Entre los centenares de personalidades inolvidables que han iluminado las pantallas de los cines del mundo, algunas aportaron talento, otras una fotogenia incuestionable, pero solamente unas pocas dejaron “su marca”, aquello que les daba un perfil único e inimitable por el que siempre serán recordadas. No hay duda de que entre estas últimas hay que colocar a Gene Kelly, cita obligada cuando se habla de comedia musical, ballet cinematográfico o simplemente de los años dorados de Hollywood. Hombre de amplia sonrisa, físico atlético y piernas aladas, supo remontar su condición de partenaire de Judy Garland y Rita Hayworth hasta elevarse al rango de coreógrafo con ideas propias y director de personalidad innovadora y fermental.
Su contribución a las comedias musicales de los años 40 y 50 abarca títulos fundamentales como Las modelos, Leven anclas, El pirata, Un día en Nueva York, Sinfonía de París y Cantando en la lluvia, donde aportó un talento mucho más fino que el que podría corresponder a un simple sucesor del gran Fred Astaire. Muchos afirmaron entonces (y lo siguen sosteniendo ahora) que entre Astaire y Kelly no cabían categorizaciones, porque a ambos les correspondía el Nº 1. Y como los dos trabajaban simultáneamente para la Metro-Goldwyn-Mayer, a ese estudio no le interesaba la competencia sino la mutua exaltación para que todas sus estrellas tuvieran la máxima oportunidad de lucimiento en un período que fue especialmente pródigo en talento y en creatividad.
Inscripto en esa época irrepetible, Kelly supo adaptarse al sistema de producción de la MGM como si hubiese comprendido que ese era su momento y que estaba en el mejor lugar. La historia del cine ha sabido reconocerlo debidamente, mientras que la perspectiva del tiempo ha agrandado su imagen: todo aquel que recuerde su nombre acompaña esa evocación con una sonrisa de agradecimiento. No debe haber mejor homenaje para quien siempre quiso llevar alegría a la gente con una canción, un baile y un instante de mágica poesía.
Eugene Curran Kelly había nacido en Pittsburg (Pensilvania) el 23 de agosto de 1912, y fue el tercero de cinco hijos en una familia de ascendencia irlandesa. Desde niño concurrió a tomar clases de baile, pero su intención no era convertirse en bailarín profesional sino en coreógrafo. Con su hermano Fred practicaba el “tap dancing”, y se hizo muy popular entre sus compañeras de clase porque ese tipo de baile estaba de moda. Primero puso una academia, hasta que en 1937 se largó a Nueva York a probar suerte. Robert Alton, un famoso coreógrafo que estuvo luego en la MGM, lo vio bailar y lo ayudó a ascender en su carrera, por lo que el joven Gene pasó de desempeñar papeles de reparto al protagónico de Pal Joey (1940), un sensacional éxito de Rodgers y Hart que le valió un contrato en Hollywood.
Su patrón era David O. Selznick, convertido en magnate luego de Lo que el viento se llevó. Pero no se dedicaba precisamente a producir comedias musicales, así que le vendió el contrato a su suegro Louis B. Mayer y eso permitió que el apuesto Gene, que siempre tuvo que ocultar su incipiente calvicie con un peluquín (como Fred Astaire y tantos otros), debutara a los 30 años junto a Judy Garland en Mi chica y yo (1942) bajo la dirección de Busby Berkeley, uno de los más aclamados coreógrafos de Hollywood en esa época. Tras esa gran presentación, la Metro lo puso a trabajar en títulos no musicales, como si no se diera cuenta del talento que tenía entre manos. Cuando lo prestó a la Columbia para Las modelos (1944), un vehículo para lucimiento de Rita Hayworth, quien verdaderamente se lució fue él, especialmente con un número donde baila con su propia imagen en sobreimpresión. Parece un truco simple, pero después se revela que no es una mera duplicación fotográfica sino una danza sincronizada filmada por separado y luego montada para que parezca reflejada en un espejo, aunque algunos movimientos corporales delatan que los pasos de baile ejecutados con perfección simétrica no son exactamente iguales, como para marcar exprofeso la diferencia.
