Probable caída violenta pero puntual del PBI, desempleo en dos dígitos y deterioro fiscal, pero lejos del escenario de 2002
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáAtrás de la pregunta recurrente de “a cuánto se va el dólar” llegó otra, también de difícil respuesta, ante esto del Covid-19: ¿Uruguay vivirá una nueva crisis económica? En las puertas de los bancos no se ven colas de ahorristas inquietos por llevarse sus depósitos, pero igual a algunos se les activa el recuerdo del 2002. Tampoco está habiendo una fuga de capitales. No hay huelgas. No hay más lobby empresarial que el habitual. Ni los periodistas estamos esperando agazapados a los jerarcas de turno a la salida del Ministerio de Economía ni los llamamos por teléfono a medianoche, sino que aguardamos las ordenadas conferencias de prensa oficiales para recoger los anuncios. Pero se trata de una pandemia con consecuencias profundas que todavía no se han expresado totalmente y que son, por ahora, inconmensurables.
Esto es otra cosa, aunque habrá impactos dolorosos similares a los de algunas crisis convencionales del pasado. Más gente ya está enfrentando problemas de empleo (en lo que va de marzo los pedidos de “seguro de paro” casi quintuplican lo normal y las tasas de desocupación de dos dígitos parecen inevitables), en general asalariados de sectores que pagan bajos sueldos, y tendrá mayores dificultades para llegar a fin de mes, y la morosidad con las facturas de servicios públicos y préstamos aumentará, aún con el oxígeno de las prórrogas. Peor la pasarán los que trabajan “en negro” como empleados o por su cuenta, que no gozarán del sostén de la red de contención que ofrece la formalidad. Serán más las personas a las que ni siquiera les alcanzará para comprar una canasta básica de bienes y servicios (los “pobres” de las estadísticas). Y para los empresarios, si ya era difícil para algunos llevarse un poco de ganancia por los altos costos existentes, con la caída en la producción y de las ventas a raíz del aislamiento social, más negocios cerrarán o tendrán que pedir aire financiero a sus acreedores. Con suerte, el paquete de medidas anunciadas por el Poder Ejecutivo —de tipo crediticio y para descomprimir problemas de pagos en lo inmediato— y otras que vendrán (ver página 21) atenuará el cimbronazo, lo mismo que la asistencia con refugios y plata para los sectores sociales desfavorecidos.
También el Estado sufrirá: con menos recaudación de tributos, a la vez que mayores gastos —en salud, en “seguros de paro” y por enfermedad, y en apoyos para los afectados—, las cuentas públicas se resentirán, más allá de cualquier esfuerzo de austeridad. Y puede que, por un tiempo, obtener financiamiento en los mercados no sea tan fácil ni barato.
Históricamente, las crisis económicas por las que atravesó Uruguay tuvieron, casi siempre, un origen fiscal. Salvo raras excepciones, por distintas fallas —desde morales a institucionales— los gobernantes hacen con los dineros públicos lo que no hacen en sus casas: gastan más de lo que entra a las arcas del Estado y se arma una calesita con endeudamiento que a veces termina saliéndose del eje. Ese componente estuvo en 2002, pero se sumaron otros externos, como la corrida de depositantes que vino desde Argentina. Aquella fue una crisis productiva (que ya estaba instalada desde antes con una recesión), bancaria (por la alta exposición al “riesgo argentino” y regulaciones permisivas), cambiaria (ante la imposibilidad de, sin reservas, sostener un dólar administrado) y financiera (los organismos prestamistas y los tenedores de bonos dudaban de la capacidad y voluntad de pago de un gobierno debilitado políticamente).
Lo de hoy, esta “crisis del Covid-19”, es distinta. Su génesis es un virus —de fácil contagio pero relativamente baja letalidad y para el cual aún se desconoce una cura— que infectó a la economía mundial y, ahora, a la uruguaya, llevándola a una virtual parálisis (necesaria para gestionar la propagación sin que colapse el sistema sanitario). Eso la hace incierta; desde hace un siglo, con la “gripe española” —también una variedad de influenza, que provocó más de 40 millones de muertos, principalmente en Europa, cuando la población mundial no llegaba a los 2.000 millones—, no se ve algo remotamente comparable. No están otros ingredientes que fertilizaron lo ocurrido en Uruguay en 2002, aunque sí existe cierta fragilidad fiscal y con el volumen de la deuda que las autoridades deben corregir.
En todo caso, lo que cabría esperar ahora es parecido a los coletazos recibidos por el país con la crisis financiera global surgida en 2007-2008 en Estados Unidos, y que las bajas tasas de interés en el mundo y la demanda china ayudaron a sobrellevar. Los sectores más golpeados serán otros, como ciertas ramas fabriles a las que se le caen mercados, el comercio minorista de bienes no básicos, así como algunos servicios, especialmente los relacionados con el transporte, viajes y esparcimiento fuera del hogar; si alguien puede hablar de crisis, son ellos. Quedarán unos pocos motorcitos pistoneando, como la transmisión de datos (por el teletrabajo, las aplicaciones para comunicarse a distancia y distracciones en el hogar como Netflix) o actividades del campo que requieren poco personal. Pero el balance global podría dar miedo: es posible que haya algún trimestre con caída violenta del Producto Bruto Interno (PBI) —quizás también un segundo que configure una recesión técnica—, aunque en verdad su profundidad y duración dependerán de cómo evolucione esta pandemia. En el mejor de los escenarios, sería como una gripe fuerte, pero no mortal para la economía que, a priori, no debería retrotraer a Uruguay a la pesadilla del 2002.