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    Defectos de Shakespeare

    Columnista de Búsqueda

    N° 1934 - 07 al 13 de Setiembre de 2017

    Es un error salir a buscar la pila bautismal de William Shakespeare en algún oscuro rincón de Stratford. No está allí, aunque allí se encuentre la parroquia y la anotación del registro que informa sobre cierta soleada mañana de abril de 1564. La verdad es que para nosotros, Shakespeare fue presentado al mundo recién cuando Samuel Johnson se dispuso a ordenar, analizar y prologar su obra, ya sobre la segunda mitad del siglo XVIII. Lo anterior son incidentes interesantes para los historiadores, pero indignos de relieve para la literatura.

    Su prefacio a la edición completa y definitiva de las obras de Shakespeare (que se encuentra en el libro Ensayos literarios, de Galaxia Gutenberg, que distribuye Océano) es el primer estudio sistemático sobre el estilo, los contenidos conceptuales y los valores y defectos de las cerca de 40 piezas que llevan la admirada firma. Sin perjuicio de apreciar el conjunto del análisis absolutamente revelador y por demás pedagógico, no puedo dejar de centrarme en la docena de defectos que a juicio del crítico se encuentran dispersos en esa selva infinita de palabras que son como ángeles y como estrellas, como ríos rumorosos, como atardeceres resplandecientes, como abrazos, como sangre y barro, de ese barro común del que todos estamos hechos y del que ni siquiera la muerte consigue libertarnos. Para Johnson, no para mí, que me parecen insignificantes, esos defectos amenazan con oscurecer cualquier mérito.

    Lo que sigue es un resumen aproximado que informa acerca de la admiración pero también de la vocación de imparcialidad que tiene su mirada.

    Sacrifica la virtud a la conveniencia, y es mucho más cuidadoso en agradar que en instruir (…) no distribuye adecuadamente el bien y el mal ni se cuida siempre de mostrar en el virtuoso una desa­probación de la maldad.

    Las tramas están demasiado a menudo tan poco anudadas que hubiese bastado con una atención leve para mejorarlas.

    En muchas de sus obras ha descuidado de manera notoria la última parte. Cuando se encuentra cerca del final de la obra y con la recompensa a la vista, escatima esfuerzo para arrebatar el provecho.

    Apenas se preocupaba de caracterizar el tiempo y lugar, y atribuía a una edad o nación, sin escrúpulos, las costumbres, las instituciones y las creencias de otras, a expensas no solo de lo probable, sino también de lo posible.

    Sus bromas suelen ser groseras y su manera de divertirse licenciosa, ni sus caballeros ni sus damas son demasiado delicados, ni sus maneras ni su aspecto son lo bastante refinados para distinguirlos suficientemente de sus bufones.

    En las tragedias, las efusiones pasionales que la necesidad impone son la mayoría de las veces conmovedoras e intensas, pero si se requiere de su invención o se apremia demasiado a sus facultades, el resultado de su esfuerzo es ampuloso, mezquino, tedioso y oscuro.

    Su narración se ve afectada por la desproporcionada pompa de su dicción y una sucesión molesta de circunloquios, emplea demasiadas palabras para describir de manera incompleta.

    Sus declamaciones o discursos retóricos suelen ser fríos y débiles.

    Es habitual en él enredarse con un sentimiento difícil de manejar, que no logra expresar bien pero al que no renuncia, forcejea un rato con él y si continúa con terquedad sin soltarlo lo comprime en las primeras palabras que se le ocurren y lo deja para que lo desenreden y desarrollen quienes dispongan de más tiempo ocioso para dedicárselo.

    Utiliza a veces epítetos sonoros y metáforas hinchadas.

    No es capaz de mantenerse mucho tiempo dúctil y conmovedor sin resistirse a un chiste, una vanidad o un equívoco vulgar. En cuanto se pone en movimiento se pone la zancadilla a sí mismo.

    Sea cual sea la dignidad y profundidad de sus disquisiciones, aunque esté ampliando nuestra sabiduría o exaltando el afecto, aunque trate de absorber nuestra atención con acontecimientos o enredándola con el suspense, si se le ocurre un juego de palabras se irá detrás de él y dejará el trabajo inacabado.

    Para los buenos lectores de Shakespeare estas apostillas, lejos de desalentar estimulan nuevos acercamientos. Lo que Johnson pretendía era ofrecer ambiciosamente la totalidad de los ángulos que componen el universo de Shakespeare, precaverse de la inevitable admiración que sentía, del temblor que le produjeron todas esas palabras. Su crítica así aislada parece impertinente; dispersa en el discurso analítico apenas se nota.