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    Educación de Talleyrand

    Columnista de Búsqueda

    N° 1956 - 08 al 14 de Febrero de 2018

    Es curiosa, y también grata, la preocupación del siglo XIX por la formación de los jóvenes. En Inglaterra, en Francia, en Alemania, en Estados Unidos, en algunas ciudades italianas tienen lugar procesos de modernización de la enseñanza que marcarían decididamente la buena ventura de varias generaciones hasta largamente bien cumplida la primera mitad del siglo siguiente. Los memorables nombres de magníficos educadores como Joseph Carré, Amadeo Jacques, Victor Cousssin, Horace Mann, Ralph Emerson o Sarmiento, apenas acusan un aspecto de ese interés. A su lado hay toda una literatura que va desde Henry Fielding (Tom Jones) hasta Edmundo de Amicis (Corazón) e incluye a Goethe (Los años de formación de Whilhem Meister), a Tackeray (Barry Lyndon, Feria de Vanidades), Charles Dickens (Grandes esperanzas y especialmente David Copperfield), Alphonse Daudet (Safo), entre varios autores que se ocuparon de ubicar y pensar la formación de los jóvenes como un elemento central de la sociedad. Hasta las versiones más distanciadas o satíricas, como ciertos cuentos de Chéjov o alguna comedia de Oscar Wilde (Una mujer sin importancia), juzgan importante afrontar como problema y esperanza la educación.

    Los desdenes paternos que vivió el niño Charles Maurice de Talleyrand no hicieron más que acentuarse en lo referente a la educación. Unas pocas páginas de sus Memorias (Editorial Desván de Hanta, que distribuye Gussi) las dedica a este tema, siendo que luego se convertiría en una de la mentes más agudas y de gustos más refinados que pisaron las cortes, los salones y las asambleas europeas, alguien que produciría admiración por los elegantes y certeros eufemismos que sabía construir, por el sarcasmo delicado de sus reproches, por los vastos conocimientos de historia, por su adhesión fervorosa a las artes. Para el autor no hay nada glorioso en ese pasado que rememoraba sin mucho entusiasmo, salvo lo que consiguió transmitirle su abuela. Aun cuando se abstiene de utilizar el adjetivo, deja entrever que su formación fue simplemente opaca. Lo expresa con distancia poco amable en las páginas 28 y 29: “Las fortunas nuevas, las ilustraciones recientes, no podrían gozarlas en mucho tiempo. Yo aprendí en Chalais todo lo que se sabía en el país cuando se estaba bien educado: esto se limitaba a leer, a escribir y a hablar un poco el dialecto del país, en aquel momento de mis estudios me encontraba cuando me vi obligado a regresar a París. Abandoné a mi abuela con lágrimas que me devolvió con ternura. El coche de Burdeos me trajo a la capital en 17 días. El decimoséptimo día llegué a París a las 11 de la mañana. Un viejo ayuda de cámara de mis padres me esperaba en la calle del Infierno, en la posta. Me condujo directamente al colegio de Harcourt. A mediodía me encontraba sentado a la mesa, junto a un amable niño de mi edad, que ha compartido y comparte todavía todas las preocupaciones, todos los placeres y todos los proyectos que han agitado mi alma a lo largo de mi existencia. Era el señor de Choiseul, conocido después de su matrimonio con el nombre de Choiseul-Gouffier. Yo estaba asombrado de mi súbita entrada en el colegio sin haber sido conducido antes a casa de mis padres. Tenía ocho años y todavía no había visto que la mirada de mis padres se fijara en mí. Me dijeron —y yo lo creí— que alguna circunstancia imperiosa había determinado este arreglo precipitado. Me llevaron a la habitación de uno de mis primos —el señor de la Suze— y me confiaron al preceptor que estaba encargado de su educación desde hacía varios años. Si he hecho progresos, no puedo atribuirlos al ejemplo de mi primo ni al talento de mi preceptor”.

    Su pasaje por el seminario no resultó más estimulante. Talleyrand cuenta que fue un muchacho retraído, nada sociable, con pocas curiosidades manifiestas. Se le hizo duro seguir los programas, convencerse de que estaba haciendo algo bueno por su vida y para regocijo de sus padres y de Dios. No entendía cómo podían compatibilizarse el continuo discurso en favor de la autoridad y de la discreción, de la penitencia y de la sinceridad y a la vez prometerles a los muchachos que si alcanzaban buenas notas llegarían a revistar como envidiados embajadores o ministros, o ser hombres lucidos en la corte; tareas todas que reclamaban destrezas muy diferentes a las predicadas en las mismas aulas por los mismos maestros de caridad y de prudencia.