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    De paseo a la muerte

    Dicen que el periodista Meyer Berger, estrella en The New York Times, tenía varias fuentes y todas disímiles para sus famosas crónicas: un vendedor de hot dogs, un policía, el portero de un hotel cinco estrellas, un corredor de bolsa de Wall Street, la viuda de un senador. Pero la noticia que iba a seguir esta vez no llegaría de Manhattan, sino de East Cam­den, en New Jersey, a pocas horas de Nueva York: el 6 de setiembre de 1949, un tal Howard B. Unruh de 28 años, condecorado en la II Guerra Mundial por su extraordinaria puntería, la había emprendido a los tiros con los vecinos. Un día de furia con doce muertos y cuatro heridos. Berger se esfumó de la redacción hacia su coche, manejó unas tres horas hasta su destino, habló con más de 50 testigos, registró con ojo biónico el ambiente, volvió a la redacción en Nueva York y escribió en dos horas y media un tremendo artículo de unas 4.000 palabras que salió al otro día y fue Premio Pulitzer de Crónica en 1950.

    El artículo es un cuento policial de los mejores. O una película de Sam Peckin­pah condensada, con sus tiros y la sangre saltando en cámara lenta. Rebosa la misma dosis de información, precisión narrativa, giros e imágenes imprevistas.

    Este buen hombre de voz aterciopelada que vivía con su madre y era conocido por los vecinos como alguien silencioso y educado, no tuvo piedad y con su vieja Luger y un par de cargadores que guardaba en su casa mató con pasmosa tranquilidad a hombres, mujeres y niños que se cruzaban en su camino. Disparaba por la calle, entraba en las tiendas, le metía una bala al farmacéutico, salía y le daba lo suyo al sastre, luego al barbero y al zapatero. Ejecutaba y emergía “de nuevo al luminoso día”, escribe Berger con un soberbio contrapunto. Incluso hubo quien se resguardó en un armario, pensando que el asesino pasaría de largo. Unruh no tuvo necesidad de abrir la puerta: disparó y acertó de una.

    ¿Cuál fue la razón de esta locura que duró 12 minutos? Al parecer, había instalado un postigo en su jardín y al día siguiente ya no estaba. Para asegurarse de que no se salvara ningún “culpable” del robo, baleó a todos. Unruh fue encerrado en un psiquiátrico hasta 2009, cuando dejó de respirar, a los 88 años. Berger murió mucho antes, en 1959. El dinero del Pulitzer se lo había donado a la madre del demente homicida.

    Esta crónica y otras siete integran Asesinato en América (Errata naturae, 349 páginas), que se subtitula Los grandes delitos de sangre de la historia norteamericana relatados por los Premios Pulitzer.

    El artículo más largo es el que abre el libro y refiere al famoso caso de Leopold y Loeb, ocurrido en 1924. Los periodistas James W. Mulroy y Alvin H. Goldstein, del Chicago Daily News, cubrieron ampliamente el asesinato de un niño a manos de dos adolescentes de clase alta, brillantes estudiantes educados en las mejores escuelas. Nunca hubo arrepentimiento y todo apunta a una acción que quiso probar la técnica del asesinato como una de las bellas artes. El caso inspiró a Alfred Hitchcock a rodar La soga en 1948.

    Lo que es capaz de hacer una turba enardecida fue motivo del Premio Pulitzer de 1934 otorgado a Royce Brier, del San Francisco Chronicle, por su trabajo ¡Linchamiento! El cadáver mutilado del hijo de un comerciante apareció en la bahía de San Francisco. Los asesinos ya estaban en una prisión del condado de Santa Clara, pero la turba, integrada por unas diez mil personas en las que había mujeres y niños, no pudo esperar los tiempos de la Justicia. Los policías resistieron a la multitud como pudieron, con gases lagrimógenos, hasta que se acabaron. Luego de una lluvia de piedras, la turba abrió las puertas de la prisión usando una cañería como ariete, se introdujo incontenible en el interior del edificio, recorrió a los gritos celda por celda, dio con los asesinos y los arrastró hasta el histórico parque St. James, donde fueron colgados. Escribe Brier: “La muchedumbre corría de acá para allá, los niños correteaban entre la gente para poder verlo mejor. A algunos de ellos los cogieron en brazos, a menos de ocho metros de uno de los hombres ahorcados, mientras la multitud de espectadores se arremolinaba alrededor y daba rienda suelta a los gritos de triunfo”. Como diría la jerga periodística de la crónica roja, un espectáculo dantesco.

    Merriman Smith siempre reconoció su suerte: era el periodista de la United Press International (UPI) encargado de cubrir la Casa Blanca, y por lo tanto estaba en Dallas el 23 de noviembre de 1963, cuando asesinaron a JFK. Smith y otros tres reporteros iban en un coche para la prensa a unos 150 metros de la limusina descapotable presidencial cuando sonaron tres detonaciones. A partir de allí se desata una de las peores tragedias de la política estadounidense, pero también uno de los momentos en la historia que cualquier periodista desearía cubrir. Smith corre desaforado por el hospital de Dallas mientras se abren y cierran puertas con médicos, policías y capellanes, y hace cualquier cosa por dar con un teléfono (qué épocas aquellas sin celulares). Termina en el Air Force One con el juramento de urgencia de Lyndon Johnson y la pálida presencia de Jackie Kennedy, que vestía “el mismo traje de lana rosa que llevaba puesto por la mañana, cuando saludaba feliz al gentío en el aeropuerto, junto a su marido”.

    También fue Premio Pulitzer la cobertura de la manifestación en la Universidad de Kent en 1970, contra la guerra en Vietnam, cuando la Guardia Nacional mató a cuatro estudiantes e hirió a otros once manifestantes.

    Es otra película —morosa y con suspenso— el caso de un misterioso francotirador que provocó terror en el pueblo de montaña Shade Gap, en el condado de Huntingdon, Pensilvania, en 1966. El artículo de Robert Cox para The Chambersburg Public Opinion construye pieza a pieza la estructura de este hombre solitario, él mismo una pieza más en un vasto paisaje verde, gris y rocoso, a lo Stephen King, que vivía con la única compañía de sus perros y una bicicleta.

    El líder religioso de una secta que decía descender directamente de Dios, Yahweh ben Yahweh, era más conocido por el FBI como Hulon Mitchell Jr., así vino al mundo según su mamá, su papá y el registro civil. Lo cierto es que Yahweh —o Hulon Mitchell— admitía en sus filas espirituales, que tenía sucursales en varios estados, a quien asesinara a un “demonio blanco”. Cuando los adeptos fueron cayendo, las autoridades encontraron serias complicaciones para conocer sus nombres reales: todos eran Yahweh o hijos de Yahweh, o Hijos de Dios, o Job Israel, o Josiah “Fuego del Señor”. Y cuando les preguntaban por su edad, decían tener 400 o 500 años. Un encantador batiburrillo mental, mientras su líder se alojaba en la suite de un hotel de Nueva Orleans a 390 dólares diarios.

    El libro finaliza con la masacre de Columbine en 1999, que dejó 25 muertos y otros tantos heridos, cuando dos estudiantes con varias armas de fuego dieron vía libre al gatillo en el Instituto Columbine.

    Por estos días, y en alusión a tantos casos similares ocurridos en centros de estudios, Trump dice que los maestros y profesores deben estar armados. ¿Es la solución?