Con la religión hemos topado (de nuevo)

Con la religión hemos topado (de nuevo)

La columna de Fernando Santullo

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Nº 2092 - 8 al 14 de Octubre de 2020

Hace algunos días las redes ardían con los comentarios del senador de Cabildo Abierto, Guillermo Domenech, de que él “acata” la Justicia, pero no “cree” en ella. Que, si se trata de “creer”, él solo cree en Dios. En su dios, porque dependiendo a quién se pregunte parece que existe más de uno. Para muchos, lo grave de los dichos de Domenech era que no “creyera” en la Justicia y que se limitara a acatarla. Que eso era antirepublicano. En realidad, y aunque me parece una perspectiva más bien tenue para un senador de la República, creo que acatar las resoluciones judiciales es a un tiempo el mínimo admisible y el máximo exigible.

De hecho, creo que la parte antirepublicana de la declaración de Domenech tiene más que ver con que hace una diferencia entre “creer” y “acatar”, estableciendo una suerte de jerarquía que coloca el credo, su dogma personal, en un sitio superior al de la Justicia. Y, esto es lo grave, lo hace en tanto senador, en sede parlamentaria, en un debate parlamentario. Porque los credos, cuyos ejercicios libres son garantizados por nuestra Constitución, son un asunto personal que no es material de debate parlamentario. Los credos no se basan en el debate racional, como se basa (se supone) el debate parlamentario, son un asunto de cada uno, no un asunto público. Y eso es así desde que nuestra democracia separó el Estado de las religiones.

La declaración de Domenech, lo comenté en Twitter, tiene un tufillo premoderno bastante anacrónico en un Parlamento del siglo XXI. No parece muy actual que un senador establezca una suerte de ranking que distingue entre aquellas cosas en las que “cree” (es decir, que no necesitan ser ni demostradas ni discutidas) y aquellas que simplemente se acatan (aunque no se crea en ellas). Eso que me resulta complicado (y anticuado) de la declaración del senador Domenech ya había sido llevado a la práctica en nuestro país hace algunos años por el entonces presidente Tabaré Vázquez, cuando en su primer gobierno vetó la llamada ley del aborto.

Vázquez, quien obviamente no había sido elegido presidente del país para aplicar sus convicciones religiosas, sino el programa político de su fuerza, el Frente Amplio, usó una herramienta legal existente (el veto presidencial) para pasarle por encima a la decisión del soberano, representado por el Parlamento que votó dicha ley. Y lo hizo, como Domench en su declaración, porque es capaz de establecer un ranking en donde la convicción religiosa le confiere al creyente (nunca mejor usado el término) la autoridad moral para subestimar las decisiones que democráticamente tomamos. En el caso de Vázquez, directamente vetarlas. De manera perfectamente legal, sí, pero con un argumento de tipo teológico que es democráticamente inadmisible, precisamente por su carácter de dogma.

Cuando digo que las decisiones las “tomamos”, quiero decir que son nuestras decisiones aun cuando no estemos de acuerdo con el resultado de una votación en particular. Son de todos porque es el mecanismo que nos dimos para tomar decisiones de manera democrática. Lo contrario, no asumirlas como colectivas, es descalificar todo el andamiaje democrático como forma de tomar esas decisiones de manera pacífica. Es como el que dice que el presidente Mongo no es su presidente: amigo, con eso estás deslegitimando el mecanismo, no a ese presidente. Estas pateando la estantería democrática que luego vas a querer usar para poner a tu presidente.

Esto de meter de contrabando la religión y hacerla pasar como si fuera ideología o algún sucedáneo más o menos aceptable no es algo que solo ocurra en los casos que vengo comentando. Ni Domenech ni Vázquez pisan terreno novedoso. De hecho, se podría creer que lo suyo son coletazos de una lógica política anterior a la separación entre Estado y religión. Sin embargo, como un amigo me argumentaba en Twitter, no siempre es sencillo separar ideología de religión, especialmente cuando las ideologías se comportan como dogmas absolutos y quienes “creen” en esas ideologías se comportan como fanáticos que encienden una pira en la plaza pública. Y es verdad, eso ocurre. Ahora, que eso ocurra es una cosa, aceptarlo tranquilamente, decir “es que eso ocurre” y sentarse a tomar mate es otra, muy distinta. Si me apuran, diría que es precisamente en la actitud que tomemos los ciudadanos ante esas cosas que simplemente “ocurren” donde nos jugamos la calidad democrática de nuestra convivencia. Y es que, aunque lo de Domenech (declaración de intenciones) y lo de Vázquez (ejecución de intenciones) pueda parecer una rémora del pasado, en realidad conecta con cierto “espíritu de época” más o menos reciente, que viene creciendo de manera avasalladora.

En un intercambio epistolar reciente entre Sarah Haider (escritora pakistaní-estadounidense que aboga por normalizar la disidencia religiosa) y Ayann Hirsi Ali (expolítica holandesa de origen somalí, crítica radical de la mutilación genital femenina), la primera realizaba una conexión que podía parecer insólita, pero que no lo era tanto tras su argumentación: que el fenómeno woke, eso de estar “despiertos” que nos vende Coca Cola en cada muro y que conecta de manera directa con la “cultura de la cancelación”, no difiere en sus objetivos de aquellos de los talibanes musulmanes. Esto es, el derrumbe del proyecto ilustrado.

“En su esencia, esta ideología es un proyecto de deslegitimación y apunta a los cimientos mismos de los valores humanistas de la Ilustración. El wokeísmo no es el único movimiento que explota la misma programación que nos hace vulnerables a la religión. Pero ha logrado un éxito asombroso porque también ha logrado neutralizar a los liberales, que de otro modo podrían oponerse a los impulsos religiosos… explotando despiadadamente la dinámica social para aplastar la disidencia”, dice Haider en su carta. Y concluye: “El wokeismo ha ganado porque ha capturado nuestras instituciones culturales y de sentido”.

En su respuesta, Hirsi Ali no se muestra tan convencida de que la pelea con los extremistas de esta nueva “fe secular”, en la que es casi imposible distinguir ideología de credo (hola, Domenech, hola, Vázquez), haya concluido en derrota para el proyecto ilustrado. La conexión que la activista holandesa sí ve evidente es que en ambos casos el “multiculturalismo” se usa como herramienta para justificar la disolución de los valores centrales del proyecto ilustrado. Y, esto es lo que más le duele, para justificar toda clase de violencia contra las mujeres musulmanas en nombre del respeto a la diversidad cultural, como si las musulmanas solo pudieran ser plenas en su cultura tras ser mutiladas.

Como decía Biohazard en su tema Authority, “llámame paranoico llámame lo que quieras, pero tengo la maldita sensación de que algo grande está llegando”. Desde siempre, la religión viene queriendo colarse en nuestra charla pública, usando para ello todas las ventanas que la democracia le deja disponibles. Ahora nosotros, mientras le damos la vuelta al mate y lo cebamos con Coca-Cola, le estamos abriendo además la puerta.