N° 1886 - 29 de Setiembre al 05 de Octubre de 2016
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLe disgustaba a Kant el ingenio con la misma fuerza y convicción con que le molestaba la impuntualidad, el ocio vacuo, la ingratitud y los calcetines desmayados sobre los talones. Consideraba que la razón era bordeada y utilizada por el ingenio, pero no debidamente servida. Vivió en una época, hay que Reconocerlo, donde este buen hábito de las mentes agudas gozaba de enorme respeto, y tenía, además, ilustres antecedentes, siendo los más notorios las comedias italianas del renacimiento, algunas piezas de Shakespeare (Mucho ruido y pocas nueces, Hamlet, el bufón de Rey Lear en el segundo acto), los juegos verbales de Rabelais y de Quevedo, las sátiras de Cyrano de Bergerac, ciertas frases felices de La Rochefoucauld. La literatura inglesa de esos años en que Kant compone la Antropología en sentido pragmático (FCE, que distribuye Gussi) había dado a Fielding, a los irlandeses Sterne y principalmente a Swift (que escribió su divertida Meditación sobre el palo de escoba, y que dijo que “la mayoría de las personas son como alfileres: sus cabezas no son lo más importante”), y Al Dr. Samuel Johnson, ingenioso de profesión. Sobre la espalda de este último deposita Kant sus reproches al uso y prestigio del ingenio.
Había motivos para celebrar a este célebre maestro del malhumor risueño y paradójico; Johnson, que como bien infiere Borges de su lectura de Boswell, era más conversador que escritor, no perdía ocasión para deslizar el filo agudo de su estilete sobre toda situación que le resultara embarazosa o persona que no coincidiera con sus radicales opiniones conservadoras. En un periódico de corta vida, de los muchos que dirigió, se refirió a cierto adversario en términos genéricos: “Nuestro ánimo se inclina a confiar en aquellos a quienes no conocemos por esta razón: porque todavía no nos han traicionado”. A veces escribía y lo hacía bien, pero se cuenta que era haragán, que prefería una buena charla en el club o en la plaza antes que tomar la pluma, aun sí tuvo tiempo, fuerza y talento como para componer el primer diccionario de la lengua inglesa, obra monumental pero de corta influencia, ya que al poco tiempo el diccionario de Webster opacó su primordial labor canonizadora. En verdad se llevaba bien con los libros, pero no con la gente vinculada a los libros; en cierta ocasión golpeó con un pesado libro a cierto impertinente que se burló de sus textos en una biblioteca; a un escritor al que no podía sino despreciar le destinó la siguiente lápida, a la hora de comentar su última obra: “Su libro es bueno y original, pero la parte que es buena no es original y la parte que es original no es buena”.
A Kant le molesta su velocidad y también su ligereza. Dice que cuando se trataba de cuestiones serias para la razón, su amigo Boswell, con quien mantuvo los diálogos que darían origen a la celebrada biografía, “no pudo sacarle un solo oráculo, tan incesantemente buscado, que delatase el menor ingenio; sino que todo cuanto lograba proferir sobre los escépticos en materia de religión, o sobre el derecho de un gobierno, o simplemente sobre la libertad humana en general, terminaba por obra del despotismo en sentenciar que en él era natural y estaba arraigado por haberse dejado corromper por los aduladores, en una torpe grosería que sus adoradores gustan de llamar rudeza, que demostraba su gran incapacidad para unir el ingenio con la acribia (exactitud) en un solo pensamiento”. Le exaspera al filósofo que hubiera ingleses que pensaran que Johnson podía representarlos en el Parlamento, y lo propusieran para una diputación, que finalmente no tuvo lugar. No ahorra Kant la nota despectiva para comentar este hecho: “El ingenio que basta para componer el diccionario de una lengua, no por ello alcanza a despertar y avivar las ideas de la razón que son necesarias para entender de empresas importantes”. Para terminar de hundirlo, y con él a toda la pléyade de admiradores que en su momento encresparon a Kant, remata su anatema: “La modestia entra de suyo en el ánimo del que se ve llamado a la actividad parlamentaria, y desconfiar de sus talentos para no resolver por sí solo, sino tomar también en consideración los juicios ajenos (acaso sin que se note), era una propiedad que no le entró nunca a Johnson”.
Es curiosa la profecía: Johnson, entre muchas de sus exageraciones verdaderas, explicó que el gran demonio de los escritores son los escritores contemporáneos, a los que por lo general se prefiere ignorar o directamente despreciar.