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    El desafío de la oposición (II)

    Sr. Director:

    Ya hemos escrito en más de una oportunidad, de ocho años a esta parte, sobre la conveniencia de explorar una alianza programática y electoral, en ese orden, de blancos y colorados.

    Comprobamos ahora por un lado, con satisfacción, que buena parte de la ciudadanía colorada y nacionalista está comenzando a coincidir en que ambas colectividades deberían dialogar para construir un espacio programático con miras a poder comparecer en una sola expresión electoral frente a la coalición gobernante, sobre la base de la experiencia del Partido de la Concertación cuya viabilidad quedó de manifiesto con la reciente experiencia montevideana, a pesar de todos los errores y horrores incurridos por la dirigencia de los partidos históricos en la conformación de las listas.

    Pese a lo anterior seguimos escuchando con cierta desazón voces de ciudadanos de ambos partidos, incluyendo a algunos dirigentes, que han expresado, abiertamente o con reserva, como obstáculo para ese objetivo, las diferencias que vienen del fondo de la historia. Aludiendo sin nombrarla, pero dejándola quizás en el trasfondo de la rivalidad, a las históricas confrontaciones que culminaron con la guerra civil de 1904. Aunque esta última referencia no haya estado en el ánimo de esos dirigentes puesto que no lo han dicho en forma explícita, nos gustaría mucho usarla como punto de partida para abonar precisamente a favor de nuestra tesis de que es conveniente y necesario un entendimiento, a esta altura de la historia, que permita a las dos colectividades comparecer electoralmente unidas por las coincidencias de fondo, a pesar de las divergencias que, hoy por hoy, no son tan significativas.

    Creemos necesario desmitificar aquel conflicto y ponerlo en perspectiva para poder demostrar que, desde entonces, ha sido mucho más lo que nos une a blancos y colorados que los que nos separa.  Particularmente cuando comparamos a nuestras dos colectividades autóctonas con las distintas colectividades que integran el Frente Amplio, con diferencias ideológicas mayores a las de los partidos históricos, que no le impiden ejercer el Poder Ejecutivo sino también algunas de las principales intendencias del país, controlar las Cámaras y ejercer gran influencia sobre el aparato sindical.

    Y en esa evocación encontraremos algunas circunstancias claves que nos permitirán ver algunos de los errores que los grandes caudillos cometieran, a pesar de las grandes virtudes personales de ambos, y que no deberían volverse a cometer. Particularmente la falta de un diálogo activo y fermental entre los principales actores políticos de ambos partidos fundacionales.

    La guerra civil de 1904, además de ser el conflicto más importante de la historia de nuestra nación, que enfrentó a hermanos durante nueve largos meses, fue también la confrontación de dos hombres que coincidieron en el tiempo para bien de la República. La imagen de José Batlle y Ordóñez, de pie con las manos a los bolsillos de su largo sobretodo —si bien esa foto es posterior a 1904— y la de Aparicio Saravia, sobre su caballo y cubierto por el poncho blanco, constituyen todavía hoy dos íconos emblemáticos de las dos grandes colectividades que contribuyeron a sentar las bases de la nación moderna. Batlle y Saravia, en una paradoja del destino, nunca se conocieron pero fueron los conductores de una guerra que, en forma casi milagrosa y contra todo pronóstico previo, habilitó el camino para que los dos bandos en pugna alcanzaran, luego de finalizado el conflicto y en los años posteriores, sucesivos entendimientos que posibilitaron el fortalecimiento de una democracia que ha sido modelo para el mundo.

    Batlle, periodista y hombre público de dotes excepcionales, descendiente de catalanes en segunda generación e hijo de un presidente, producto del país urbano y moldeado en la fragua intelectual de las corrientes dominantes a fines del siglo XIX, como bien nos ilustra Arturo Ardao, fue el principal motor de los cambios políticos, económicos y sociales en el país al comenzar el siglo XX.  Aunque Saravia, último gran caudillo, en el sentido rural del término, de su partido y de la patria, descendiente de portugueses e hijo de un productor brasileño, formado en la frontera, entonces no muy claramente delimitada, que nos une y nos separa del Brasil, no le fue en saga. Ya que, si bien en muchos aspectos fue el testimonio vivo de una época que se extinguía, tuvo también, desde su posición de conductor, la inteligencia e intuición para mirar al futuro y canalizar aportes innegables que habrían de incorporarse a la consolidación del sistema democrático republicano. Así como dejó en evidencia, en su lucha por reivindicar los derechos de los desplazados de las zonas rurales, una clara vocación por la justicia social.

    Más allá de sus orígenes opuestos, tanto político-ideológicos como demográficos, ambos mostraron la coincidencia de encabezar las corrientes que luchaban por llevar adelante en el país la renovación. Cada uno a su modo, pero con el mismo coraje y sin apetitos personales. Privilegiando Batlle, como hombre de ciudad, las ideas sociales progresistas provenientes del viejo mundo y atendiendo Saravia a los intereses y al talento de los nuevos empresarios rurales, que pugnaban por dinamizar nuestro agro, pero velando al mismo tiempo por los intereses de tantos gauchos que habían sido desplazados de su lugar habitual, en aras de un supuesto progreso.

    En cuanto al conflicto que los enfrentó, la guerra civil de 1904 es definida por Lincoln Maiztegui en su obra “Orientales” “como la más ilógica de toda nuestra historia”. Puesto que ambos bandos tenían al respecto de sus reivindicaciones más coincidencias que divergencias. Surge entonces, en forma casi inevitable, la pregunta de si el conflicto pudo haberse obviado. Y la respuesta es definitivamente afirmativa. Aunque quizás, paradójicamente, sin el conflicto no se hubiera concretado una paz tan duradera.

