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    Ciudad en llamas

    Entre los ríos Éufrates y Tigris nació la humanidad. En esa fértil tierra se desarrolló la civilización mesopotámica con su arte sofisticado y su intenso comercio. Allí se elaboraron las ciencias exactas. Muchos pueblos, entre ellos los sumerios, dejaron su valioso legado. Se creó la escritura cuneiforme, se cantó la Epopeya de Gilgamesh, se concibió el Código de Hammurabi, el primer puñado de leyes de la historia, mucho antes que los griegos, mucho antes que los romanos. En aquella zona también se desataron demonios asirios como Pazuzu, que cruzó los océanos para instalarse en el cuerpo de una niña en Georgetown, Washington.

    En ese territorio que se enseña como la cuna del ser humano sobrevive como puede Irak, y en particular su capital Bagdad, azotada por invasiones, guerras y dictaduras, por la disputa encarnizada de las tropas de ocupación estadounidenses, milicias armadas de chiitas y sunitas y coches bomba que parecen funcionar solos y estallan en cualquier barrio, a cualquier hora. No es de extrañar entonces que con tanta muerte y tantos cadáveres, donde antaño floreció el hombre, hoy transite el monstruo de Frankenstein por sus calles como un alma errante sedienta de justicia. Ese monstruo, que fue creado por la británica Mary Shelley una noche de tormenta y de ansiedad literaria regada por sustos, coñac y tazas de té, un ser de humedad gótica y cielos plomizos, ahora ha ido a parar a las áridas arenas del Extremo Oriente, según lo expone el escritor iraquí Ahmed Saadawi en Frankenstein en Bagdad (Libros del Asteroide, 2019, 323 páginas), que obtuvo varios premios internacionales incluido el Grand Prix de L’Imaginaire en novela extranjera.

    Son varios los personajes que se cruzan en esta historia pesadillesca con aristas simbólicas, ribetes de extrema crudeza y también humor. Y la historia es contada por esos mismos personajes, lo que la convierte en varias historias o en diversas interpretaciones de una misma historia, que es lo mismo.

    Por un lado está la anciana Elisua, que vive sola con su gato Nabu en un caserón que se cae a pedazos, aferrada a sus muebles, a un cuadro de san Jorge (habla con el santo) y en especial al recuerdo de su hijo, que luchó en la guerra entre Irán e Irak y nunca más volvió a casa. Elisua frecuenta la Iglesia asiria, recibe los consejos del cura y siempre le pide a Dios que le devuelva a su hijo. Es más: está convencida de que algún día lo volverá a ver. Sus otras hijas viven en Australia y nada quieren saber con el desastre en que se ha transformado Irak.

    Uno de los vecinos de Elisua es Hadi, un ser “de aspecto sucio y carácter hostil” que siempre desprende un fuerte olor a alcohol. Hadi se revuelve en lo que sea, intenta comprarle a la vieja algunas antigüedades como relojes de pared, alfombras y mesitas nacaradas, pero esta se niega a desprenderse de sus cosas. Y lo que más le gusta es sanatear en el bar, tomarse unas copas y contar historias inverosímiles. Parece que Hadi es bueno en eso, tiene una frondosa imaginación, tanto que se le acercan algunos curiosos. Al salir del bar, una periodista alemana dice:

    —La historia que ha contado es un plagio de una película de Robert De Niro.

    Bagdad padece sin descanso brutales atentados terroristas con coches bomba (o camiones). Los familiares de las víctimas se han acostumbrado a enterrar a sus muertos con un jirón de ropa o un zapato chamuscado, no pueden aspirar a otra cosa a la hora de cerrar el ataúd y despedir a sus seres queridos. Y a Hadi se le ocurre recolectar después de cada explosión algún indicio humano: una nariz, si tiene suerte una mano o una pierna. Así, juntando partes entre los fierros humeantes y los escombros, al menos podría dar forma a un cuerpo anónimo que representase a todos los muertos sin identidad, con el fin de posibilitar una sepultura más digna.

    En el cruce de todos los caminos tenemos al periodista Mahmud Sauadi, que trabaja en la revista La Verdad, vive en hoteles pedorros donde los ventiladores apenas funcionan y está obsesionado con la novia del director de la publicación, cuyos tres últimos números del celular son 666. Mahmud también es un buscavidas.

    El coronel Surur, en cambio, es un bicho oscuro que integró la administración de Sadam Husein. Actualmente dirige la Unidad de Rastreo e Inspección y es responsable de dar con los “enemigos” del régimen, entre ellos un implacable y esquivo asesino a quien no parecen afectar las balas y que la prensa y la gente llaman El-sin-nombre. Surur trabaja en coordinación con las fuerzas de ocupación estadounidenses pero también responde a veleidades propias. Su equipo está integrado por soldados, parapsicólogos y videntes, y entre estos últimos se encuentran el Pequeño Vidente y el Gran Vidente, que se recelan mutuamente. Los videntes están encargados de anticipar gracias a las cartas y a sus secretos poderes —como los precogs de Minority Report— dónde ocurrirá el próximo atentado. Y hay muchos más personajes.

    Es admirable cómo esta historia, que es otra vuelta de tuerca al mito de Prometeo y su desafío a los dioses, funciona a un nivel coral. Incluso incorpora, sobre el final, la palabra del propio autor, Ahmed Saadawi (Bagdad, 1973), quien termina siendo otro personaje. El resignado día a día en una ciudad asediada, con esa cadencia de que la vida continúa a pesar de las explosiones, de las fuerzas invasoras, de los cortes de luz, de la pobreza, la inseguridad, los peligros y los misterios, debemos agradecérselo al pulso narrativo de Saadawi, a su ojo para detenerse en detalles, para ensamblar aspectos naturalistas con otros fantásticos y concebirlos como una unidad indivisible. Así se dan pasajes increíbles como el del Gran Vidente consultando las cartas en la vereda, sentado con las piernas cruzadas y su apariencia estrafalaria (túnica de amplias mangas, barba larga y puntiaguda fijada con laca, bonete), mientras alrededor suyo las fuerzas de seguridad y la policía, con los nervios a flor de piel acordonan a un terrorista a punto de volar por los aires con varias casas, en tanto los vecinos temerosos miran por las rendijas de las ventanas.

    No hay buenos ni malos en esta novela. Todos los personajes responden al menos a ciertas miserias que son entendibles, porque ni la razón ni la lógica gobiernan nuestras vidas. Rodeados de tanta violencia pretendemos identificar culpables, pero el enemigo, aunque porte un cinturón con explosivos y maneje un coche bomba, vista un uniforme de soldado estadounidense y esté armado hasta los dientes o corra y salte por las azoteas con inusitada habilidad, siempre será un enemigo difuso, un fragmento, una pieza más del collar.

    Saadawi, que vive y trabaja en Bagdad, ha declarado al suplemento cultural Babelia de El País de Madrid: “A menudo levantamos nuestro dedo acusador contra el exterior sin reparar en que nuestro interior está lleno de oscuridad. No prestamos atención a nuestra responsabilidad en el mal y creemos que siempre somos víctimas”.