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    Chip to chip

    No, no se trata del título de la vieja canción de Irving Berlin, que  inmortalizaron Frank Sinatra y Ella Fitzgerald. Ésa era Cheek to Cheek, que suena casi igual.

    Este es el relato de una triste historia de lo ocurrido hace mucho tiempo en un pequeño país su­damericano, que tenía un gobierno con una idea fija: controlar primero todo lo controlable, y luego, también lo incontrolable.

    Las autoridades de esas tierras, otrora amantes de la libertad y la independencia, habían arrancado con cruzamientos de información entre entes previsionales y fiscales, declaraciones juradas de todos los profesionales que intervenían en operaciones en las que se movía dinero, controles de las cuentas bancarias, depósitos, giros y créditos, y una sonada inclusión financiera especialmente operada a través de tarjetas con chips inteligentes, que permitían seguir la vida de los ciudadanos a través de sus créditos y débitos, ya fuera en la adquisición de electrodomésticos, de alimentos y artículos de limpieza en los supermercados, pasajes de avión o de autobús, dentro o fuera del territorio, estadías en hoteles de alta o baja rotatividad, y cualquier otra operación “granhermanesca” que pudiera mantener activa una gran lupa sobre la vida de sus habitantes.

    Cuando las autoridades le tomaron el gustito al chip de las tarjetas, pensaron que se podría seguir utilizando ese adminículo en otras partes de la vida de las gentes, sacándolos de las tarjetas, e insertándolos en semovientes, para poder así supercontrolarlos y seguir de cerca sus movimientos.

    En una frustrada operación piloto, habida cuenta de la cantidad de canes que ladraban en el territorio, ya fuera dentro de las casas de sus amos, o por esas calles y campos de Dios, las autoridades decretaron que se les insertaría a los mejores amigos del hombre (y de la mujer, y de los niños y las niñas, fieles a la política inclusiva que también obsesionaba a los gobernantes) un chip subcutáneo que contendría información vital. La raza del perro (y/o la perra, claro), sus características morfológicas (muerde más de lo que ladra, o viceversa), el nombre y la dirección de sus amos, el tipo de alimentación que prefirieran —los canes, claro, no los amos—, si es ración en bolsas, vitaminizada o no, sobras de comida, huesitos de los asados o ensopados con arroz.

    Los problemas para implementar este plan surgieron no solo de parte de los dueños de los animales, que no querían insertarle un chip al Sultán o a la Pippa si siempre estaban dentro de casa o en el fondo, sino además de la dificultad de cazar a los miles de perros vagabundos que surcaban calles y campos, a los que había que enlazar para injertarles el chip, con las notorias dificultades que ello suponía.

    Fue así que los planes cambiaron sin el ejercicio previo del plan piloto, y pasaron a un decreto por el que se determinó que el chip del perro les sería implantado a sus amos, de manera que si el can mordía a un vecino, o se comía los chorizos que estaban en la parrilla de otro vecino, o se morfaban al gato de la casa de al lado, una sencilla operación policial de chequeo en el barrio lograría dar con los dueños del animal culpable, haciéndolos directamente responsables de los daños causados por el mismo.

    Al principio la gente se resistió, aludiendo a las incomodidades del caso; algunos argumentaban que tenían más de un perro; los responsables de los hogares perrunos de refugio, algunos con más de 200 perros alojados, decían que podrían enfermar si recibían tantos chips en sus cuerpos; los que tenían perros viejos consultaban si al morir su can y comprar otro tendrían que extirparse el del can fallecido para recibir el nuevo, pero las autoridades fueron inflexibles. Ya sabían que si la inclusión financiera había marchado sí o sí, la inclusión del chip no sería la excepción.

    Hubo igual algunas excepciones, para criadores y cuidadores de refugios, pero a la ciudadanía propietaria de perros se le implantó el chip canino, a un costo de $ 500 cada chip, y la intervención, en vez de en las clínicas veterinarias, en todas las policlínicas de Asse. A los seis meses de culminado el período de incrustación empezaron los controles, y a los dueños de perros que no se hubieran implantado el chip, se les aplicaba una multa de 10 UR, algo más de $ 10.000.

    Las autoridades estaban tan conformes con este sistema de control sobre sus gobernados, que decidieron seguirlo implementando en otros casos conflictivos, con el fin de darle seguridad a la población, ya que la obtención de la felicidad total era el gran objetivo del gobierno.

    En esos días se había detectado, tras una trifulca de proporciones en un  partido de fútbol de cuarta división, que había equipos que utilizaban jugadores mayores de lo permitido en la categoría (hasta 19 años) para ganar los partidos. Usaban documentos apócrifos, o pertenecientes a jugadores menores que ya no estaban en el club.

    Se decidió entonces implantar un chip a todos los jugadores sub-19 de los equipos de cuarta división, de manera que si, en el control previo a cada juego, se detectaba un jugador que no tenía el chip implantado, se le impedía entrar a la cancha, asegurando así que todos fueran de la misma categoría.

    Para enfrentar otro drama reciente, que había afectado moralmente al país, y hasta determinado la renuncia del vicepresidente, las autoridades resolvieron asimismo implantarles un chip a todos los jerarcas tenedores de tarjetas corporativas, las que podían utilizar únicamente en gastos de emergencia generados en el ejercicio de su función. Si el tenedor de la tarjeta que tenía un chip injertado (el tenedor, no la tarjeta) utilizaba el plástico para hacer compras en un supermercado, un free shop o una colchonería, el chip enviaba una señal a la central de control, y el sistema anulaba, denegándola, la compra prohibida.

    Tan bien funcionó este sistema, que, a iniciativa de las autoridades, se decidió implantarle también un chip al vicepresidente que había renunciado, por si regresaba a la vida política y otra vez era tenedor de una tarjeta corporativa. Pero no lo lograron.

    A pesar de que él asintió que se lo implantaran, su cuero resultó tan duro que el injerto fracasó.