Cambia, ¿todo cambia?

Cambia, ¿todo cambia?

La columna de Andrés Danza

6 minutos Comentar

Nº 2105 - 7 al 13 de Enero de 2021

Hay algo que llama la atención al observar con unos días de distancia el año 2020. Es como un sonido levemente desafinado, como un objeto que desentona en un paisaje armónico, un nubarrón en un cielo casi despejado. El coronavirus, dirán algunos de inmediato. Sí, correcto, pero da la sensación de que ese no es el único problema. Al salir un poco de la agotadora pandemia, tarea muy difícil pero no imposible, permanece ese gusto extraño, indefinido pero incómodo.

Entonces aparecen las preguntas. ¿El 2020 no iba a ser el tiempo de los cambios? ¿No era que después de 15 años de gobierno de un mismo partido y de los últimos cinco de una quietud extrema la llegada al poder de los que se ubicaban en la vereda de enfrente sacudiría las estructuras? ¿No se iba a acabar el recreo? ¿No sería el inicio de nuevas empresas públicas, de una reforma educativa profunda y de un cambio radical en la gestión del Estado?

Respondiendo a estas preguntas se puede encontrar lo que desentona de 2020. En la mayoría de los aspectos, no fue un año de quiebre. Las cuestiones de fondo, esas que hacen al verdadero funcionamiento de un país, permanecieron casi incambiadas y no hay señales de que se acercan reformas profundas. Quizás la única excepción sea la seguridad social, pero eso es algo que involucra a todo el sistema político y va mucho más allá del gobierno de turno.

Lo que surge entonces es intentar descifrar por qué ocurre esto, qué fue lo que funcionó como un amortiguador a los impulsos reformistas que sentían la mayoría de los uruguayos al votar por un cambio. Lo principal, sin ninguna duda, es una pandemia mundial que alteró todos los planes. Apenas 13 días después de asumir, el nuevo gobierno se vio frente a un tsunami que revolcó a todos sus integrantes y los obligó a buscar la mejor forma de salir a flote. Lo lograron rápidamente, pero solo por un tiempo. Ahora vino la segunda ola, que pegó con mucha más violencia todavía. Eso explica en gran parte la lentitud. Pero no es lo único.

Da la sensación de que también faltan algunos abanderados e ideas removedoras en temas centrales como la educación, la salud, la vivienda, la gestión del Estado o el funcionamiento de las empresas públicas. Faltan personas que estén dispuestas a modificar en forma radical el rumbo, a ir contracorriente, por más que eso implique darse de frente con todo lo que se arrastra en algunos casos por años y en otros por décadas.

Hace ya un tiempo, al describir al exdirector nacional de Educación Pública Germán Rama en una entrevista con Búsqueda, Carmen Tornaría, que fue una de sus principales socias y compañeras de lucha desde la ANEP, dijo que para llevar adelante reformas importantes en Uruguay —en educación, pero también en otros ámbitos— son necesarios un liderazgo marcado, un plan claro de acción y un equipo convencido de él que esté dispuesto a impulsarlo hasta las últimas consecuencias.

Rama tenía todo eso. Fue así que pudo concretar cambios importantes en la enseñanza pública uruguaya y protagonizó lo último que puede ser considerado como una reforma, tímida pero consistente. El problema es que ocurrió hace más de 20 años. Nadie apareció después con ese impulso y con esas ganas de sacudir el status quo. Ni en educación ni en otros ámbitos centrales.

Pero se quedó corta Tornaría. Lo que le faltó en su listado es que antes de asumir Rama no formaba parte de la administración que intentó reformar. Estaba descontaminado de la estructura estatal, sin vínculos sólidos con los mandos medios. Y ese suele ser el primer escollo a superar para poder realizar cambios importantes en la administración pública: los que se creen dueños del Estado. Son unos cuantos, con cargos importantes que sobreviven a todos los gobiernos y que ejercen el poder desde las sombras, el poder real. Algo así como lo que fue el exsecretario de la Presidencia Miguel Ángel Toma, pero a gran escala. Es muy difícil vencerlos. Se necesita impulso, valentía y una independencia lo más amplia posible.

Al hacer un repaso de las principales autoridades a cargo de los entes autónomos y servicios descentralizados en la actual administración, se torna evidente que hay muy pocos que cumplan con ese perfil. Es más, la mayoría son funcionarios de carrera de las mismas empresas u organismos que ahora les toca presidir. Tienen todo su pasado allí dentro. Algo muy positivo, en principio, porque conocen profundamente el lugar que está a su cargo. Sin embargo, en el Estado funciona todo al revés.

Ojalá sea una lectura equivocada y este año que comienza sea el de las reformas importantes, esas que se han transformado en imprescindibles. Ojalá sea más fuerte el impulso que traen los cambios que la resistencia que ofrecen los que no quieren hacer nada distinto. Ojalá personas como Robert Silva en la ANEP o Alejandro Stipanicic en Ancap, por poner dos ejemplos de los más importantes, tengan éxito en algunas de las iniciativas que ya anunciaron y no terminen cediendo ante la estructura que antes les dio cobijo.

Pero la duda de que ello se concrete es razonable. Porque en muchas de las principales gerencias siguen las mismas personas, que han sobrevivido a gobiernos de todos los colores. Porque son ellos los que cuentan con la fuerza de los años y con un ejército de funcionarios públicos dispuestos a resistir. Porque para hacer es necesario soportar la crítica y ser denostado por meses o años, y eso no es para cualquiera. Porque las señales durante el primer año de la nueva administración fueron en sentido contrario, incluyendo los resultados tibios de auditorías otorgadas en muchos casos a funcionarios que son parte del sistema. Porque concretar reformas de fondo y gustar suelen no ser sinónimos en el Estado ni tampoco en Uruguay. Y gustar sigue siendo la principal prioridad. De todos los gobiernos, sin excepciones. Esa sí que es una política de Estado.