Se ha inspirado en la ferocidad de los levantamientos revolucionarios de la primera mitad del siglo XIX, en La tierra purpúrea de W.H. Hudson, en la figura de Artigas y también en el misterio de la poesía o en los aromas y texturas de los mercados.
Se ha inspirado en la ferocidad de los levantamientos revolucionarios de la primera mitad del siglo XIX, en La tierra purpúrea de W.H. Hudson, en la figura de Artigas y también en el misterio de la poesía o en los aromas y texturas de los mercados.
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa artista Pilar González ha experimentado con todo tipo de materiales y técnicas en varias áreas de la creación: dibujo, pintura, creaciones volumétricas, vestuario y escenografía para teatro e ilustración para revistas, semanarios y suplementos culturales. Todas sus facetas artísticas se reúnen ahora en la muestra Placeres, sordideces, penurias, que se exhibe hasta el 10 de noviembre en las salas Carlos Federico Sáez (I y II) del Ministerio de Transporte y Obras Públicas, con curaduría del encargado de las salas Gabriel A. Sosa.
“Pilar consigue ilustrar los placeres, sordideces y penurias de este mundo con el sector medular de su trabajo, que durante décadas han sido sus dibujos”, escribió en una nota el crítico de arte Jorge Abbondanza fallecido en 2020. La artista se sintió representada en esos conceptos y los eligió como nombre para su muestra, que se organiza con un criterio temático más que cronológico. Se podría decir que sigue la lógica de los estados anímicos, espirituales y sensoriales que fue atravesando en distintas etapas de su vida y que fue volcando en sus obras.
La crueldad de la historia cubre la pared derecha de la sala principal. Ese sector está dedicado al despenamiento o degüello, práctica habitual en animales que se trasladaron a los hombres en los enfrentamientos de la Guerra Grande. Una representación volumétrica muestra cabezas de degollados clavadas en cañas tacuara. Están hechas de tela, estopa, hilos rojos, y son realmente impactantes. A su lado, el degüello está representado también en el plano. “Leí que hacían carreras de degollados porque el cuerpo seguía en movimiento. Una maldad salvaje. El tema del degüello me conmovió mucho”, explicó González a Búsqueda en un recorrido por la muestra.
Siempre ha trabajado con el plano y el volumen, algo que también aplicó al teatro. Estudió un año y medio en el taller de Nelson Ramos y con él aprendió a mezclar las disciplinas, a salirse del plano. “Era un maestro de cabeza muy abierta”, dice al recordarlo.
“¿Qué nombre más conveniente puede encontrarse para un país tan manchado con la sangre de sus hijos?”, dice un fragmento de La tierra purpúrea, esa crónica de Hudson publicada en 1888, fruto de su recorrida por el Uruguay caudillesco sacudido por los enfrentamientos. Ese libro le brindó a González material suficiente para crear figuras de ese mundo violento. “Es un libro maravilloso. Tiene varias historias que me conmovieron mucho. Hice el vestuario para la Comedia Nacional cuando estrenó esta obra y eso renovó mi visión de la historia y me metió en la creación de personajes que yo me imagino integrados a ese mundo muy sangriento”.
Y a esos personajes los representó como figuras grotescas, son dibujos en carbonilla sobre papel que muestran a seres aindiados, algunos con bigotes que se entreveran con la barba deshilachada. “Creo que todos mis trabajos tienen en lo técnico un contenido muy emocional porque yo soy así. Siento que deposito mucho de mí en mis trabajos en general. En una obra siempre tiene que haber un equilibrio entre lo expresivo y lo técnico. Si tengo que sacrificar un poquito de algo es lo técnico en favor de lo expresivo”.
González nunca trabajó con modelos, pero hizo preparatorios de medicina y estudió anatomía, algo que la ha ayudado en sus obras. “Quien se mete con la figura humana tiene que tener algo de ese conocimiento. Para deformar primero hay que saber formar”. Señala uno de sus dibujos de cara deformada, como aplastada. “Yo sé dónde hay huesos y músculos. Después los muevo según lo expresivo, pero está siempre esa base anatómica”. En algunos de sus trabajos, metió “mucha mano y mucho dedo” porque le gusta el contacto con el papel y con los materiales que usa.
