuestros eran moneda corriente. En ese contexto gana Raúl Alfonsín, el hombre que nos hizo entender que los problemas de una sociedad se resuelven con la Constitución en la mano. Y una década después llegaron las elecciones ganadas por Néstor Kirchner, luego del derrumbe del gobierno de Fernando de la Rúa, con decenas de muertos en la calle, con el dinero virtual de la gente blindado y bloqueado en los bancos, y donde el grito de “que se vayan todos”, en medio de colas infinitas en busca de comida, canjes y de rescatar algún peso, incendiaba Argentina. Antes Eduardo Duhalde había funcionado como el paragolpes, en un contexto brutal. Y qué decir de las legislativas del 2013, cuando Sergio Massa se abre del kirchnerismo, derrota a su exespacio e impide lo que se suponía ocurriría si ganaba el oficialismo: una reforma constitucional que permitiese la rerreelección de Cristina. Y las del 2015, cuando luego de tres gobiernos consecutivos del matrimonio Kirchner Mauricio Macri los derrotó, obedeciendo a la presidenta, que en más de una oportunidad recomendaba a la oposición que hiciese un partido y ganase; es lo que hizo Macri.

    Por eso, decir que estas son las más importantes me cuesta. No son las más importantes, pero en un país con los índices de pobreza actuales de Argentina, la economía detonada, la falta total de liderazgo y la credibilidad política en un mundo cada día más peligroso e inestable es cierto que son elecciones delicadas, muy delicadas.

    Volviendo a los mensajes de WhatsApp que recibí, y pensándolos cronológicamente, empiezo por el que me reenviaba un texto que decía que los argentinos padecíamos del síndrome de Estocolmo. Varias acepciones para interpretarlo.

    La más importante es que la sociedad argentina ha sido secuestrada por el peronismo y que nos enamoramos de nuestro secuestrador. Y la respuesta es “sí”. Sí, porque a la sociedad argentina le fascina el peronismo, para amarlo u odiarlo. El peronismo es la forma de ser del argentino como sociedad en relación con la política, esa que construye líderes patriarcales, carismáticos, autosuficientes, cuya única fidelidad es con la continuidad de ellos mismos. Alfonsín fue la excepción y pagó caro ese pecado. Pero en el mensaje está implícito que esta característica representa exclusivamente a Massa, y aquí el grave error. Patricia Bullrich, la elegida por Mauricio Macri para derrotar a Rodríguez Larreta y continuar su hegemonía dentro del partido, fue peronista, militante y montonera (su ahora colega de ruta Milei la definió como montonera asesina). El mismo Milei anticasta contó dentro de sus filas con el aparato sindical peronista de Barrionuevo, sociedad que se rompió cuando el libertario acordó con Macri y el líder gremial gastronómico lo abandonó. Parte de su equipo económico proviene del menemismo, que si mal no recuerdo también era peronista.

    Si la suposición es que estamos presos del kirchnerismo, creo que alcanza con leer la historia reciente de Massa y recordar que es la segunda elección consecutiva que Cristina Fernández debe recurrir a exenemigos liberales que no son de su riñón para salvar su proyecto nacional y popular: un ex-Cavallo (Alberto Fernández) y un ex-Ucede (Sergio Massa). Del kirchnerismo solo queda Kicilloff en la provincia de Buenos Aires, el cementerio de los elefantes del que casi nadie habla.

    Si la presunción es que Massa representa con exclusividad a la clase política recalcitrante y corrupta, incurriríamos en un error, porque alcanza con leer las listas para comprobar que esa clase se encuentra muy representada en todos lados. La forma en la que Macri acordó con Milei, su nueva alianza, es una muestra clara de que las decisiones unipersonales y la elección a dedo no son vicios excluyentes del peronismo. Macri y el Pro han hecho abuso de estas formas durante sus gobiernos, internalizándolas hasta las últimas y peores consecuencias, es decir, adoptando no solo ministros y cuadros peronistas, sino también sus formas.

