N° 2058 - 06 al 12 de Febrero de 2020
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáComo cada semana, dediqué varias horas de las tardes a buscar algún disparador para esta columna. No siempre es fácil, ya que, más allá de las situaciones concretas, los ejes conceptuales suelen repetirse. Un ejemplo sería la corrupción: suelen aparecer casos cada dos por tres, pero, dado que sus motivos y sus eventuales soluciones son casi siempre las mismas, es dudoso que un nuevo caso de corrupción sea interesante como disparador. A menos, claro, que involucre una enorme montaña de dinero público.
Lo que sí puede funcionar como disparador es el efecto acumulación. Esto es, cuando comienza a aparecer una suerte de patrón en la repetición de casos o cuando se incrementa la virulencia de los casos. Hay una tercera opción y es cuando es posible percibir un mismo patrón actuando sobre distintas escenas concretas. Cuando se aplica la misma retícula conceptual para distintos casos y realidades. Creo que ese es justo el caso de las críticas que está recibiendo el filme 1917 por no representar de manera “adecuada” la diversidad de nuestro presente. Se acusa al filme de mostrar demasiados hombres blancos en pantalla y eso sería un escollo en el desarrollo de la igualdad humana.
En lo más visible, esa acusación es idéntica a la que se viene haciendo a cualquier creación, a cualquier ficción, sobre la que el grupo de autonombrados guardianes de la corrección haya decidido que no cumple con las reglas que ellos exigen para que las cosas sean como “deben” ser. En lo concreto, la exigencia raya el absurdo en este caso: en filas inglesas en la I Guerra Mundial la inmensa mayoría de los combatientes eran blancos.
Con todo, lo interesante no es el ridículo de exigir (nada de pedir, acá venimos a exigir) a una ficción basada en hechos reales (en este caso, las experiencias directas del abuelo del director Sam Mendes), que cumpla con no se sabe qué cuotas de representación, como si la función del arte fuera “representar” de manera políticamente correcta aquello que muestra. En este caso, lo que se estaría exigiendo al director no es solo que deje de lado lo que su abuelo le contó (un material que por ser memoria personal no está obligado a pasar por ningún filtro colectivo), sino que además mienta explícitamente sobre aquello que realmente ocurrió. Y todo esto a efectos de que su obra se adapte a una sensibilidad decidida unilateralmente por un puñado de iluminados con llegada al poder.
Si todo esto no fuera suficientemente absurdo (y autoritario), me parece que el ridículo mayor es justamente el motor que late detrás de toda esta presión sobre la creación: la idea de que si las ficciones que creamos son “buenas” y “justas”, nuestro mundo real será más “bueno” y “justo”. Es decir, ya no es solo subordinar la ficción, que es precisamente el espacio de la libertad por definición, a la agenda de algunos (buenísimos, eso sí), sino que además se trata de mentir abiertamente en nombre de una causa simbólica que, por transitiva, transforma las cosas del mundo real. Realismo mágico del bueno.
Hasta hace no tanto tiempo, los paladines de todas estas paparruchas simbólicas se formaban e informaban en los manuales soviéticos de materialismo histórico o, en su versión socialdemócrata, en los textos de la Escuela de Frankfurt. Pero la caída del Muro de Berlín dejó en claro que los obreros no estaban demasiado interesados en hacerse matar en nombre del partido o la clase social y que preferían cobrar un sueldo decente y tener vacaciones pagas. Esa realidad hizo necesario un cambio radical en el speech de los irredentos: el proletariado ha muerto como sujeto del cambio, vivan las minorías relegadas como nuevo sujeto revolucionario. Y en nombre de eso, la vara de lo que se “debe” hacer no parece dejar de elevarse. Hasta inventarse una historia ad hoc, si eso es lo que necesita la causa.
Entiendo que reescribir el pasado de manera arbitraria no es solo la receta perfecta para repetir ese pasado sin siquiera darse cuenta de eso. Es, dejando de lado el estalinismo y sus fotos retocadas, contradecir todo aquello que proponía el propio marxismo sobre conocer la historia para interpretar correctamente nuestro presente y así proyectarnos al futuro. Para cualquier izquierdista medianamente serio, ese cambio de rubro sin solución de continuidad debería equivaler a una pisada de palito evidente. Sin embargo, son contados quienes se animan a levantar la voz contra estos ridículos.
Así las cosas, se me ocurren solo dos mecanismos para que esto pueda estar ocurriendo de la mano de quienes hasta hace pocos años se jactaban de tener la visión más científica de la historia: 1) la más sincera ignorancia sobre aquello de lo que se habla, sobre la historia y cuál es su papel en nuestra vida; o 2) el cinismo del que cree que repitiendo estas incoherencias, arrima sardinas al ascua propia. Es verdad que siempre es mejor discutir con un cínico que con un ignorante, por la simple razón de que el cínico sabe que lo es y el ignorante no. Por eso el ignorante no negocia sus “principios”, mientras el cínico pregunta “¿dónde está lo mío?”. Pero eso no cambia el fondo del asunto.
Más allá de cínicos e ignorantes, el caso expone de manera cruda esta nueva versión ideológica de los clásicos westerns de indios contra vaqueros. Una en la que los indios deben ser no solo los buenos de la historia sino además los protagonistas de situaciones que jamás los tuvieron como tales. Una en la que la sola presencia de hombres blancos, aquellos que históricamente estuvieron en ese lugar, es motivo para gritar “¡desigualdad!”. Como si hacerse matar de manera obligatoria en las trincheras fuera alguna clase de logro del patriarcado o lo que sea se esté consumiendo como categoría que lo explica todo esta semana.
Garúa, lluvia fina, mojabobos, casi ni se nota pero al final te empapa. Esa es la clase de sensación que me produjo esta enésima polémica en torno a la nada. O mejor dicho, este enésimo intento de controlar la creación y la libertad en nombre de una causa muy justa pero que no tiene la menor relación con 1917 ni la menor posibilidad de mejorar las cosas gracias a lo que Sam Mendes muestre o deje de mostrar en su filme. El absurdo de creer que se puede cambiar lo real solo en las nubes de la creación, sin tocar las relaciones reales entre personas reales.
Cuando vemos que estas ideas, surgidas de partidos, de organizaciones sociales y, sobre todo, de la academia, llegan a la charla pública y a la prensa (que es parte de esa charla pública), conviene recordar lo que apuntaba el escritor estadounidense George Packer en un artículo reciente, justamente sobre este asunto: “Una ortodoxia impuesta por la presión social puede ser más poderosa que la ideología oficial, porque la indignación popular tiene más peso que la línea del partido”. La idea de que la ficción existe para representar de manera correcta determinado consenso (y a veces ni siquiera un consenso) va directamente contra la propia idea del arte. Un arte que no cuestione no merece ser considerado tal. Y justo eso es lo que le está exigiendo nuestra nueva y correctísima Inquisición.