Desde el 2014, cuando expuso en el Museo Blanes con una gran muestra, González viene trabajando ese momento de la historia. La figura de Artigas en el campamento de Purificación le inspiró también una serie de dibujos que aluden al pasado. “En mi madurez me ha venido una locura asesina por Artigas”, dice la artista y se ríe. “Cuando lo cuestionan me enojo. Artigas para mí tiene mucho peso. He leído bastante sobre el éxodo y en su momento hice una gran instalación tridimensional con alumnas de mi taller. Y ahora me interesó el campamento de Purificación. Me imaginé personajes desarrapados. No eran militares, era el pueblo con sus trapos atados, que vivían en ranchitos o bajo techos de paja”. Para dibujarlos usó tinta negra con pluma y después con tinta aguada, que da la visión de algo deshecho.
Su Artigas es reconocible, pero tiene rasgos muy diferentes a sus habituales representaciones. Es más taciturno, como si estuviera ensimismado en sus reflexiones. “Tengo como un enamoramiento con Artigas, soy una Melchora Cuenca. Lo admiro por su ideario, por su honestidad, por su solidaridad con los indios. Además me lo imagino como un tipo muy atractivo. Podría haber sido un señorito, por su familia y las propiedades que tenía, pero terminó solo, en la pobreza y traicionado”. Para representarlo usó una mezcla de técnicas que incluyen además de tinta y carbonilla el corrector blanco.
Su obra más reciente consiste en una serie de figuras masculina de grandes dimensiones. Son hombres oscuros que daría miedo encontrar en la soledad de alguna esquina. Están al fondo de la sala, pero se distinguen enseguida y tienen algo magnético, porque la mirada se dirige hacia ellos. Son seres de arrabal, “de avería”, como los denomina la artista. Aquí la técnica fue otra. Usó, en algunos, papel kraft, en otros, un papel más parecido al cartón, e introdujo el collage y mucha carbonilla a puro dedo y mano. Además esos rostros parecen querer escaparse del recuadro. “Es lo que Ramos me metió en la cabeza: salirse, no tener límites. Eso es lo que le agradezco. También aprendí con Ramos que el dibujo es línea y la pintura es mancha. Esto tiene de dibujo y tiene también pintura”.
Habitualmente se ha asociado la obra de González con la figura femenina, por eso en esta oportunidad también quiso darle un lugar destacado a lo masculino. “Yo creo que voy más a lo humano, que es lo que me interesa. Me suelen decir que mi trabajo en general es fuerte, y es posible. También creo que es un poco contradictorio porque soy muy frágil internamente, he sido muy tímida. Sin embargo, en lo que hago saco lo contrario”, dice la artista, y uno de sus personajes de mirada ladeada parece darle la razón.
Su trayectoria como dibujante e ilustradora en medios de comunicación comenzó en la revista Guambia, pero trabajó en publicaciones como Jaque, Brecha y El Cultural de El País, y de ese suplemento son el grueso de las ilustraciones que aparecen en esta muestra, sobre todo de la etapa en la que fue director Homero Alsina Thevenet, a quien le gustaba el blanco y negro.
“La pintura me gusta, pero el dibujo me apasiona. Aún la abstracción requiere del conocimiento del dibujo. Los grandes abstractos fueron primero grandes dibujantes”, dice la artista. Ese convencimiento sobre la importancia del dibujo la llevó a abandonar sus clases porque los estudiantes querían saltarse la etapa del dibujo para pasar de inmediato a la pintura y exponer enseguida.
“El espectador merece que se le muestre lo mejor de uno. Hay que aprender a descartar. Cuando daba clases les decía a los estudiantes que aprendieran a tirar: ‘No se enamoren de sus propias cosas. Rompan y tiren’”.
