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Montevideo tiene el privilegio de la proximidad con Buenos Aires y eso nos permitió acercarnos al Teatro Colón, donde en 48 horas pasaron dos luminarias de la música clásica. Los dos son personalidades diferentes aunque igualmente carismáticas. El sábado 13, el pianista chino Lang Lang ingresó al escenario con paso decidido. Tiene una apariencia propia de sus 34 años: jovial, canchero, viste un traje oscuro cortado a la moda y camisa blanca sin corbata. En cambio, el tenor alemán Jonas Kaufmann, con 47 años, es más ortodoxo. Apenas asoma, el teatro se viene abajo; es la primera vez que viene a Buenos Aires, mientras que Lang Lang va por la tercera. Kaufmann sonríe con sobriedad en un marco de general compostura, flanqueado por su pianista acompañante, Helmut Deutsch, ambos con el impecable frac tradicional.
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De Lang Lang mucho se habla todavía con cierto aire de sorna, aunque cada vez con más respeto. Es un artista de este tiempo, con un merchandising y un trabajo de imagen atrás que a veces pueden resultar disonantes con lo que “debería ser” un pianista clásico (¿debería?). Por eso hay relojes, auriculares y perfumes marca Lang Lang. Por eso, en su afán de difundir la música clásica y el estudio del piano, a veces arma programas de concierto que pueden molestar a los entendidos por la inclusión de ciertas obras o por la puesta en escena. Pero él sigue adelante; no es circunspecto sino extrovertido; ha cambiado el gesto adusto del concertista serio por la sonrisa y el continuo disfrute en lo que hace. Y como, pese a todo lo que se diga, es un hombre inteligente y un músico apabullante, cuando se sienta en el escenario del Colón sabe dónde está y qué tiene que hacer. Con una inapreciable ventaja adicional: no está siendo filmado ni para la televisión ni para una grabación de DVD. Entonces, al no haber cámaras cerca, él sosiega los gestos que en la mayoría de sus grabaciones distraen o molestan y adquiere una bienvenida sobriedad.
De los tres autores que hizo, J.S. Bach con su Concierto italiano BMV 971 fue la obra en la que menos pareció sumergirse. Expuso con una claridad de dedos envidiable los dos movimientos rápidos y cantó con gran vuelo en el andante. Fue un Bach recto y ortodoxo al que le faltó algo de fuego interior o, si se prefiere, algo de convicción. No fue el caso de Las estaciones, de Tchaikovsky, obra poco transitada y que debemos agradecerle al pianista haberla desempolvado. Es una colección de doce miniaturas, una por cada mes del año, que Tchaikovsky compuso a pedido entre 1875 y 1876. La obra mostró a Lang Lang en la cúspide de su pianismo. Una asombrosa capacidad de matización entre el pianissimo y el fortissimo, claridad de cristal en los diez dedos, sensibilidad exquisita en el fraseo. Cuatro de esas estampas fueron memorables: la Noche blanca, la Barcarola y la Canción del otoño, en las que el intérprete masticó y degustó cada acorde y cada frase, para culminar con el Vals de salón, final en un derroche de empuje, de felicidad y de entusiasmo.
Quizás a algunos puede haber desconcertado el Chopin de los 4 scherzi. Fue allí donde Lang Lang mostró ser un pianista distinto. Ha sido dotado de unos dedos aéreos y a veces su velocidad puede parecer excesiva, pero nunca el discurso es veloz por la velocidad misma sino como fruto de un encare de la obra. Esos tiempos contrastan fuertemente con las partes lentas intermedias, que en los cuatro scherzi fueron sin excepción momentos sublimes en las manos del chino. El teatro aplaude de pie, hace tres bises y con el último, el Colón explota: es Y la negra bailaba, de Ernesto Lecuona. Lang Lang recorre el proscenio de punta a punta saludando, se agacha para estrechar manos y firmar autógrafos. Su buena onda es contagiosa. Ojalá pueda contagiar también a muchos su musicalidad y su alegría de hacer música.
Veinticuatro horas después, el domingo 14, hizo su aparición en el mismo escenario el tenor alemán Jonas Kaufmann y ya de pique y antes de empezar, haciendo honor a su gran tradición lírica, el público saludó su presencia prestigiosa con un larguísimo aplauso. Empezó después lo que fue un curioso recital en el que durante casi toda la primera parte la voz de Kaufmann lució encajonada, asordinada, sin lograr lanzarse a recorrer la sala. De las trece canciones que hizo (cuatro de Schubert, cuatro de Schumann y cinco de Duparc) apenas en tres se le pudo apreciar algo mejor: El joven en la fuente (Schubert), Lágrimas silenciosas (Schumann) y Chanson triste (Duparc). Pero aunque en estas tres obras su voz corrió mejor era evidente, al llegar al intervalo, que el Kaufmann que habíamos escuchado estaba muy lejos del que conocíamos a través de numerosas grabaciones.
Felizmente, todo cambió en la segunda parte. Tanto él como Deutsch, el pianista acompañante, parecieron despertar con los Tres sonetos de Petrarca, de Franz Liszt. Aquí apareció la voz que conocemos y admiramos, y con ese timbre aterciopelado y semioscuro llenó la sala. Estos sonetos de Liszt son de gran exigencia técnica y fueron expuestos con dosis equilibradas de dulzura y dramatismo. Un festival de matices en la voz y en el piano. El recital concluyó con seis canciones de Ricardo Strauss, ámbito en el que Kaufmann se encuentra más cómodo. Todo fue sobresaliente pero la versión de Plácida visión (Opus 48 Nº 1) fue como para borrar de un saque y para siempre la pobre impresión de la primera parte del recital.
Pero aún había más, y a juzgar por lo que ocurrió de inmediato, es posible presumir que el propio Kaufmann, pese al repunte, había quedado disconforme con la primera parte de su concierto y salió a recibir los aplausos y a enroscarse con el público en un frenesí de bises y más aplausos, cantando cada vez mejor. Es esta una explicación plausible para el hecho de haber cantado siete temas fuera de programa, algo poco común. Así desfilaron La fleur que tu m’ avais jetée (Bizet), Celeste Aida (Verdi), Ombra di nube (Licinio Refice), L’anima ho stanca (Francesco Cilea), Core ‘ngrato (Cardillo), Nessun dorma (Puccini) y Dein ist mein ganzes herz (Léhar). El teatro es un delirio colectivo. Varias jovencitas notoriamente enamoradas del tenor aún están allí aplaudiéndolo.