    Y el mensaje, muy argentino por cierto, ese que decía que no tenemos salvación, es quizás más complicado, porque expresa en su raíz todo lo irracional, es decir, todo lo que se vive en la Argentina en este momento con estas elecciones. Era un mensaje de espanto por el inexplicable triunfo de Massa, que obligaba a tomar partido con enorme tristeza y resignación por un candidato imposible.

    No recibí mensajes de gente cercana al kirchnerismo. Creo yo que es porque, por un lado, temen que no sea verdad, y que si se recurre al VAR se anule la elección. Por otra parte, me parece que no existen las herramientas gramaticales necesarias que le permitan a un kirchnerista justificar que su vida política depende de Massa.

    Estas elecciones están definidas, ahora sí como ninguna otra, por impulsos emocionales, bajo el signo del horror y el rechazo llevados a niveles de paroxismo jamás vistos, por un rival que es un enemigo acérrimo y por una leve dosis de intuición, todo al ritmo de copetes, X (ex-Twitter), imágenes, reenvíos de audios cargados de sentimientos, vacíos de contenidos, y tendientes a reforzar, confirmar o justificar una contienda que en esta oportunidad ya no se manifiesta como un voto al menos malo, como solía ocurrir con los que no formaban parte del kirchnerismo o del macrismo, que votaban contra el peor de lo males.

    Estas elecciones no admiten debates, explicaciones, razonamientos, sino la voluntad de imponer la propia postura que denigre de manera impiadosa al otro. Es una trampa, porque la única que paga las consecuencias de este estado de nervios y agresión es la misma sociedad, ya que para nuestros políticos siempre existe una vía de escape, de “yo no dije lo que dije y vos no hiciste lo que yo dije que hiciste”, como vimos con Milei y Bullrich ahora, pero sin olvidar que repiten lo que Cristina y Alberto primero y Cristina y Massa después. Las formas del peronismo atraviesan a ambas listas, algo así como un “yo no fui” o un “acá no pasó nada”.

    Y estas elecciones también están marcadas por algo cercano a una intuición, leve, esa que nos dice: “Massa va a traicionar a Cristina como hizo Menem antes con otros, y Milei-Macri se van a moderar apenas asuman y también serán Menem”, como escribió en este semanario hace una semana Ezequiel Burgo.

    La realidad es que en términos económicos Argentina se volcó definitivamente a la derecha, con matices diversos, quizás, y lo que se vota son modos para llevar adelante ajustes, reformas y otras yerbas dolorosas.

    Estas elecciones son un sentimiento, como se canta en los estadios de fútbol, un sentimiento adolescente y un acto de fe, es decir, el argumento de lo que no se ve y la sustancia de lo que se espera, razonados como una intuición, siguiendo la definición de San Pablo.

    No podemos entender la política argentina de manera fraccionada sino como un todo, siguiendo los postulados de físicos como Schrödinger y Bell, que nos dicen, entre otras cosas, que se puede saber todo de todo en un sistema dado y no saber nada definitivo de las partes que lo componen. O, como decía otro físico, que los sistemas cuánticos correlacionados no pueden ser divididos ni siquiera a través del pensamiento. Lo mismo aplica para nuestra forma de vivir la política, solo podemos aproximarnos a una explicación del todo, mucho más cuando estamos muy enojados.

    Cansado de leer, escuchar y escuchar tanto posteo estéril, repetido hasta el hartazgo en sus distintas variaciones, aunque cada uno sea siempre igual a sí mismo, busco refugio en los extraordinarios monólogos de Tato Bores, esos que hasta en los momentos más oscuros de la Argentina eran permitidos, y comprendo que hoy serían imposibles, porque además del enojo y el agotamiento los argentinos agotamos nuestras reservas de ironía y humor, que son el único antídoto contra el fanatismo.

    Cuánta falta nos hace la mirada periférica y provinciana de Federico Fellini o de Stanley Kubrick para retratar este momento a través una obra de arte que se meta en el ADN de la sociedad sin que nos demos cuenta, como el caballo de Troya de Virgilio, y que con el tiempo nos sirva de espejo.