Su vínculo inicial con el teatro fue casi casual y también estuvo vinculado al dibujo. Un día el director Omar Grasso llegó a su casa con el escenógrafo Osvaldo Reyno para pedirle que hiciera dibujos que querían proyectar en una obra. Ella hizo 60 dibujos y entonces Grasso le preguntó si se animaba también con el vestuario. “Así empecé”, recuerda ahora. “Yo me involucro mucho y me gusta meterme un poco en todo porque me encanta esa tarea colectiva para lograr una obra”. Grasso la llevó después a la Comedia Nacional para hacer el vestuario de El bosque de leche, de Dylan Thomas. “Había muchos recursos y me pagaron muy bien. En los teatros independientes te daban un porcentaje por función y a veces sacaba 18 pesos”.
Recuerda con especial cariño la obra Ubú rey de Alfred Jarry, con la que se ganó un Florencio por el vestuario. La obra se representó con muy poco presupuesto en el Teatro Circular con la dirección de Horacio Buscaglia. “No teníamos ni un peso para nada. Hice todo el vestuario en papel de diario engomado y dejé las letras a la vista. Me ayudaron dos actores. Supongo que me dieron el Florencio porque me la rebusqué”. Su última participación fue en el Teatro Alianza, cuando hizo la escenografía para una obra dirigida por Eduardo Cervieri.
La vitrina que se exhibe en la muestra, que tiene unas graciosa piernas dibujadas en su soporte, también recuerda su participación en otras obras de teatro como Las mil y una noches o La grulla en el crepúsculo.
“Con la madurez me empezó a llamar la atención la poesía”, dice la artista que les dio un espacio central a las figuras de cinco poetas uruguayas. Ese sector de la exposición se llama Ellas y contrasta con la brutalidad de los hombres oscuros y salvajes de la historia.
González dibujó sus rostros, o más bien los ecos de los rostros que ella imagina a partir de sus poemas o de sus fotos, y los colocó en antiguos bastidores de bordar, algunos muy antiguos. Trabajó en papel de seda con pluma y le agregó tul negro e hilos de colores como cabello.
Mi alma es un vampiro grueso, granate, aterciopelado, dice un verso de Marosa Di Giorgio que acompaña su imagen misteriosa, de ojos ocultos tras el borde del bastidor. Y en usted había algo / como de agua en cántaro, parece contestarle el poema de Gladys Castelvecchi que mira con un solo ojo desde el bastidor. Un largo mechón negro cubre uno de los ojos de Idea Vilariño, y su poema habla de que cada uno es un fruto madurando su muerte. La Amanda Berenguer de González tiene una cabellera alborotada igual que la de Circe Maia, cuyo poema habla de una gota de lluvia rebelde.
En otra sala más pequeña, que fue recientemente inaugurada, están las pinturas hechas sobre un papel que la artista vio hacer a una viejita en Laos. Allí llegó con un novio fotógrafo que no le dejó un buen recuerdo, pero la ganancia estuvo en ese papel orgánico que la viejita amasaba con sus propias manos. “Fuimos varias veces a ver a esa viejita. Me vine con la espalda cargada de esos papeles y algunos los conservé. La señora trabajaba con sus manos en unos piletones, hacía una especie de pasta con hojitas, con pétalos de Santa Rita. Después ponía esa pasta sobre un bastidor y la dejaba secándose al sol. El día que me iba a ir, el fotógrafo suizo me dijo que no le fuera a dar un beso, porque allí la gente no se tocaba. Yo me acerqué a la viejita para abrazarla, ella me agarró de los brazos, me miró, me separó y me abrazó”.
Estas pinturas abstractas están llenas de color, pero tienen algo orgánico. No representan ni a animales ni a personas, pero los recuerdan. “Tienen que ver con mis idas a los mercados, algo que me encanta. Ahí se ven palanganas con lagartijas, larvas, bolsas de sangre, cabezas de chanchos, de todo. Se ve que eso me caló hondo y hay ciertas formas que me salieron en las pinturas. Trabajé con las sugerencias”.
Es una lástima que las salas Carlos Federico Sáez tengan un horario tan restringido para visitar esta exposición que está abierta de lunes a viernes entre las 9.15 y las 16 horas.
Hay que recorrer Placeres, sordideces, penurias, es una muestra variada y potente que surge del pasado más salvaje y también del más cercano y personal. Hay que ir y deleitarse con los ecos de la historia, la musicalidad de la poesía y los murmullos colorido del mercado.