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    Dar la cara y saber moverla

    A los 86 años de edad, Jerry Lewis sigue entero, según lo muestra un documental que emite Max

    Suena a todo volumen una orquesta de jazz con sus metales, sus maderas, sus cuerdas y su percusión. Sentado de espaldas a la cámara hay un hombre que de pronto gira en su silla y muestra su locuaz rostro, capaz de acompañar la música con todas las variaciones posibles: los ojos a veces fuera de sus órbitas o bizcos, la boca que se abre y se cierra, los músculos faciales que se tensan y se relajan como si la orquesta sonara dentro de su cabeza cual alocadas hormigas que se abren caminos subterráneos. Es el inconfundible Jerry Lewis, el rey de las morisquetas, uno de los comediantes más famosos de Norteamérica, el padre espiritual de Jim Carrey.

    Esta maravillosa escena y muchas otras de archivo, además de material nuevo y entrevistas a sus fanáticos seguidores (Billy Crystal, Quentin Tarantino, Chevy Chase, Steven Spielberg y Eddie Murphy, entre otros), se pueden ver en el documental dirigido por Gregg Barson Method to the Madness of Jerry Lewis (EEUU, 2011), que emitirá Max el domingo 28 y el martes 30 de octubre a las 22 horas.

    Payaso viejo que más sabe por las mañas que por las payasadas, Jerry Lewis luce entero a los 86 años, aunque con algunos infartos a cuestas, una cirugía de corazón, una próstata que quedó por el camino y un nivel de azúcar en la sangre un tanto alto. Pero el hombre sigue haciendo morisquetas. Sigue cantando y contando chistes. Y, sobre todo, sigue improvisando: lo vemos en el Festival de Cine de Cannes bromear en una conferencia de prensa y tomarle el pelo a la traductora; lo vemos saludar a la gente en la alfombra roja rumbo a los premios Oscar; lo vemos en un show en Las Vegas donde el público se desternilla de risa y le confiesa su amor. Un octogenario que antaño fue famoso y que todavía se las trae, ahora con el pelo cano, la mirada algo triste pero aún vivaz, la piel con más manchas y flácida pero las ganas intactas de tomarle el pelo a quien se le ponga delante.

    Cuando era joven y ágil hacía cosas memorables, como tropezar con mesas y tirar jarrones y agarrarlos a centímetros del piso (“en los ensayos rompí decenas”, recordó en el documental), para desesperación del dueño de casa.

    No había tomado una sola clase de baile en su vida, pero sabía bailar. En “Érase una vez... un ceniciento” (Cinderfella, 1960), desciende por una larguísima e interminable escalera como si fuese un solo de saxofón, improvisando escalón por escalón. Y lo que es mejor, cuando el reloj marca la medianoche, sube esa misma escalera como un bólido, en seis segundos. En realidad, cuando llegó arriba tuvo su primer infarto y debió ser internado. Al volver en sí en el hospital vio a su padre al borde de la cama que de modo lastimero le reclamaba: “¡Mirá el disgusto que le diste a tu madre!”. Según lo puntualiza el propio Jerry en el documental, un “típico comentario” de familia judía.

    Tenía intuición no solo como comediante. La primera película que dirigió —y también escribió y produjo— fue “El botones” (The Bellboy, 1960), en riguroso blanco y negro. Allí el payaso no hablaba ni una palabra hasta el final; todos los chistes eran visuales y muchos de ellos herederos del mejor cine mudo, como la famosa instantánea con flash que convierte la noche en día. Cada chiste tenía su ritmo y su resonancia interna.

    Al hacerse cargo de su material, Jerry se puso más meticuloso. Gracias a la tecnología japonesa, se le ocurrió emplear por primera vez un monitor que grababa la película, de modo que cada secuencia podía ser vista en una pequeña pantalla inmediatamente después de rodada y no necesitaba esperar el proceso de revelado y la mesa de montaje.

    Dicen que Jerry ayudó a Stan Laurel en sus últimos años. Era su maestro e ídolo y deseaba aprender todos los secretos que el “Flaco” pudiera enseñarle. También dicen que ambos eran perfeccionistas y obsesivos, y que preferían trabajar una hora más antes que ir de paseo en yate o jugar al golf.

    Además, nuestro payaso era un tipo astuto. Con “El profesor chiflado” (The Nutty Professor, 1963), su película más famosa, acordó con la Paramount una cláusula por la cual adquiría los derechos de futuras remakes en caso de que las hubiere. “Por supuesto”, le dijeron los ejecutivos sin apenas reparar en la desusada y extraña palabra remake. Mucho tiempo después cobró un buen dinero gracias a las dos versiones que hizo Eddie Murphy en 1996 y 2000.

    No solo fue un profesor chiflado sino un buen profesor a secas. Dio clases de cine y editó un manual que era la Biblia para el estudiante Martin Scorsese. También invitó a un desconocido y tímido Steven Spielberg a mostrar su primera película a los otros alumnos.

    El impulso inicial de muchos cómicos hay que agradecérselo a sus progenitores. El de Jerry Lewis, que nació como Joseph Levitch en Newark, New Jersey, el 16 de marzo de 1926, también. Su padre era cantante y comediante y un día le ofrecieron 10 dólares más por incluir en el show a su hijo pequeño de cinco años. El niño cantó, hizo un par de monerías, trastabilló y rompió algo y el público estalló en carcajadas.

    En 1946 encontró a su pareja perfecta: Dean Martin, una asociación que duró diez años, montañas de shows, más de una docena de películas que no pasan de ser agradables en el mejor de los casos y millones de dólares para la Paramount. Martin cantaba y hacía de hombre serio; Lewis replicaba como el descerebrado. Juntos eran dinamita y por eso la productora les subió el sueldo a diez mil dólares semanales, una fortuna para la época.

    La fama llegó pronto a niveles que luego serían superados únicamente por los Beatles: donde esta pareja actuaba, había conglomerados públicos, el tráfico se detenía y la Policía debía intervenir, mientras las chicas aullaban de amor y rivalizaban con sus alaridos con las sirenas de los patrulleros.

    Como Martin quería trabajar menos y Lewis más, la pareja se separó. Mucho tiempo después y cada uno con el camino trazado en el mundo del espectáculo, los volvería a juntar en un apretado abrazo arriba de un escenario nada menos y nada más que Frank Sinatra. Ya no eran socios pero se tenían un profundo afecto. “No hay un solo día, ni uno solo, en que no piense en mi amigo, a quien le debo tanto”, declaró el rey de la morisqueta en Method to the Madness of Jerry Lewis.

    Por fuera del payaso tradicional, este comediante tiene tres películas estupendas: “Sueños en Arizona” (1993), de Emir Kusturica; “Funny Bones” (1995), de Peter Chelsom, y la obra maestra de Scorsese “El rey de la comedia” (1982), donde Jerry Lewis hace de Jerry Lewis en la intimidad, un tipo serio e irascible con el que no debe ser fácil convivir.

    Dejemos de lado la genialidad incomparable de Charles Chaplin o Buster Keaton: están en otra escala, lejos de los mortales. El estilo invasivo y recargado de Lewis, como el de Jim Carrey, no tiene términos medios: se lo ama o se lo detesta. Pero los ojos bizcos, los dientes de conejo y el pelo revuelto mixturados en una extraña receta de tontería atómica, siguen provocando risas y complicidad.

    Vida Cultural
    2012-10-11T00:00:00