N° 1939 - 12 al 18 de Octubre de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa evolución de la civilización occidental, su carácter tan específico que la hace superior a otras civilizaciones y le confiere por lo mismo derecho a establecer las pautas y los límites de las relaciones entre los pueblos y las regiones, obedece a la confluencia de varios factores. Desde el fin de la II Guerra Mundial, con el imprudente colapso del colonialismo, se ha introducido en Occidente una mentalidad de culpa y desaliento que ha contribuido a fortalecer a los enemigos inveterados de la libertad, de la razón, del amor al conocimiento. Pensadores y políticos occidentales formaron inmoral coro para condenar la difusión de los bienes de la civilización occidental y comenzaron a condescender irresponsable y viciosamente al depravado multiculturalismo que ha terminado por arrodillar a Europa ante los empujes abusivos de masas nativas africanas y asiáticas. Nada de eso, empero, consigue disimular el hecho crucial de la preeminencia de los bienes culturales y de los valores de Occidente en la historia de los últimos cerca de tres mil años.
Para el filósofo Karl Jaspers (Origen y meta de la historia, Acantilado, que distribuye Gussi) hay una serie de buenos argumentos que explican esa indisputada preponderancia que dio nacimiento a las políticas coloniales, esto es, a la difusión e instalación de los modos occidentales en todos los rincones del orbe. En 1949, cuando publica este libro, todavía estaban abiertas y sangrantes las heridas de la II Guerra Mundial y recién comenzaba a medirse en toda su dimensión el horror del Holocausto; en ese marco comenzaron los procesos descolonizadores y aparecieron los discursos condescendientes que mezclaron males con bienes y acabaron por demonizar lo que fue el orden de Europa difundido en el mundo como algo perverso y en su lugar regresó al horizonte intelectual la peligrosísima fantasía de Rousseau, que pretendía salvar la supuesta inocencia, la pureza, la inverosímil sabiduría primordial de lo salvaje. Ese fue el principio del fin al que hoy estamos asistiendo, impávidos.
Jaspers, con prudencia y a la vez con claridad, no acompañó la moda imperante y se propuso señalar por qué Europa y no otra región del mundo había alcanzado las más altas cotas en materia científica, cultural y espiritual, por qué el hombre occidental había llegado tan lejos en sus determinaciones de conquista y dominio de la naturaleza y en su sentido y vocación de trascendencia. Uno de esos motivos, dijo, fueron sus instituciones políticas, fundadas en la armonía, en la moral y, principalmente, en la racionalidad. Copio un fragmento de la página 101 del mencionado volumen: “Occidente conoce la idea de la libertad política. En Grecia se desarrolló, aun cuando solo pasajeramente, una libertad que no existió en ninguna otra parte del mundo. Una comunidad jurada de hombres libres prevaleció contra el universal despotismo de una organización total dispensada a los pueblos. Con ello, la polis estableció las bases para toda la conciencia occidental de libertad, tanto de la realidad de la libertad como de la idea de libertad. China e India no conocieron la libertad en este sentido político. De ahí irradian un resplandor y una exigencia que corren por toda nuestra historia occidental. El momento crítico del gran viraje aconteció cuando, a partir del siglo XI antes de Cristo, se desarrolló la libertad del pensamiento griego, del hombre griego, de la polis griega, y cuando después, en las guerras persas, la libertad se acrisoló y probó su eficacia y llegó a su más alto —aunque breve— florecimiento. No fue una cultura sacerdotal universal, ni el orfismo y el pitagorismo, los que constituyeron el espíritu griego y una enorme posibilidad y riesgo para el hombre, sino las libres formas del Estado. Desde entonces es posible la libertad en el mundo”.
Esto es radicalmente cierto, y hoy más que nunca se comprueba. Las hordas que han asaltado la realidad europea de la mano deshonesta de los políticos occidentales nos muestran, por doloroso y trágico contraste, la diferencia de valores, de jerarquías, de contenidos espirituales y de capacidades de realización científica que hay entre lo que fuera orgullosamente la civilización occidental antes de aplanarse con las olas inmigratorias y lo que son los pueblos y las costumbres de regiones donde la libertad es una voz que ni siquiera figura en sus idiomas, donde la vida y la dignidad del conocimiento tienen el mismo precio que una cabra o un camello flaco.