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    Diario de una camarera desesperada

    Es un señor de 82 años. Los lentes de siempre, la mirada ligeramente triste, más arrugas. En los reportajes que da a regañadientes, porque es parte del paquete contractual de realizar una película, se nota el cansancio. Para empezar, a Woody Allen nunca le interesaron los reportajes. Nunca le interesó que un periodista le preguntase por sus películas, por su clarinete, por su vida privada. Las películas hablan por él, para bien o para mal. Allí está lo que quiso decir. Si a eso hay que agregarle palabras, explicaciones, entonces es un incordio. El clarinete lo toca lo mejor que puede y lo hace porque sencillamente ama el jazz y en particular a Sidney Bechet y a Pee Wee Russell. Y de su vida privada nunca quiso decir nada, y mucho menos ahora, en tiempos en que la primera pregunta disparada es sobre el acoso sexual practicado por tal o cual señor de Hollywood poderoso o con influencias.

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    Allen solo desea hacer su película anual —es lo que más o menos se le da bien— y que lo dejen en paz. Es un pesimista que ha hecho las paces con el mundo a cambio de una reposada resignación. Por lo tanto, pasemos directamente a la pantalla.

    Coney Island, una península al sur de Brooklyn, en los años 50. Allí vemos la rambla de madera, la playa llena de bañistas sobre el Atlántico y el parque de diversiones, que inmediatamente es bastante más melancólico y amargo que divertido. Sobre la estructura de lo que alguna vez fue un juego en ese parque, ahora vive una familia: el alcohólico que se encarga de la calesita (Jim Belushi), su mujer también alcohólica que alguna vez intentó ser actriz y es camarera (Kate Winslet) y un hijo piromaníaco de un anterior matrimonio. Desde el miserable departamento se ven las construcciones del parque como una escenografía: la rueda gigante, la montaña rusa, los otros juegos. No hay caso: los payasos, los circos y los parques de diversiones, por más que intenten vender alegría, tienen el mismo reverso de tristeza y desolación.

    El drama se desata cuando llega al parque la hija de Belushi (Juno Temple), quien huye de un matrimonio con un gángster (“Estoy marcada, sé dónde ha enterrado todos los cadáveres”). A partir de esta situación convivirán los cuatro personajes en un espacio reducido y sin esperanzas, un cuadro que perfectamente podrían haber diseñado Tennessee Williams o Eugene O’Neill pero que ahora es con toda propiedad de Woody Allen.

    Conviene adelantarlo por las dudas: no hay un solo motivo para reírse. No hay un solo chiste en toda la película. Este es un Allen serio, como el de Interiores, como el de La otra mujer, Blue Jasmine o Match Point. En cierta forma es el Woody Allen que le gustaría ver al propio Woody Allen.

    Una mujer sin esperanzas camina por la playa bajo un cielo gris, a punto de desatarse la tormenta. El salvavidas (Justin Timberlake) le advierte del peligro eléctrico que puede desa­tarse. La mujer se agarra a ese salvavidas, a esa única esperanza: un amor de verano, fugaz, un momento de felicidad bajo el esqueleto del muelle que tal vez pueda extenderse. Pero el salvavidas, que tampoco está conforme con su ocupación (quiere ser… escritor), se enamora de la hijastra de su amante, la chica perseguida por los matones que intentan devolverla a su jefe.

    No hay líneas originales. No hay diálogos que no se hayan escuchado varias veces. En cierta forma, todo ya ha sido dicho. Pero es una regla inexorable: cada vez que un actor se compromete con una película de Woody Allen, da lo mejor de sí. El hombre sabe dirigir a los intérpretes. En este caso, cuando la historia flaquea o se queda sin aire fresco, la encargada de mantener a flote el asunto es la gran Kate Winslet, una señora madura que no ha perdido un ápice de su atractivo. Primero hay que verla pasar la rejilla por el mostrador, atender los pedidos de los clientes siempre apurados, prepararle la cena a su latoso marido y escuchar sus aburridas propuestas:

    —Vamos a pescar.

    —Nunca me gustó ir a pescar.

    —Vamos al béisbol.

    —No me interesa el béisbol.

    Luego hay que ver su rostro encendido ante la posibilidad de disfrutar un romance con un caballero mucho más joven que ella, a quien le compra un reloj de bolsillo con dinero que no tiene, reloj que volará hacia el mar en un aciago atardecer en esa rambla de madera. Y los celos y el temor de perder ese amor. Y la competencia con su hijastra, que se torna feroz. Y la revancha y la maldad cuando ya todo está perdido, un degradé de escalones emocionales que suben y bajan y que solo es capaz de llevar a cabo una actriz como Winslet.

    Definitivamente, un Allen más, sin estridencias ni grandes lustres, pero que saca el mejor partido de sus entrañables heroínas.

    La rueda de la maravilla (Wonder Wheel). EE.UU, 2017. Guion y dirección: Woody Allen. Con Kate Winslet, Jim Belushi, Juno Temple, Justin Timberlake, Tony Sirico. Duración: 101 minutos.