El aplauso para esa innovadora creación hizo que la MGM no volviera a prestarlo a Columbia, donde le esperaba otro encuentro con Rita Hayworth nada menos que en Pal Joey, pero el proyecto quedó demorado hasta 1957 (lo hizo Frank Sinatra) y Kelly tuvo que acompañar a un Sinatra mucho más joven en Leven anclas (1945), que resultó a la postre su consagración definitiva. Fue tal el despliegue de inventiva y vitalidad en media docena de números bailados y coreografiados por él mismo (con su asistente Stanley Donen), que la Academia le concedió una nominación al Oscar, la única que tuvo en su carrera. ¿Y cómo no entusiasmarse con ese muchacho de físico macizo e insólitamente elástico, de generosa sonrisa y aire campechano y popular? Para él bailar era algo tan natural, tan espontáneo, que nadie se daba cuenta del esfuerzo abnegado de su intérprete para alcanzar la perfección. Su alegría era contagiosa, su simpatía lograba una inmediata comunicación con la platea y el público lo adoraba. Bailaba con el ratón Jerry, convertía “La cumparsita” en un vibrante pasodoble, le enseñaba a zapatear a Sinatra y lograba un hermoso y poético momento danzando alrededor de una fuente con una niña mexicana. Nadie podía dejar de aplaudirlo.
El hombre orquesta de Hollywood
Todo lo que Kelly hacía en MGM era una preparación para lo mejor. La colorida extravagancia de El pirata (1948) se debía al director Vincente Minnelli, pero el ballet central era un adelanto de sus propias ideas, muy bien ejecutadas en un fragmento de Mi vida es una canción (Words and Music, 1948), donde pone en escena el tema de Richard Rodgers “Masacre en la Décima Avenida” bailando con la notable Vera-Ellen una tragicomedia de hampones y crímenes.
Ese mismo año hace de D’Artagnan en Los tres mosqueteros, una colorida y excelente versión de la novela de Dumas con acrobáticos duelos a espada. Entonces, el productor Arthur Freed le confía un proyecto audaz: dirigir, coreografiar, actuar, cantar y bailar en Un día en Nueva York (On the Town, 1949), donde la comedia musical escrita para el teatro por Betty Comden y Adolph Green, con bailes de Jerome Robbins y música de Leonard Bernstein, debió ser modificada sustancialmente para darle un formato cinematográfico fluido y veloz.
Los retoques (nuevas canciones por Roger Edens, bailes de conjunto encarados de manera funcional, ritmo ágil y escenas filmadas en las propias calles de Nueva York) mejoraron el original y pusieron de manifiesto las ideas de Kelly respecto al cine musical: no eran necesarios pretextos para cantar y bailar, no había que poner en escena ninguna obra teatral y los intérpretes no tenían por qué ser actores profesionales, tal como se estilaba en casi todas las comedias musicales de la época. Acá son simplemente tres marineros buscando pasarla bien durante las 24 horas que tienen de licencia. Con las bailarinas Ann Miller y Vera-Ellen, los comediantes Jules Munshin y Betty Garrett, el flaquito Frank Sinatra y el enamoradizo Kelly, esa jornada se transforma en una graciosa y movida aventura donde los bailes y canciones acompañan la acción, la hacen progresar, la enriquecen y la estimulan: nunca la enlentecen ni la adornan superfluamente. Un día en Nueva York, codirigida por Stanley Donen, fue una especie de manifiesto de lo que sería el cine musical de los 50: el canto y el baile como parte integral del asunto, como algo armónico que no está allí para lucimiento del intérprete sino como comentario de una situación, como expresión de un estado de ánimo, como elemento esencial de los personajes y de la trama.
