Era lento en el trabajo. Se plantaba ante su caballete con un overol de vidriero salpicado de pintura, debajo una camisa y una corbata que siempre terminaban arrugadas, y los zapatos viejos. Podía deambular por su taller largo rato sin pintar y luego bajar al jardín y sentarse a meditar. El cielo de última hora de la tarde, el cansino movimiento de los árboles, un gato que se rasca, un tren a lo lejos. Y de pronto, como impulsado por un resorte, se incorporaba y subía corriendo de vuelta a su taller para empuñar el pincel. Dos, tres, cuatro pinceladas, un sutil cambio de tono, quizá un azul cobalto o un verde esmeralda. Y nada más. De nuevo la contemplación. El ojo y el cerebro deben organizar las sensaciones. Hay que saber leer la naturaleza. Hay que saber modular. Y sobre todo esperar y sufrir el tormento de los cambios de luz, captar el maldito secreto que encierran los colores. Toda la belleza que hay afuera y esa necesidad de captarla. “¡Es espantosa la vida!”, decía un irritado Paul Cézanne, cuyo arte y soledad casi monástica, ajena a toda idea del éxito, fueron ejemplo para muchos pintores. “Es inevitable que le consideremos el inicio del arte moderno, por eso en la disposición actual del Museo de Arte Moderno de Nueva York ya en la primera sala encontramos, entrando a la izquierda, una obra de Gauguin y tres de Seurat y, de frente y a la derecha, en mucho mayor número, media docena de obras de Cézanne”, dice Julian Barnes en su libro de ensayos Con los ojos bien abiertos (Anagrama, 2018). Cézanne, que decidió ser pintor en contra de los deseos de su padre (un sombrerero y banquero adinerado), que fue rechazado en el Salón de París, que logró su primera exposición individual cuando tenía 56 años, que amaba tanto la armonía de las cosas como la amistad, que escuchaba a Weber y leía a Flaubert y a Racine y admiraba a Delacroix y a Rubens, hoy es uno de los principales artistas en los museos más importantes del mundo.
Odiaba que su modelo se moviera. No se lo aceptaba ni siquiera a su mujer, que debía permanecer durante horas como una estatua. El ser humano estrictamente como un objeto, igual que una pera o una manzana. El ser humano como una naturaleza muerta. “Yo pinto una cabeza como si fuera una puerta”, dijo alguna vez. “Uno no pinta almas: pinta cuerpos”. Y allí están esos maravillosos retratos (o puertas), la vieja señora con un rosario a punto de romperse por la fuerza de sus manos, que tiran en la dirección opuesta como dos caballos desbocados; la mujer de azul con la cafetera, que parece tener la paciencia de un patovica a punto de levantarse y partirte la cara; el sombrío Ambroise Vollard, marchante del pintor, que según recuerda Barnes, compró un Cézanne a un cliente por 300 francos e inmediatamente lo revendió a otro por 7.500. Una vieja historia: el artista y el que vende los cuadros del artista, también conocido como el galerista emprendedor. O mejor aún: el zángano.
Para su serie de autorretratos suponemos que el modelo Cézanne era paciente con el pintor Cézanne. Mantenga esa paleta sostenida, señor. Conserve el mismo ángulo de su cabeza, de lo contrario ese amarillo de Nápoles que aterriza en su calvicie cambiará. Caramba, ahora se ha generado un blanco que debemos atender en su barba, no se mueva. Esa mirada, esos pelos, qué cara de loco. En fin, no es su alma: es su cabeza, un objeto como cualquier otro.
Pero es justamente con sus peras y manzanas, con sus bodegones de frutas que este pintor nacido en Aix-en-Provence en 1839 hace la diferencia. Esas peras y manzanas que le dan a Woody Allen once motivos para vivir en Manhattan. Esas manzanas que podían tener sobre el rojo o el verde o el amarillo una pizca de tierra de Siena o de laca quemada. En esa pizca a un pintor se le va la vida. Esas manzanas que son un mundo, que como toda la obra de Cézanne están hechas de formas que existen por sus formas vecinas y que parecen un parpadeo perpetuo. Allí estaban cifradas sus esperanzas como pintor y así lo dijo: “Yo quiero aturdir a París con una manzana”.
Si lo agarraban en un mal día era irascible, un bicho. Una vez alguien, un crítico, un pintor, tal vez un admirador a secas, preguntó por Cézanne en la panadería. Luego en la calle a unos conocidos. En cierto momento, entre la gente, alguien se hizo notar dando un paso adelante y arrojando de mal humor al piso su gorra y su bufanda:
—¿¡Quiere a Cézanne!? ¡Aquí lo tiene! ¿¡Para qué lo quiere!?
Sus frutas podían estar acompañadas por una tetera o un azucarero, que para el pintor poseían la misma reverberación existencial y la misma fuerza inspiradora que un rostro. Podían descansar sobre un paño o en un plato inclinado, exhibiendo el peso del mundo, como en Bodegón con jarra de leche y fruta, o con esa tela azulada que se extiende más allá de la mesa y llega hasta la pared, más que tela sería el telón que se ha descorrido de una obra que muestra a sus protagonistas exclusivas, las frutas (aplausos), como en Bodegón con manzanas y melocotones. Ambos óleos están en la National Gallery of Art de Washington.
“Quiero decir que en una naranja como en una manzana, en una bola como en una cabeza, hay un punto culminante, y ese punto es siempre el más próximo a nuestro ojo”, afirma este pintor que colocaba un sombrero negro y un pañuelo blanco cerca de su modelo para tener una escala referencial. Ya sean manzanas, cabezas o sencillamente calaveras, lo que importa es el color, que siempre es biológico.
