El avance de los fanáticos

El avance de los fanáticos

La columna de Andrés Danza

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Nº 2185 - 4 al 10 de Agosto de 2022

Hay una anécdota muy divertida de un legislador del Partido Nacional, que ocupó una banca en la Cámara de Senadores a mediados del siglo XX. Resulta que estaba defendiendo con mucha energía y convicción un proyecto de ley que se encontraba a discusión del plenario, generando una atención inusitada en su auditorio. Nadie podía creer lo que estaba diciendo. No porque su discurso estuviera repleto de dislates sino porque iba en sentido contrario a lo que había decidido su colectividad política.

Cuando ya había pasado más de media hora deshojando uno a uno los artículos del proyecto de ley en discusión para llenarlos de elogios, uno de sus compañeros de bancada, que ocupaba un lugar contiguo, le envió un papelito en el que le informó que iban a votar en contra de esa iniciativa que tanto estaba defendiendo.

Al leer esa comunicación, el veterano senador hizo una pausa, tomó unos sorbos de agua, y retomó el uso de la palabra. Sin ningún cambio en su tono ni ningún otro gesto, se dio vuelta en cuestión de segundos. “Todo esto es lo bueno de este proyecto, pero ahora voy a iniciar el listado de lo malo, que es muchísimo más y fue decisivo para definir votarlo en contra”, dijo, palabras más palabras menos, según cuentan algunos políticos y cronistas parlamentarios de la época.

El cuento es excelente por varios motivos. Primero porque sirve para hacer una definición bastante precisa de la política y de las personas que la ejercen. Los mejores son aquellos que tienen la capacidad de convencer con su parla y argumentos a la mayor cantidad de votantes posible. Esos son los que llegan más lejos y para lograrlo deben saber cómo hacerlo pero también tener cierto nivel de entrenamiento. Este episodio habla de un político talentoso y entrenado, capaz de darle contenidos apropiados a las diferentes posturas.

Segundo porque también sirve para describir la realidad y sus inocultables matices. Casi todas las ideas, proyectos, iniciativas o hasta disyuntivas que surgen a diario tienen una serie de argumentos a favor y en contra. No existe lo 100% perfecto o lo 100% desastroso. El negro y el blanco generan lindos contrastes en las imágenes pero en la realidad son una mentira. La vida es contradictoria. Saberlo y poder manejarlo es una señal de inteligencia.

Tercero porque ese episodio en el Senado, por más que a simple vista pueda ser algo condenable aunque gracioso, tiene una segunda lectura que no es tan negativa. Es una buena cosa que los políticos cambien de opinión. Los que están toda la vida sosteniendo lo mismo, incapaces de aceptar al menos algo de razón a los que piensan distinto, son los que en lugar de construir destruyen. El avance hacia lugares superiores siempre es más fácil a través de la sumatoria y la sinergia de los distintos y no intentado negar a todos los que no comulgan con alguno de los supuestos bandos.

Pensar implica dudar de todo. No hay otra forma de hacerlo. Es cierto que ese lugar no es el más cómodo y genera angustia, pero siempre va a ser mejor eso a abrazarse a un relato ya elaborado para justificar cualquier cosa, sea lo que sea. No es tan cómodo pero sí mucho más auténtico.

Lo otro es de fanáticos, que siempre los hubo, los hay y los habrá. Lo que los motiva a ellos no son las ideas ni mucho menos el pensamiento. Su principal fuente de energía es el odio. Odian antes de detenerse a razonar. Odian como forma de vida y no pueden concebir un intercambio fructífero con sus adversarios ideológicos fuera del odio. Son extremistas sin sentido, con un resentimiento acumulado que les nubla el intelecto.

“Los loquitos de siempre”, dicen algunos. “Siempre hubo y no son representativos”, aseguran otros. “No dejan de ser una anécdota intrascendente”, sostienen también algunos para quitarles importancia. Pero es un error subestimar a los fanáticos.

Porque es cierto que son una minoría pero también lo es que hacen mucho ruido. Hoy tienen el gran escenario de las redes sociales, con los focos apuntando hacia ellos. Y la enfermedad que poseen, esa que se inicia con el virus del odio y se propaga rápidamente por sus cuerpos, parece ser bastante contagiosa.

Los más vulnerables al virus son los que sienten fastidio, en especial con el sistema político. Esto no quiere decir que los fastidiados siempre terminen siendo fanáticos, pero sí pueden llegar a padecer algunos de sus síntomas por un tiempo. Están más expuestos, es como si no hubieran recibido la vacuna para contrarrestar la enfermedad.

Por ahí es que los fanáticos logran avanzar y tener mucho más poder de influencia. Es un hecho que eso está ocurriendo en varios países del mundo y en especial de América Latina. De las últimas 14 elecciones que se celebraron en el continente, en 12 ganaron los opositores al gobierno. Algunos hablan de una nueva ola izquierdista regional, pero la realidad parece estar mostrando que los verdaderos ganadores, más que los izquierdistas, son los desencantados con el poder de turno.

Uruguay todavía no entró de lleno en ese mundo en blanco o negro pero tampoco está tan lejos. Una parte importante de la discusión pública es monopolizada por los que sienten los matices como un insulto a la inteligencia. Los protagonistas en algunos medios de comunicación son los políticos más confrontativos, esos que hacen del insulto y la descalificación una forma de existir. Y crean audiencia, mucha gente los necesita como si fueran adictos a una droga.

Aquí todavía no ganan elecciones pero sí inciden. Aquí no hay un Javier Milei como en Argentina con posibilidades serias, pero los del discurso más conciliador y contemplativo del adversario suelen perder espacio. Así le pasó al actual presidente, Luis Lacalle Pou, en 2014 con el “Por la positiva” y en 2019 a Daniel Martínez con aquel “Hechos y no palabras” y el esquivar una y otra vez la crítica. Ambos perdieron las elecciones con ese mensaje conciliador y muchos creen que fue por ser demasiado tibios.

No necesariamente es así y mucho menos debería serlo. Volviendo a la anécdota del principio, la inteligencia está en los matices y no en la radicalidad. El avance de Uruguay como país será mucho más rápido y duradero si todo el sistema político logra llegar a un denominador común lo más amplio posible. Ahora se inicia un período de nuevos liderazgos, que implica que casi no se repetirán candidatos presidenciales en la próxima elección. Sería un buen momento para profundizar la apuesta por la excelencia en lugar de por la destrucción del otro. Esa es la mejor forma de terminar de despegarse de un entorno regional tóxico. Y eso es lo que más le sirve a todos: cuidar las fronteras también de la locura política.