N° 2000 - 20 al 26 de Diciembre de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáSe dice que toda generación debe ser parricida para poder ser considerada como tal. Que la única forma (o al menos una de ellas, una de las importantes) de constituirse como “uno mismo” es asesinar a la generación que nos dio la vida. Simbólicamente, claro. Eso, que parece haber sido moneda más o menos corriente en la literatura y en la música, en política no parece ser tan así. O quizá sí, veamos.
En España, la aparición de dos partidos nuevos hace apenas algunos años vino a sacudir el más o menos estable escenario de ese reino. Si desde el fin de la dictadura de Franco, el PSOE y el PP (y UCD, su precedente) se habían venido repartiendo los gobiernos nacionales, eso cambió con la aparición de Ciudadanos y Podemos, que vinieron a sacudir el panorama electoral español con su propia versión de derecha e izquierda. Desde entonces, el espectro político parlamentario de la madre patria se ha visto modificado por esta irrupción y eso ha provocado una serie de sucesos inciertos que se acumulan en cascada, condicionando cada vez más el margen de maniobra de los dos partidos tradicionales: radicalización de la “cuestión catalana”, aparición de la ultraderecha de Vox en el Parlamento andaluz, etc.
En Uruguay el fenómeno fue algo distinto y, quizá, ha resultado menos caótico: la llegada del Frente Amplio (FA) al poder obligó a los partidos tradicionales a comenzar una travesía en el desierto que se prolonga ya por tres lustros, que los dejó reducidos en número y, sobre todo, secos de ideas alternativas a las que propone la izquierda en el poder. El plebiscito de reforma constitucional que aparentemente logrará convocar el senador Jorge Larrañaga tiene algo de idea alternativa, aunque no la incluiría entre las buenas ideas para transformar el país que una oposición necesita si quiere ser opción. En cualquier caso, el parricidio uruguayo más reciente sería el del propio FA, drenando votos y candidatos a los partidos tradicionales desde el momento mismo de su fundación. Así que, so far, no se atisba ningún otro crimen político filial extremo en el horizonte.
Por eso no ha dejado de llamarme la atención que la aparición de La Alternativa, una suerte de minifrente que reúne al Partido Independiente, Navegantes (sector recién fundado por Esteban Valenti y Selva Andreoli), Batllistas Orejanos (liderados por Fernando Amado) y Avanza País (encabezados por José Franzini Batlle) haya provocado la catarata de insultos que vengo leyendo diariamente en las redes. En principio, se trata de una opción política que no es demasiado distinta a la panoplia de intereses que dio lugar al propio FA: gente de izquierda tradicional, socialdemócratas y escindidos de los sectores progresistas del Partido Colorado. En todo caso, un grupo que se coloca en lo que vendría a ser la centroizquierda. Y que, hasta donde sé, no tiene una expectativa de voto demasiado elevada, nada demasiado lejos de lo que el propio Partido Independiente ha venido obteniendo en las últimas elecciones.
Más que analizar el contenido de su programa o lo realistas que puedan ser sus opciones electorales (hay gente más capacitada que yo para hacer eso), me interesa comentar la naturaleza del aluvión de cuestionamientos (por decirlo suavemente) que su aparición viene provocando en las redes. No incluyo las secciones de comentarios de los diarios digitales porque tengo mis límites a la hora de enterrarme en el barro y la miseria humanas más abyectas.
Uno de los reproches más habituales que he podido leer es uno que pervierte por completo la lógica de la pertenencia política. Según esta mirada, los responsables de esta nueva coalición serían traidores al partido de gobierno que quieren constituirse como quinta columna a fin de evitar que el país, de la mano de sus gobernantes actuales, alcance su plenitud como colectivo. Es extraño (es cómico, en realidad) que a un grupo de personas que dice explícitamente no sentirse representada por quienes están en gobierno se las pueda acusar de traicionar aquello con lo que ya no sienten el menor vínculo. Sin esconderlo, de manera transparente.
Otra, bastante común, es la versión que los acusa de “dividir a la izquierda”. Hombre, si no se sienten representados y se los considera parte de la izquierda, es que la izquierda ya estaba separada desde antes. Una variación de esta última acusación es la de que, como su caudal propio de votos no les alcanza para llegar al gobierno, les estarían “haciendo los mandados a los blancos”. Bueno, hasta donde yo he leído, el propio FA pasó varias elecciones sin alcanzar el gobierno (logrando alrededor del 20% de los votos), no contó con la totalidad de la izquierda en sus filas y nadie lo acusó jamas de querer sabotear al gobierno. Es más, en cualquier competencia democrática bien entendida, nunca se sabotea al gobierno cuando lo que se pretende es gobernar: se compite por el voto del elector, nada más.
Todas estas ideas parten en realidad de una concepción de lo político que ha invertido la relación entre ciudadanos y partidos. O, más precisamente, entre los ciudadanos y el FA: todas las críticas que he leído a La Alternativa vienen de votantes del partido de gobierno. Tradicionalmente son los partidos quienes, a través de su programa y, si llegan al poder, a través de sus actos de gobierno, deben seducir al elector. Es decir, deben seducirlo con sus ideas y con sus actos. Es más bien delirante querer culpar al votante de su cambio de opinión. Es pedirle que sea militante de la idea y no votante de la misma.
La fidelidad es un reclamo que se le puede hacer a quien suscribe un acuerdo de militancia con unas ideas (y solo hasta cierto punto, las ideas también pueden ser abandonadas), pero sin duda no es un reclamo que se le pueda hacer al elector. Y es ese elector y no los militantes de cada partido quien hace ganar y perder elecciones. Más aún, la experiencia parece indicar que cuando el elector se convierte en militante y otorga una suerte de carta blanca al gobierno, este tiende a tomar esa carta blanca de manera muy liberal. Así aparecen los actos de corrupción o, más simplemente, las decisiones espantosas en las políticas públicas. Firmar cheques en blanco a cambio de una idea de sociedad ha demostrado no ser la mejor de las ideas para el colectivo.
Por eso, aunque no se aprecie un próximo parricidio, siempre es interesante la aparición de nuevos actores en la arena de las opciones electorales: obliga a quien está en el poder a recalibrar sus políticas o al menos sus propuestas a futuro. Obliga al resto de los opositores, con quienes también compite por el voto, a quemarse un poco más la cabeza en la búsqueda de mejores ideas alternativas. Y, si logra alcanzar un volúmen interesante de votos en la próxima elección, puede ejercer de partido bisagra, ese que impide las mayorías absolutas y la proliferación del yeso parlamentario. Ese que obliga a negociar más y mejor las distintas visiones de la realidad. Bienvenidos sean entonces los parricidas.