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    Confinavirus

    No es broma

    Como todas las semanas, les voy a escribir mi columna. Pero desde ya les pido disculpas si en algún momento tengo que interrumpir, porque esta vida en confinamiento tiene sus bemoles, hay que adaptarse a una cantidad de actitudes nuevas, que obligan a prestar mucha atención a lo que uno hace.

    Como les dije. Ya tengo la primera interrupción. Suena el timbre de casa, y mi esposa se está duchando por tercera vez en el día, porque dice que con lavarse las manos no alcanza. Ya vuelvo.

    Era el delivery de la farmacia. Otra vez me mandan la mitad de las cosas que pedimos, porque los tapabocas se acabaron, y el alcohol en gel sigue faltando. Dice el muchacho que cuando llegue la partida nueva, va a costar $ 850 el litro. Va a ser más barato desinfectarse las manos con etiqueta negra. No me sorprendería tener que interrumpir otra vez la columna de esta semana, bueno, interrumpir no, porque todavía no la empecé. Hay un griterío enorme en el balcón del piso ocho, un hombre le grita a una señora, acá pasa algo raro, la señora también grita, ya vuelvo.

    De no creer. Disculpen por el rato que me llevó este otro lío. El vecino del piso 8, que es el de arriba, porque yo vivo en el piso 7, donde también hay otro apartamento, al lado del nuestro, parece que estornudó y hubo como una lluvia de gotitas de esas que hay que protegerse porque contaminan con el virus, y la vecina del balcón de al lado del mío lo insultó al hombre porque dice que las gotitas le llovieron sobre las plantas que tiene en el balcón, y entonces roció las plantas con queroseno y las quemó, porque dice que ella toca las plantas cuando las poda, y entonces se iba a contagiar, y ahora el hombre gritaba y se quejaba y la insultaba por el humo que subía de las plantas incendiadas. Lo peor fue que la señora de al lado me dijo que las plantitas de nuestro balcón también se habían salpicado con los estornudos del vecino del 8, me pasó el queroseno que le quedaba, y yo aproveché para quemar las plantas que tenemos nosotros, y cuando mi mujer salió de la ducha y fue a ver lo que pasaba, se la agarró conmigo porque dijo que las plantas nuestras no podían haberse contaminado, pero bueno, ya era tarde. Las quemé todas. Suerte que no salió tanto humo como el de la vecina, así que el del 8 ya se calmó y se metió para adentro.

    Pero ya estoy de vuelta. Disculpen. ¿Dónde estábamos? Ah, sí. Tengo que escribir una columna. Ya voy. A ver, esperen que me suena el teléfono, atiendo y ya seguimos. O empezamos, qué vamos a seguir si todavía no arranqué.

    Ya corté. Era un amigo que integra junto conmigo y varios amigos más un grupo de WhatsApp, y estaba preocupado porque dice que en la casilla hay una pila de mensajes que yo no abrí, que eran superimportantes, y que le extrañaba mi silencio. Llegó a preguntarme si no le estaba mintiendo que estaba sano y en casa, y si no estaría yo internado en la pieza de al lado de la de Bordaberry. Demoré en volver porque después de jurarle por san Bernabé de las Causas Justas que era verdad que no había abierto el WhatsApp porque estaba trabajando (o tratando de trabajar), me obligó a que abriera esos mensajes y escribiera lo que me parecían. Me llevó un rato porque había 38 mensajes nuevos, entre los cuales varios con chistes de los buenos y muchos más de los malísimos, pero me concentré en algunos que parecían de interés. Uno decía que la pandemia de coronavirus la inventaron Bill Gates, Microsoft y Netflix, los fabricantes de mascarillas y los de alcohol en gel, que integran una suerte (o desgracia) de Club de Bilderberg, y son ahora la élite de los amos del mundo, dispuestos a sembrar el pánico en el mundo para enriquecerse con la tragedia de los que se creen infectados. Hasta daba datos de la cantidad de miles de millones de dólares que ya llevaban embolsados estos criminales a costa del dolor ajeno. Otro de los mensajes relataba cómo Carmela había planificado este ataque microbiológico complotando con Mujica, Topolanski, Goyeneche y Constanza Moreira, para que Uruguay se contagiara del coronavirus, cuando podríamos habernos salvado de esta tragedia, siendo el único país del mundo sin infectados. Carmela, dice ese mensaje, fue contratada por un grupo de dirigentes frenteamplistas por su calidad de agente encubierto residente en un barrio cheto, perfil Carrasco-José Ignacio-Milán-Madrid-Carrasco, lo que despistaría a la opinión pública, lo cual no hubiera sido creíble si los contagios iniciales hubieran venido del Boca Andrade. No puedo escribir aquí los comentarios que puse en la cadena de WhatsApp de mis amigos, ni tampoco comentarles lo que le dije a mi amigo por teléfono en forma directa, tras ver las pavadas que me había hecho mirar, haciéndome perder el tiempo.

    Ya me lavé las manos de nuevo. Lo hice cada vez que interrumpí esta columna, tras pasar un trapito con alcohol en gel (poquito porque hay que racionarlo) sobre el teclado de la computadora. Me puse la mascarilla (una nueva, porque la que tenía cuando empecé a escribir me la tuve que sacar para hablar por teléfono, porque con la mascarilla puesta la voz sale como de ultratumba) y vamos a empezar esta columna de una vez.

    No lo van a creer. Me acaba de entrar un mail de la redacción del semanario donde me piden que mande la columna de inmediato, porque están armando el próximo ejemplar con la mitad del personal, ya que se turnan en grupos para no amontonarse.

    Lo siento. Esta semana no hay columna. Pero les prometo que, si no me contagié, el jueves que viene estoy al firme.