Dadas sus claras simpatías filo-comunistas, expresadas abiertamente al llegar al país, la prensa de entonces bromeaba con un caso parecido, y se comentaba que si Hernán Antonio Calvo Sánchez era “el caballero de la derecha”, Walter Salomón Correa Barboza, o sea Héctor Amodio Pérez, era “el caballero de la izquierda”.
Amodio se alojó en el Sheraton para presentar un polémico libro en el que pretendía aclarar su historia, despegándose del mote de “traidor” con el que sus antiguos compañeros de lucha armada, los tupamaros, lo habían etiquetado, y al terminar la conferencia de prensa en la que se presentó su obra, lo estaban esperando los actuarios de cinco juzgados, citándolo a declarar en otras tantas causas que le habían sido iniciadas anteriormente, algunas 30 años atrás, y otras 30 minutos antes del cierre de la presentación del libro.
En los días siguientes, el país entero se volcó a las andanzas y declaraciones judiciales del polémico personaje, olvidando por completo algunos otros temas que hasta entonces habían acaparado la opinión pública, como la investigadora por las irregularidades en Ancap, la golpiza de menores infractores por parte del Joselo López y su Barakutanga, y los paros de protesta del PIT-CNT para que el Uruguay rechazara la adhesión al TISA, y a otras barbaries neoliberales que precipitarían al país a los abismos capitalistas.
Pero lo curioso del caso es que la transcripción textual de los careos entre el octogenario Amodio y ancianos policías, viejos militares y gerontes tupamaros, estaba lejos de ser de comprensión normal por el ciudadano común. De algunos de los expedientes extraemos estos diálogos, que ejemplifican lo antedicho.
—“Diga el señor Amodio si conoce al sargento Braulio Lapicana, aquí presente”.
—“Nunca vi a este señor, ni sé quién es. Se parece a un primo mío que vivía en Barcelona, pero murió hace años”.
—“No te hagas el gil, Amodio, que vos me ayudabas a sumergirle la cabeza en el submarino a Marenales, a ver si hacés memoria”.
—“Yo nunca anduve en submarino, llegué aquí en avión, y mañana mismo me voy para España, y nunca viví en la calle Arenales, que además es en Buenos Aires… Acá había una que se llamaba Arenal Grande, pero creo que ya no existe más”.
A medida que pasaban los meses, y los protagonistas de las acciones en curso, Amodio, los tupas y los militares iban envejeciendo, los diálogos en los careos se volvían más patéticos.
—“Me vas a decir que no te acordás de mí, soy el Ñato Fernández Huidobro, pelotudo de mierda, ¿cómo era que te llamabas?, Custodio, no, perá, Parodio, no, carajo, ¡Amodio!, eso, vo, Amodio, vos me delataste…”.
—“No conozco a este barbudo sucio y medio mamado que me habla, señora jueza, y no le escucho bien lo que me dice, ¿es un sin techo que entró a pedir limosna? Se llama Hernández no sé qué, y usa palabrotas, yo no le responderé a nada, vaya sabiendo”.
Amodio para entonces ya había perdido el apoyo financiero de la editorial que lo había traído al Uruguay, y debió mudarse del Sheraton a la pensión “La Piecita del Fondo”, en el barrio de La Aguada, y cada vez le era más difícil subsistir, pero no podía alejarse del país porque seguía emplazado por innumerables juicios.
Para generarse algunos fondos, montó un espectáculo de “stand-up” en un sótano artístico de alternativa llamado “Undertoopa”, y su show se llamaba “La Tatucera Traidora”. Desgranaba viejos recuerdos intercalándolos con chistes muy malos, («cuando yo me mamaba me venía hipo, y decía hic, hic, el más burro se llama Sendic») lo que hizo que el espectáculo fracasara en poco tiempo.
En el verano siguiente instaló en el Parque Rodó un puesto ambulante de entretenimiento, bajo un cartel que decía “Pegale a Amodio y subite al Podio”. La gente compraba tickets por tres pelotas de goma, que le arrojaban a su cabeza rapada, y él se movía de un lado al otro para evitar que le pegaran. Cuando no lograba esquivar un pelotazo y le reventaban la pelada de un golpe, él entregaba pequeños premios de recompensa, como chupetines, estampitas de San Expedito (que le había regalado el párroco de esa capilla), y caramelos de dulce de leche.
Terminado el verano, y para ganarse la vida a como diera lugar, se volvió la mascota del equipo de Villa Teresa, y salía a la cancha disfrazado de mulita gigante con un cartel que lo identificaba como “El Tatú Cero”. Los dirigentes del club le entregaban en consignación camisetas del equipo, que él vendía reteniendo una comisión del 20%.
Otro verano, un circo brasilero de visita por el Uruguay lo recogió y lo llevó de gira por el interior del país. Lo exhibían en una jaula que tenía encima un cartel que decía “El que Nunca fue Enjaulado”. Le daban de comer y lo hacían dormir en la carreta de los payasos, y la gente que lo iba a ver le tiraba caramelos y golosinas, que complementaban su magra dieta.
Estuvo años alojado en el Piñeyro del Campo, desde donde salía a declarar a los juzgados, y volvía a recluirse en su piecita.
Finalmente prescribieron todas las acciones en su contra, y se le avisó hace unos días que podría regresar a España, desde donde había venido años antes.
Cuando un periodista lo vio salir del último juzgado y le preguntó cuál era la razón por la que había venido de viaje al Uruguay, después de consultar a su interlocutor si era realmente el Uruguay el país donde estaba, respondió “si le soy sincero, la verdad es que no me acuerdo…”.