N° 1917 - 11 al 17 de Mayo de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn los últimos dos meses, los precios de los alimentos han mostrado una nueva caída en el mercado internacional. En la bolsa de Chicago la soja cayó aproximadamente un 9 %, y el trigo, el maíz y la leche cayeron 10 % (aunque los remates de Fonterra muestren una recuperación pequeña).
Llamativamente, en ese “desalentante” escenario los precios de la carne vacuna muestran una extraordinaria recuperación. El novillo gordo, por ejemplo, en ese mercado, aumentó un 29% y el de reposición un 28%. En paralelo, el petróleo cayó por debajo de los 50 dólares el barril, y en algunos países esa baja se traslada al combustible, y de esa forma inciden en los costos de toda la economía bajando los precios. En algunos países; en otros no.
Pero además, el precio del novillo gordo no solo en Estados Unidos vive un auge. En Australia, donde también incide además del mercado la recuperación de las existencias vacunas, el precio del ganado alcanza precios históricamente muy altos. Aquí no más, en la región, tanto en Paraguay, Argentina como Brasil, se registran precios mayores, y mucho mayores que el ganado en nuestro país. El precio de exportación de Uruguay también muestra una interesante recuperación.
El ganadero uruguayo, además de pagar el combustible más caro, de absorber costos de la mano de obra de la economía en general, desvinculados de su productividad, obtiene el peor precio del mundo por su esfuerzo. La música oficial de fondo canta loas a la trazabilidad, a nuestro estatus sanitario, etc., pero en los hechos todos esos “avances” no se traducen en mejores precios para el ganadero, que es el que corre con todos esos costos, pero no ve nada de la prometida mejoría de los “avances”.
En una economía pequeña como la uruguaya, donde la calidad del funcionamiento de los mercados es mediocre por su escaso tamaño, la solución más genuina resulta de abrir la economía y exponerla a los precios internacionales lo más directamente posible; desregularla, liberalizarla.
En el caso de la cadena cárnica, que exporta el 70-75% de su producción y son 30.000 oferentes y 25 demandantes, resulta que todos los costos que se impongan a su funcionamiento a la larga o a la corta son pagados por la materia prima de esa cadena, histórico sostén de la economía. Si a alguna mente se le ocurre gravar la actividad de la industria frigorífica, ese aumento del costo se traslada hasta el precio del ganado. Si se acepta un aumento de salarios en la fase industrial, despegado de la productividad, como es lo acostumbrado, eso lo paga el novillo gordo. Si se aceptan condiciones donde los sindicatos controlan parte del proceso productivo, eso lo paga el ganadero. Si se aumenta el costo de producción por una regulación inútil, como tantas implementadas en los últimos años (aunque no exclusivamente), ese costo no tiene retribución y lo paga el ganadero. Es decir, en esa cadena, por su estructura, su tamaño y las regulaciones, todos los “inventos” los paga el sector primario.
¿Cuál es la solución? Es aparentemente muy sencillo: abrir la economía, permitir que el productor acceda lo más fácilmente posible a otros demandantes por su producto. De esa manera, quien asuma, acepte o sea objeto de un aumento de costos será el responsable de ello. Y si —como se suele alegar— con los costos uruguayos la industria no puede enfrentar esa competencia, pues entonces no debe haber industria o debemos adecuar nuestros costos si pretendemos tenerla. Este disparate no tiene qué ser financiado por la producción primaria. Por un tema de justicia, pero además para permitir y asegurar un saludable proceso de inversión en el sector ganadero que nos asegure el crecimiento de la producción, cosa que hoy no se da.
Por ejemplo, hoy el novillo gordo en la Argentina, ahí al lado, vale un 30% más que aquí, ¡pero no hay comercio! ¿Y eso por qué? Porque las regulaciones de ese comercio son tales que lo inviabilizan, lo impiden. Todas las medidas tomadas en los últimos años al respecto tienen por objeto obstaculizar —cuando no impedir lisa y llanamente— el comercio. En noviembre de 2013, el MGAP aprobó una resolución que le quitó un derecho inalienable al productor: prohíbe a cualquier ganadero exportar su ganado; ese derecho que había traído transparencia y confianza en el mercado, que permitió generar la inversión que rompiera con el histórico estancamiento del sector, hoy ha sido eliminado. Por esa resolución se crea un intermediario obligatorio; y además, a ese intermediario se le imponen costos, que obviamente lo que hacen es reducir el precio de paridad de exportación; el precio de nuestro ganado. No se facilita el comercio, se lo obstruye. No solo bajan el precio del ganado involucrado en esa frustrada operación comercial, sino el de todo el país.
Además, luego de 25 años de Mercosur, nos enteramos el año pasado que no había protocolos sanitarios de comercio de ganado entre Uruguay y Argentina y que, por lo tanto, no podía haber comercio. Se implementó uno, que resultó en la misma situación antes de su existencia: no puede haber comercio.
Uruguay y Argentina tienen el mismo estatus sanitario, por lo que el comercio de ganado debe ser sometido a las mismas exigencias cuando se hace entre Caraguatá y Tiatucura, que cuando se realiza entre Caraguatá y Entre Ríos. Debería ser facilitado al extremo para evitar los problemas de transparencia y confianza que sobrevuelan la ganadería. Sin embargo, ocurre todo lo contrario. Desde los servicios sanitarios oficiales, en una gran confusión respecto a su papel en este tema, y a la funcionalidad que esas limitaciones tienen para la autoridad, se acuerdan protocolos sanitarios, que restablecen la prohibición de exportación de ganado en pie, asegurando la cautividad de nuestra materia prima en la escueta demanda local. “Unos trabajan de trueno, y es para otros la llovida”, decía Atahualpa Yupanqui, nunca mejor que en este caso.
Si se quiere volver a la ganadería de 1990-2006, cuando fue de las más dinámicas del mundo, y terminar esta década de atraso y retroceso, se deben cambiar de fondo las políticas que regulan su funcionamiento. No es un problema de mercados, como lo muestra la historia.
(*) El autor es ingeniero agrónomo y consultor privado