Existe una película, Cézanne y yo (2016), de Danièle Thompson, que habla de la relación entre el pintor y su amigo Émile Zola, hasta que se pelearon; del pintor y su padre; del pintor y sus mujeres; de los cuadros que le rechazaron una y otra vez; de su forma de ver el arte y la vida. No es gran cosa, pero debemos considerarla como si fuéramos de pícnic con el artista. Charcutería, queso, pan y por supuesto vinos. Y frutas sobre el mantel, si no es para comerlas, al menos para verlas mientras Cézanne nos habla y se fastidia con los otros pintores y los críticos y los embusteros y los imbéciles.
Sus obsesiones: volver una y otra vez sobre el objeto elegido. Por ejemplo, la serie de los bañistas. De un lado y del otro, mujeres y hombres desnudos. Los cuerpos completamente alejados de cualquier idea de sensualismo. Solo frutos del paisaje, que han caído de un árbol. Una aglomeración de átomos o de aminoácidos mayores expuestos a la luz. Los trazos del artista los percibimos como una llovizna, en pequeñísimos conjuntos o “bloquecitos”, como le dijo un padre a su hijo ante un Cézanne. Impresionismo. ¿Qué otra cosa son sus famosos Jugadores de cartas? Figuras que parecen evolucionar en sus distintas versiones de rojos que se derrumban. Ya quisiera haber encontrado esa imagen: “Rojos que se derrumban”. Es de Cézanne.
Por ejemplo, la montaña Sainte-Victoire. Desde una perspectiva, desde otra, con óleos, con un lápiz, con acuarelas. En algunos cuadros predominan violetas y negros. En otros esos verdes, azules y amarillos apastelados tan suyos. También tenemos una toma desde Les Lauves (está en el Kunstmuseum de Basel) que resulta la visión de un extraterrestre recién llegado a la Tierra. Con su visor ha desarmado la atmósfera, sintetiza la luz mediante digitales ajustes ópticos y allí se alza la montaña: trazos agrupados, pixeles, la síntesis de la percepción humana. No muestran la superficie de la naturaleza sino la profundidad y la verdad de la naturaleza. Wim Wenders le dedica un capítulo en su libro de ensayos Los píxels de Cézanne (Caja Negra, 2016). Elige una pequeña y despojada acuarela de Sainte-Victoire de 1900 y queda extasiado. Le sorprende el modo en que la mira Cézanne, cómo “estudia ese proceso y lo separa en partes”. Y agrega el cineasta alemán: “Este hombre deja al descubierto algo incluso más complejo: el reflejo de las condiciones del acto de observar la montaña”.
Ah, los paisajes. Menos mal que era lento para terminar sus pinturas, porque todas son sublimes. El Chateau Noir, que despunta dorado entre el verde de los árboles y el azul del cielo, o el azul de los árboles y el verde del cielo (en Cézanne hay que ver muchas veces para ver). Esos techos color naranja o manzana, esos molinos, esa maleza beoda cerca de Jas de Bouffan, las orillas de un río, los nogales, la casa del doctor Gachet en Auvers, el Chateau Médan con esos “bloquecitos” que nacen desde el agua y van hasta el cielo.
Cézanne detestaba que se hablara de arte. Si hay que hablar, si hay que explicar, entonces la pintura no sirve para nada. Sin embargo, él sabía hablar y muy bien de pintura. En Conversaciones con Cézanne (Cactus, 2016) tenemos varios ejemplos. En su taller, paseando por la campiña, digamos que durante un pícnic frugal nos dice que “en tanto no se ha pintado un gris, uno no es un pintor”. Caramba, pensamos desde el llano con charcutería y vino a mano, esta es una tremenda verdad para los colores, para la filosofía y también para la vida en general. Está claro que sus obras destilan belleza. Pero no era la primera intención de su búsqueda. Quería desentrañar el mecanismo de la naturaleza, y tan a fondo, con una curiosidad tan científica que por momentos parece querer pintar el Big Bang, llegar a la danza primigenia de los primeros encontronazos químicos, desenmascararlos. Cézanne necesita saber qué hay debajo de la geología, cuál es la esencia de la materia. Nosotros comemos y bebemos y él sigue con sus ideas, a veces reflexivo, a veces ofuscado: “También yo, no lo oculto, he sido impresionista. Pissarro tuvo una enorme influencia sobre mí (…) Renoir es un habilidoso, ha sido pintor sobre porcelanas, escuche… Le ha quedado por ello algo de nacarado en su inmenso talento. Qué fragmentos ha instaurado a pesar de todo. Sus paisajes no me gustan. Él ve algodonoso. ¿Sisley?... sí, pero Monet es un ojo, el ojo más prodigioso desde que hay pintores. Me saco el sombrero (…) Una mancha verde, escuche bien, eso basta para entregarnos un paisaje, como un tono de carne para traducirnos un rostro”.
Lucidez para descubrir el origen y lucidez para intuir el final. Qué mejor cineasta es capaz de cerrar su película con esta toma, con esta luz y estas líneas: “El atardecer del mundo cae. La pintura, con todo lo demás, se va… Soy muy feliz si se me deja en paz y si me dejan morir en mi rincón trabajando”.
Y murió pintando, de qué otra forma iba a ser, en Aix-en-Provence, el 22 de octubre de 1906. Jamás había viajado a Italia, la cuna del Renacimiento y de los pintores. Era católico. Este es el diagnóstico hecho por los ángeles que lo atendieron en el turno de la noche: “Ha querido ver demasiado”.