N° 2041 - 10 al 16 de Octubre de 2019
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáA medida que se entra en la niebla resulta fácil perder las referencias. En su borde exterior la niebla parece más tenue, más vaporosa. Al adentrarse, se va espesando y de pronto uno ya no sabe donde están los bordes, donde están las cosas, donde está el mundo. Y de pronto uno ya no logra distinguir entre ficción y realidad, entre los hechos y la ficción. La ficción entendida como parte nuclear de la posibilidad de la cultura, de nuestra capacidad humana de imaginar más allá de lo concreto. La ficción como lo opuesto a lo real. Cuando uno llega al centro del banco de niebla, suele ser el punto en que se empieza a alertar sobre los peligros morales de una película basada en un personaje de cómic creado hace décadas. Los peligros de una ficción que trata sobre otra ficción. En ese punto, me parece, arranca la polémica sobre la película Joker.
Tiene una violencia muy oscura y muy cercana, dicen algunos que la vieron. Es demasiado violenta, han dicho otros. “¿De verdad?”, se pregunta el director Michael Moore en una nota publicada en Facebook. “¿Considerando todo lo que estamos viviendo en la vida real? Permites que tu escuela realice ‘simulacros de tiroteos’ con tus hijos, dañándolos emocionalmente de forma permanente, mostrándole a los pequeños que esta es la vida que hemos creado para ellos”. Para Moore Joker deja en claro que realmente no queremos llegar al fondo de esto ni tratar de entender por qué personas inocentes se vuelven a Jokers cuando ya no pueden contenerse.
Tengo la impresión de que la indignación con esta película conecta con una de las derivas discursivas más sorprendentes de los tiempos recientes: hemos pasado a considerar prácticamente intercambiables realidad y ficción, lo real y lo simbólico. Uno casi añora aquel viejo esquema marxista de base y superestructura, que al menos tomaba en cuenta los datos y la realidad. Pero ya no, ahora lo que funciona es declarar que no existen verdades materiales, que todo es una construcción social y cultural y que, por eso mismo, todo es relativo y revocable a través de la “batalla cultural”. Que si vemos algo desagradable en la realidad, basta con cambiarle el nombre para que la cosa mejore. Y que si eso que está mal ya no tiene un símbolo que lo nombre, se irá borrando y todo estará genial al final.
El paso natural, y que ya dimos, fue entender que así como existe una realidad que se quiere enmendar, ese mismo estatuto puede y debe aplicarse a la ficción, ya que se trata de la misma clase de terreno. Un terreno que es simbólico porque el relativismo actual cree que todos los terrenos posibles son simbólicos. En este mundo tienen el mismo estatuto una opinión y un dato contrastado. No hay verdades, ni siquiera provisionales como las de la ciencia, todo son significantes vacíos en busca de un “relato”. Uno que suele ser provisto por el único y auténtico lector de los deseos del pueblo: el demagogo.
De ahí, que creer que la ficción puede y debe representar las cosas de manera “real” y “correcta” o de acuerdo con cualquier criterio exterior al propio creador, termina siendo la definición misma de censura. Esto es, la que ejerce quien tiene el poder de decidir que es “real” y que es “correcto” y a partir de eso generar un dispositivo social que descalifica a quien no dé por buenas esas categorías. Y eso sin entrar en que esa idea lo que muestra es una comprensión pésima de la idea de ficción. La función de la ficción en nuestra naturaleza humana es ser ese espacio libre e interior en donde creamos nuestras mejores obras como especie. Es la zona en donde piensan los científicos, filosofan los filósofos e imaginan los que imaginan.
Este asunto del Joker en EEUU se superpone con la especial relación que ese país tiene con las armas. Ejemplos sobran: dos chicos son víctimas de bullying, compran armas de asalto y matan a sus compañeros de liceo; un señor es despedido de su empleo, saca su rifle de asalto del ropero y se pone a matar gente en un McDonalds. Otro señor descubre que es gay y que eso lo frustra. Así que toma su arma automática y se va a matar gente en una discoteca gay. Otro se pelea con la madre y toma su fusil (el de su madre), la mata y se va al cine vestido de villano de comic para matar más gente. Los elementos comunes a todos estos casos son el fácil acceso a las armas de asalto, la idea de que no es tan loco resolver los diferendos a tiros y, obviamente, una serie de patologías que nadie fue capaz de diagnosticar o se tomó en serio. Nada que tenga la menor relación con la ficción, salvo por nuestra actual pasión de considerar que símbolos y hechos están hechos del mismo material.
Así, el temor y la indignación ante las ficciones pueden ser entendidos como parte de una “cosmética de los cambios”. La idea de que si no se mencionan esas cosas “malas”, estas no existen. Y que si se cambia el significante (que está ahí, vacío, esperando al populista de turno), se cambia la cosa en sí. La idea de que si no se describe en la ficción el proceso que lleva al Joker a ser quien es (un personaje de cómic, no hay que olvidarlo) entonces los asesinos reales, que pasan por procesos similares, en algún momento dejarán de existir. Pensamiento mágico el del niño que se tapa los ojos y dice “el nene no está”. Aplicado a vastas poblaciones de adultos, deseosas de encontrar una solución más o menos rápida y fácil a la angustia que provoca vivir en un mundo imperfecto y lleno de remiendos.
Hace unos días la prensa española recogía la noticia de la creación de una suerte de consultora para guionistas y directores de cine que, a cambio de una módica suma, les daba a estos creadores recomendaciones sobre cómo deberían ser sus obras para “representar” bien a minorías y mujeres. Como si la función de la creación, de la ficción, fuera “representar” la realidad de “buenas” maneras. Entre eso y dejar de considerar arte al arte no figurativo no parece haber un camino demasiado largo. Por lo pronto, ya estamos en ese camino cuando creemos que la ficción debe representar de manera adecuada esto o lo otro.
Así que no, Joker no va a ser la causa de que nadie baje a tiros a nadie. Solo una cultura que ha validado las armas y la violencia como argumentos sería capaz de causar algo así, pero no una ficción sobre esa cultura. Cultura que, es verdad, se interesa entre otras cosas por crear productos con personajes tan pesadillescos como los asesinos reales. Señalar a la ficción es un argumento facilón, inútil y de talante censurador. Al revés, apoyémonos en la ficción para mejorar nuestra perspectiva. No en vano una de las funciones del arte ha sido siempre la de ayudarnos a levantar la mirada del piso y lograr imaginar un poco más allá de lo que vemos a simple vista.