    ¿Por qué se llegó entonces a la guerra si no había realmente posiciones irreconciliables? Encontramos una razonable respuesta en la obra citada de Maiztegui. La primera razón fue que ambos partidos tenían demasiado rencor y prejuicios del pasado y sus líderes recogieron esos sentimientos, cuestionando uno y reafirmando el otro el Pacto de La Cruz. Batlle consideraba que las exigencias blancas canalizadas en dicho acuerdo constituían un intento ilegal por atomizar el gobierno y como él no pensaba caer en los desbordes de sus antecesores, no entendía las razones del mantenimiento de esas condiciones. Saravia y sus compañeros no querían renunciar a las garantías que habían obtenido en el mencionado Pacto porque temían volver a quedar a la intemperie como en 1868 o, en menor medida, en 1890. La otra razón fue, según el mismo autor, la “falta de capacidad de diálogo de los líderes de ambos partidos”. Saravia y Batlle nunca tuvieron una entrevista personal ni se escribieron una sola carta. Hubo sí mediadores pero, como ocurre en casos de esta naturaleza, ninguna mediación puede sustituir al mano a mano, particularmente cuando se trata de personalidades tan fuertes como la de estos dos líderes. Y lo que puede acontecer es que, como aconteció entonces y sucede más de una vez, las mediaciones distorsionen o generen malentendidos, que en aquel entonces tuvieron trágicas consecuencias.

    De haberse logrado realizar ese diálogo, de pronto la historia hubiera sido diferente, pero quizás el país, que había desarrollado sobre todo en el medio rural una cultura del alzamiento y la lucha entre hermanos, necesitaba un conflicto de esas características, con episodios tan sangrientos como las batallas de Tupambaé y Masoller, para comprender de una vez por todas que no era posible seguir resolviendo las diferencias de ese modo y allí probablemente radique lo único positivo de no haber evitado el enfrentamiento.

    La guerra civil, no obstante las pérdidas que causó, tuvo para el país dos consecuencias fundamentales. Una de ellas, sobre la que coinciden  la mayoría de los autores, es que generó una paz duradera. Ello fue mucho más importante en el largo aliento, para el país, que el conflicto en sí mismo. Aparicio Saravia, aún derrotado, fue, junto a Batlle, un triunfador porque tuvo la virtud de aportar ideas fuerza que, aún después de su muerte, contribuyeron a la consolidación de la democracia en el país. La otra gran consecuencia fue que Batlle y Ordoñez pudo consolidar definitivamente la autoridad del poder central en toda la República. Por otra parte, el conjunto de reformas auspiciadas por Batlle y Ordóñez, una vez que se conquistó la paz, recogió no solo la visión de los triunfadores sino también la de los vencidos, lo cual confirma que el conflicto sirvió, casi paradójicamente, para generar mejores condiciones de diálogo y entendimiento, en lugar de haber dejado rencores eternos, como sucedió en otros países, por ejemplo en los Estados Unidos, luego de la Guerra de Secesión. Nunca antes como entonces las ideas de los blancos habían sido recogidas e incorporadas a las soluciones ideadas por un gobierno colorado.

    Finalizada la guerra civil, los diálogos bipartidistas se fueron amalgamando y concatenando, no sin dificultades pero sin marcha atrás, para convertir al Uruguay del primer cuarto del siglo XX, con su remozado sistema democrático, en uno de los más estables y más avanzados social y políticamente de América Latina, lo cual es mérito no solo de los triunfadores sino también de aquellos que lucharon no para sentir los halagos de victorias efímeras sino para consolidar la paz y la democracia en el país.

    Estos acuerdos no fueron concesiones graciosas de Batlle o de su gobierno, sino el resultado de trabajosas negociaciones, donde ambas partes se hicieron concesiones recíprocas, con la paradoja de que si no hubiera existido este conflicto previo, que enfrentó a dos grandes uruguayos y le costó la vida a uno de ellos, quizás no se hubieran alcanzado las condiciones para lograr una democracia plena y una paz duradera.

    Hoy el país vive otra encrucijada puesto que la mitad de la ciudadanía aprueba la conducción a cargo de la coalición de izquierda, que no es un partido en el sentido más estricto pero actúa como tal, y la otra mitad, compuesta por ciudadanos que adhieren a los dos partidos históricos otrora mayoritarios, se opone a esa conducción y sostiene principios que se alinean en lo que puede considerarse como la corriente republicana, democrática y liberal. Por lo tanto sería natural que ambos partidos buscaran acuerdos programáticos que les permitieran, sobre la base de sus grandes coincidencias que vienen del fondo de la historia, más allá de sus discrepancias, enfrentar electoralmente a la otra gran coalición que ya tiene más de 40 años de existencia y puede hoy considerarse como un partido ya tradicional.

    Para hacer eso posible los conductores de ambos partidos históricos, y toda la dirigencia actual, tendrían que meditar sobre todo lo bueno que hicieron blancos y colorados —colorados y blancos— a partir de la guerra civil de 1904 y dialogar como no pudieron o no supieron hacerlo Batlle y Saravia, en una suerte de renovado homenaje, once décadas después, a esos mismos conductores. Para que el sacrificio de ambos y sus seguidores en aquella ya lejana confrontación no haya sido en vano. Porque todo lo grande que tuvo el Uruguay en el siglo XX fue producto de esas dos colectividades históricas, que hoy le deben a la mitad del país, que todavía cree en ellas, una actitud de grandeza que les permita sumar y no dividir, en el mejor interés de nuestra República.

    Gastón Pioli