A partir de allí el nombre de Gene Kelly significaba algo: era el diferencial, el toque de distinción, la promesa de que en cada una de sus películas habría algo innovador y disfrutable. No fue sorprendente que la Academia de Hollywood premiara en 1951 a Sinfonía de París (An American in Paris) con varios Oscars, incluido uno para Kelly por su contribución al desarrollo de las comedias musicales y el premio Irving Thalberg al productor Arthur Freed. El momento de madurez había llegado, y ese filme fue un brillante ejemplo de nuevas ideas con un ballet final de 17 minutos de duración dedicado a la música de George Gershwin y a la obra de los pintores impresionistas franceses. El buen gusto y el refinamiento visual de su director, Vincente Minnelli, lograron una perfecta armonía con el espíritu jovial y el trabajo coreográfico de Kelly, enfrentados ambos a un compromiso mayor resuelto con magistral sentido del espectáculo, la música y el color. Aquello parecía insuperable como culminación de un estilo. Aunque Kelly, a punto de cumplir 40 años, todavía tenía mucho por decir.
La obra que faltaba
Dicen que después de llegar al tope no queda otra cosa que descender, pero Cantando en la lluvia (1952) vino a desmentir esa creencia. Otra vez Kelly y Donen como directores y coreógrafos, Comden y Green como libretistas y Arthur Freed como productor, intentan superar el éxito de Un día en Nueva York. Y vaya si lo hacen. Ambientada en el Hollywood de 1927, justo cuando nacía el cine parlante, la película coloca una docena de canciones de esa época compuestas por Nacio Herb Brown y el propio Freed para inventar una graciosa sátira que muestra a una exitosa pareja del cine mudo enfrentada a los cambios que el agregado de diálogos va a provocar en sus respectivas carreras.
No solamente el tema era atractivo en sí. La película se esmera además en reconstruir puntillosamente los dorados twenties en decorados, vestuario, peinados y zapatos, con una fidelidad que no era muy común en 1952 y que la ha favorecido en el tiempo: al ser ya una película de época nunca envejeció, y su fulgurante Technicolor ha sido siempre parte de su encanto. Además, todos los números musicales, desde el primero al último de impecable factura, respetan ese espíritu de época con maniática precisión. En uno de ellos, el ballet central “Broadway Melody”, aparece la felina Cyd Charisse como típica y sensual flapper en un speakeasy lleno de humo y jazz, mientras su amante de cara cortada revolea una moneda como en la memorable Scarface (1932), clásico momento que evoca los años de la Ley Seca. Ese fragmento de poderosa seducción, que se ha convertido en uno de los instantes más brillantes de la historia del cine, viene a continuación de otro igualmente deslumbrante: la canción titular bajo la lluvia, transformada por Kelly en un momento de eufórica alegría y poética exaltación. La riqueza musical del filme no tiene parangón, con dúos y tríos donde Kelly, Donald O’Connor y la juvenil Debbie Reynolds muestran una contagiosa vitalidad.
Cantando en la lluvia es sin duda el filme por el cual Gene Kelly será siempre recordado, pero no deben desmerecer títulos posteriores que lo muestran en otras fases creativas, como Siempre hay un día feliz (1955), tercera y última colaboración con Stanley Donen, donde experimenta con la pantalla ancha y se ríe de la TV, aunque detrás de su graciosa anécdota sobre tres amigos que se reúnen luego de diez años solo para descubrir que ya no tienen nada en común, aflora un dejo de amargura y decepción. En Invitación al baile (1956) tuvo la audacia de concebir un espectáculo de ballet integral en tres episodios sin diálogos. Pero no fue acompañado por el público, que prefería ver al Kelly de antes, juvenil y alegre, antes que al creador comprometido y exigente. Esas dos facetas, que no tienen por qué ser contradictorias, son las que han sobrevivido al olvido y recuerdan ahora los 100 años de un artista singular, admirado y querido por todo el mundo porque se lo identifica con la sonrisa eterna y con la alegría de vivir. Y sí, también se puede afirmar que fue el mejor. ¿Por qué? Porque no ha habido otro como él.