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    Cambiar o no cambiar: esa es la cuestión

    Director Periodístico de Búsqueda

    Nº 2160 - 3 al 9 de Febrero de 2022

    Dos escenas que pueden servir para describir a una parte importante de los uruguayos. La primera es en un auditorio con mayoría de votantes del Frente Amplio, que se definen de izquierda. Ante ellos, sobre un escenario, camina micrófono en mano un intelectual respetado y reconocido por la academia como libre pensador. Desarrolla la importancia de los cambios en los tiempos actuales y de cómo la humanidad pasó de procesos evolutivos lentos, de metamorfosis que duraban décadas o siglos a, revolución tecnológica mediante, que todo se ponga patas para arriba en semanas, días o minutos. Hoy, los jóvenes se levantan con una estructura comunicacional y se acuestan con otra y es en ese terremoto en el que se están formado, cuenta. Pero la política va a un tiempo muy distinto, se quedó en el siglo pasado, desafía. Depende de los políticos involucrados, le responden algunos de sus oyentes.

    No es solo un tema de los políticos sino de la terca resistencia al cambio de la mayoría de los uruguayos, replica el académico. El mundo ya no es el de las certezas, de los macrorrelatos, de los buenos de un lado y los malos del otro. Ahora es de los que mejor logran avanzar en la incertidumbre, a través de un camino que puede ser desierto y mar, sol y luna, invierno y verano con diferencia de solo unos segundos, agrega. Y les explica que si el panorama general es ese, es imposible sobrevivirlo sin estar dispuesto a cambiar.

    Entonces, hace una prueba. ¿Cuántos de ustedes estaban a favor de un cambio en las elecciones de 2004?, les pregunta. Casi todos levantan la mano, él incluido. ¿Y cuántos estuvieron a favor de un cambio en los últimos comicios de 2019?, inquiere. Solo él y unos pocos más repiten la respuesta afirmativa.

    A la semana siguiente, la misma historia ante otro auditorio. El académico vuelve a ofrecer su charla pero ahora lo escucha una mayoría afín a la coalición multicolor. Cerca de finalizar la exposición, insiste con su premisa de que Uruguay es un país conservador, al que le cuestan mucho los cambios. Las caras de desagrado se multiplican rápidamente. Esos serán los otros, le contestan algunos ofuscados. Sin embargo, al volver a hacer las dos preguntas finales, apenas él y dos o tres más levantan la mano en la primera oportunidad y casi todos en la segunda. Igual resultado, pero a la inversa.

    La conclusión es bastante obvia. Por más que los tiempos sean cada vez más cambiantes, hay asuntos que para la mayoría no se tocan. Los ejemplos más claros, en especial para los mayores de 30, son política, fútbol y religión. La continuidad en esos temas es vista como un triunfo. Cuanto más prolongada sea, mejor. Nadie se harta. Al contrario. Y es entendible en algunos casos, pero en otros —muchos— evidencia un problema, que luego se puede transformar en una enfermedad con pronóstico reservado.

    Los cambios siempre terminan siendo necesarios, por más que sirvan para poner punto final a un período anterior de grandes logros. Cambiar es lo que renueva el aire, las energías y lleva a asumir nuevos desafíos. Ocurre en varios ámbitos, desde los personales hasta los colectivos. La última prueba al respecto es la de la selección uruguaya de fútbol y la sustitución de Oscar Washington Tabárez por Diego Alonso. Costó mucho pero llegó y está dando buenos resultados.

    De todas formas, el ejemplo más ineludible es el de la política. Por eso la recreación relatada al principio. Sin rotación en el poder, no hay desarrollo democrático duradero, por más que se quiera justificar de mil maneras. Puede haber excepciones, pero ninguna es lo suficientemente contundente como para apoyar a esas personas o partidos que solo persiguen perpetuarse y para eso terminan nadando en la corrupción y en los excesos.

    Por eso, más que la diferencia entre izquierda y derecha, utilizada en demasía y muchas veces con poco criterio y apego a la realidad, parece mucho más importante lo que separa a los que verdaderamente creen en la democracia y el poder finito y compartido y los que pretenden construir una especie de monarquía de hecho, dando el menor espacio posible al adversario. Es una tontería hablar de dictadores de derecha o de izquierda, como si la inclinación política que dijeran tener fuera realmente más importante que lo que verdaderamente hacen. Cambiar o no cambiar: esa es la cuestión y la verdadera diferencia entre unos y otros, los demócratas y los embusteros.

    A manera de muestra, hace muy bien el recientemente electo presidente de Chile, Gabriel Boric, al cuestionar los regímenes de países como Venezuela, Cuba y Nicaragua por haberse apropiado del poder, protagonizando hasta violaciones a los derechos humanos para mantenerlo. Boric es un político de izquierda pero primero, demócrata, a diferencia de algunos izquierdistas locales, que prefieren priorizar el color del gobierno a sus ideas. El cambio no es importante, argumentan, si el que está abrazado al poder es un compañero. No son inocentes, son cómplices.

    Pero, por más que muchos de los ejemplos vienen de ese lado, no es un tema exclusivo de la izquierda. También algunos de sus opositores se han sumado a estructuras de poder creadas con el único objetivo de lograr perpetuarse. Así se van desgastando y suelen terminar cayendo por su propia vejez y excesos de todo tipo. En el medio, los que sufren las consecuencias son los gobernados.

    Ejemplos se podrían poner varios, aunque casi todos tienen sus matices. Quizás los más claros sean los de algunas intendencias municipales que hace décadas están gobernadas por los mismos partidos. Es cierto que los intendentes cambian, aunque algunos van y vienen. También es verdad que son los votantes los que los eligen y que por eso están legitimados por las urnas. Pero siempre es preferirle favorecer un recambio en algún momento, antes de que se termine dando en las peores circunstancias. Aunque sea solo por un tiempo, bajar al llano, caminarlo y dejar que otros se hagan cargo termina siendo la diferencia.

    Los colorados gobernaron por 80 años, decían los defensores de una cuarta administración consecutiva del Frente Amplio en las últimas elecciones. Sí, aunque con algunos golpes de Estado en el medio, y terminaron perdiendo ya muy desgastados y enfermos de poder.

    Antes, los que se oponían a un cambio de orientación política en el gobierno en 2004 advertían sobre los riesgos de ir hacia algo desconocido y sin experiencia. Pero ninguno de esos argumentos fue suficiente para frenar cambios que se predecían como inevitables. Porque, después de un tiempo prudencial, la rotación se impone como un remedio a una enfermedad que siempre está latente y que sufren varios países. La gente es la que la termina exigiendo, si los involucrados no la favorecen. Puede demorar más o menos pero llega, al menos en Uruguay. Y eso es lo importante. Lástima que a algunos les cueste tanto entenderlo.