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    Competencia electoral y corrupción

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2248 - 25 al 31 de Octubre de 2023

    Sergio Massa, el camaleón, logró una hazaña: fue el candidato más votado el domingo pasado en las elecciones presidenciales de Argentina. Lo de Javier Milei, el león, de todos modos, también es insólito. Extravagante, radical, políticamente incorrecto, logró pasar al balotaje. Uno de sus temas de campaña más frecuentados, y probablemente más efectivos, fue la “corrupción” de la “casta”. No hay que tener demasiada imaginación para vislumbrar que esta cuestión también ocupará un lugar de relevancia el año que viene durante las elecciones nacionales en Uruguay. El asunto, como resultará obvio, merece algunos apuntes (1).

    Entre competencia electoral y corrupción hay una interacción profunda. Por un lado, para la ciudadanía, no hay nada más importante que la honestidad. Esto lo aprendí hace 20 años haciendo encuestas en Grupo Radar. De modo sistemático, cada vez que preguntábamos qué atributos debía tener un presidente, los dos rasgos mencionados con más frecuencia eran “honestidad” y “sensibilidad” (en ese orden). Una encuesta publicada por Opción a comienzos de 2018 aportó información similar: el 45% de los encuestados mencionó la honestidad como el atributo más importante de un candidato (2). En otros términos, no hay nada que dañe tanto el prestigio de un candidato (y, por ende, de su partido) que las denuncias de corrupción. Por eso mismo, es completamente normal que los partidos que compiten por la confianza ciudadana controlen muy rigurosamente a sus rivales en el plano ético. Desde mi punto de vista esta vigilancia entre pares es el más efectivo de los sistemas para desincentivar la corrupción. Cuanto más competitivo un sistema de partidos, más cuidado deben tener los actores. Tienen que ser honestos y, además, parecerlo. Están obligados a cuidarse y a descartar a los políticos considerados corruptos.

    Mirado desde este punto de vista, las denuncias de corrupción, purificando a los partidos, preservan la democracia. Sin embargo, dado que las denuncias de corrupción mueven votos, en sistemas de partidos muy competitivos la tentación de utilizar este recurso de modo irresponsable puede ser muy alta. Cuando los partidos, en el afán de conquistar o retener el poder, juegan a la ley del talión acusándose mutuamente de prácticas corruptas sin tener suficiente información y sin medir las consecuencias, el prestigio de la actividad política se desploma y, con él, la confianza en la democracia. No denunciar la corrupción es un problema grave. Exagerar también lo es. Termina erosionando la legitimidad del sistema democrático. Si mi lectura de la historia es correcta, esto ya nos pasó. Durante la década previa al quiebre de la democracia en 1973 arreciaron las denuncias de corrupción. Algunas, con fundamento. Otras, exageradas. Los partidos que gobernaron durante esos años cometieron muchos errores. Pero eran muchísimo menos corruptos de lo que pensaban quienes los criticaban desde dentro del sistema o desde fuera de él. El precio de la desmesura fue muy alto. Si el argumento anterior es correcto, los partidos no solo tienen que poder eliminar radicalmente la corrupción en sus filas. Además, tienen el gran desafío de graduar la frecuencia y la intensidad de sus referencias a la corrupción en tiendas rivales.

    Otros actores de la comunidad de práctica democrática pueden contribuir a que los partidos ni protejan a los corruptos ni tomen por el atajo de las denuncias irresponsables. Las organizaciones de la sociedad civil que promueven la transparencia juegan un papel muy importante. Periodistas, analistas, ciudadanas y ciudadanos, también. Si no hablamos del tema, si no insistimos en poner alta la vara ética en la dinámica política, si no denunciamos la corrupción cada vez que la constatamos, corremos el riesgo de favorecerla. Pero, si exageramos, si generalizamos, si no cuidamos las palabras, corremos el riesgo de contribuir a debilitar la confianza de la ciudadanía en la política.

    Estamos a un año de la primera vuelta de la elección presidencial. El clima de campaña se va instalando. La coalición de gobierno, liderada por el presidente Luis Lacalle Pou, ha hecho numerosos méritos para buscar su reelección. Gestionó bien la pandemia, especialmente durante el 2020. Al mismo tiempo, en términos generales, ha honrado sus compromisos electorales: ordenó y reactivó la economía, reformó la seguridad social, impulsó la transformación educativa, invirtió en infraestructura, atendió la emergencia social (la lista no pretende ser exhaustiva). En el debe le va quedando obtener mejores resultados en materia de seguridad (la principal preocupación de la ciudadanía) y de apertura comercial (junto con el problema del tipo de cambio, un reclamo central de los exportadores). La contracara del balance positivo en materia de políticas públicas son las denuncias de corrupción. Desde 2021 en adelante, el gobierno ha sido sacudido por denuncias de diversa entidad, desde el affaire Astesiano hasta el abusivo reparto de cargos en la Comisión Técnico Mixta de Salto Grande, pasando por las renuncias de Germán Cardoso e Irene Moreira a sus respectivos cargos ministeriales, para mencionar solamente algunos de los episodios más resonantes.

    En este escenario, con un gobierno que tiene saldo neto positivo en materia de cumplimiento de promesas electorales, la oposición puede caer en la tentación de tomar por el atajo de exagerar las denuncias de corrupción. Insisto: no hay que minimizar. No nos podemos dar el lujo de mirar para el costado. En pleno siglo XXI sigue habiendo clientelismo. En tiempos en que el narcotráfico perfora las estructuras del Estado, es imperioso controlar con rigurosidad cómo ingresa el dinero a la política. Pero no debería, tampoco, instalarse la idea de un país o un gobierno con corrupción generalizada. Según Transparencia Internacional, Uruguay es un país “limpio”. De acuerdo a su informe más reciente, en Uruguay hay más percepción de corrupción que en Dinamarca, Finlandia, Suiza y Alemania, pero menos que en Reino Unido, Japón, Francia, Estados Unidos y Chile. Ocupamos el mismo lugar en el ranking que Canadá. No lo olvidemos.

    (1) Según Transparencia Internacional, “corrupción es el abuso del poder para beneficios privados que finalmente perjudica a todos y que depende de la integridad de las personas en una posición de autoridad”.

    (2) El informe se puede leer aquí.