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    Decir la verdad

    Andrzej Wajda (1926-2016)

    Polonia, entre otras cosas, es una tierra de cineastas. Ha dado muchos y muy buenos, como Polanski, Kieslowski, Zanussi, Skolimowski y Zulawski. Pero quizá el más importante fue Andrzej Wajda, que murió este domingo 9 en Varsovia a los 90 años. A lo largo de su extensa carrera —siempre radicado en Polonia— obtuvo varias distinciones, entre ellas la Palma de Oro en Cannes por El hombre de hierro (1981), el Premio Fipresci en Venecia por Cenizas y diamantes (1958) y en Cannes por El hombre de mármol (1977) y también un Oscar honorífico por su trayectoria en 2000, pero eso es lo de menos. Wajda fue un grande sencillamente porque hizo grandes películas.

    Básicamente, su filmografía se divide entre realizaciones políticas y costumbristas o poéticas, pero siempre con una clara alusión a la realidad polaca o a su pasado. Su última obra fue Walesa, la esperanza de un pueblo (2013), que cierra la trilogía iniciada con los hombres de mármol y de hierro y se centra en la figura del famoso sindicalista de Solidaridad y Premio Nobel de la Paz en 1983, Lech Walesa.

    Con un estilo claro y seco, Wajda transita a partir de 1970 los movimientos sindicales en el astillero Lenin, de Gdansk, donde Walesa comenzó como electricista, hasta su transformación en un líder político y espiritual de los obreros, mediante huelgas y enfrentamientos con la Policía y el gobierno comunista. Walesa, que llegó a ser presidente de Polonia entre 1990 y 1995, fue una de las principales figuras —anterior a la irrupción de Gorbachov— en la caída del socialismo real y de la Unión Soviética. Polonia siempre fue el patio trasero de las potencias de Europa Central y del Este. Cada vez que había una guerra, sus límites cambiaban, se acortaban, y la sangre de los polacos era derramada. Pero a raíz de Solidaridad, de la obstinación y del empuje de los obreros (y también de la Iglesia católica), los movimientos por las libertades sindicales en Polonia tuvieron una resonancia fundamental en los países del Este. Por una vez, el pequeño se enfrentó al gigante y lo derrotó.

    Hay un diálogo de la película que es clarificador de la cadena de poderes. Los obreros del astillero entran en huelga y ocupan los lugares de trabajo. Un sindicalista le dice a Walesa:

    —Hay carros blindados en las inmediaciones del astillero. Van a entrar.

    —No van a entrar. Solo quieren asustarnos. ¿A quién le tienes miedo?

    —A las Zomo (tropas mecanizadas de la Policía).

    —Ellos también tienen miedo.

    —¿A quién? ¿A nosotros?

    —A su ministro.

    —¿Y el ministro?

    —A Gierek.

    —¿Y Gierek?

    —A Brézhnev.

    —¿Y Brézhnev?

    —A los americanos, quizá.

    —Él se ríe de los americanos.

    —¿Y a Dios? ¿No le tiene miedo a Dios?

    —Es un ateo. No le teme ni al mismísimo Diablo.

    La historia es conocida. La huelga se prolonga y el gobierno debe transar. Aceptan las propuestas de los sindicalistas, pero más adelante llega el gorilón Jaruzelski, con aquellos horrorosos lentes, y decreta la ley marcial. Walesa es detenido. Lo van a buscar el secretario del Partido y el alcalde a su humilde departamento, donde vive con su esposa y sus hijos. El secretario del Partido está tan nervioso que se ha calzado dos zapatos distintos. Moscú presiona, con el comunismo no se juega. Y Walesa no sale de prisión hasta que muere Brézhnev, así de sencillo.

    El cine de Wajda no detuvo nunca su denuncia contra la opresión y la falta de libertades por temor a la censura comunista. Supo sortearla, por ejemplo, hablando de la resistencia en la II Guerra Mundial con La patrulla de la muerte (1957), de Los demonios (1988) de Dostoievski o de la Revolución francesa, que se tragó a sus hijos y los fue enviando uno a uno a la guillotina, como en Danton (1983). Qué película Danton, lo mejor que se hizo a propósito de la Revolución francesa.

    El padre de Wajda, que era un oficial polaco, fue una de las más de 20.000 víctimas (entre las que había, además de militares y policías, intelectuales y otros civiles) fusiladas por el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD, lo que luego se convertiría en la KGB) en 1940, por orden de Beria y Stalin, una masacre que durante mucho tiempo se atribuyó a los nazis. Semejante episodio está desarrollado en la película Katyn (2007). “El polaco, sublime en su dolor, ha cansado el brazo de sus opresores a fuerza de hacerse apalear”, escribió Balzac. Alemanes, mongoles, rusos, húngaros y turcos se han llevado por delante una y otra vez la soberanía del águila blanca sobre fondo rojo.

    Wajda tenía clara una vieja máxima del artista, que es también una máxima que debería tener cualquier hombre libre: el deber de decir la verdad. En la era poscomunista llegó a ser senador por Solidaridad, cargo en el cual suponemos que hizo honor a semejante máxima, aunque la política es la política. En los últimos tiempos estaba alarmado por el ascenso de la extrema derecha en Europa.

    Entre sus realizaciones costumbristas y poéticas se imponen la onírica La boda (1973), que ocurre durante toda una noche y en un único lugar, donde los mortales comparten comida, bebida y baile con los fantasmas; El bosque de abedules (1970), con un maravilloso final en el que un agónico Daniel Olbrychski pasea con su cama por un bosque; Las señoritas de Wilko (1979), que habla tanto del amor como de la delicadeza y la fragilidad de esos mismos sentimientos en un entorno campestre y apacible, y La tierra prometida (1975), que instala el apogeo de las industrias textiles a principios del siglo XX, en una Polonia descuartizada una vez más por Prusia, Rusia y Austria, con un aliento épico digno de las mejores sagas bélicas.

    Fue tonelero y herrero, oficios que alguna vez figuraron en su legajo. Ayudó a restaurar frescos en las iglesias, y a partir de ese momento ocurrieron dos cosas: afianzó su creencia en Dios y abrazó la causa del arte. Estudió pintura en la escuela de arte de Cracovia (Cézanne fue uno de sus ídolos) y como no se sintió capaz de enfrentar el poder de las imágenes en solitario, decidió estudiar cine y lo hizo en la famosa escuela de Lodz. “Quería ser pintor”, recuerda, “pero eso requería una extraordinaria fe en ti mismo y… mucha soledad. Por eso me convertí en cineasta. Trabajo con imágenes y es más fácil que pintar. Y además, tengo gente alrededor, un asunto que también trae dificultades, pero no se compara con la soledad del poeta, del escritor o del pintor”.

    Y claro, su obra emblemática y un cruce de caminos estilístico, fue Cenizas y diamantes (1958), un peliculón, un clásico a prueba de tanques que respira modernidad por donde se la mire, con esa imagen final en la que Zbigniew Cybulski, con lentes negros de beatnik, cae herido mortalmente en un basural.