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    El día del concierto, en el podio, el director es como el Loco Abreu en el penal de Sudáfrica

    Con el maestro Federico García Vigil

    Es un mediodía soleado y apropiado para que la dueña de casa esté preparando algo rico. Olga abre el portón con el delantal puesto y me confirma que está en labores culinarias. Me dice que su marido está en el living. Allí, Federico García Vigil me recibe con una sonrisa y un abrazo. Viste un jean, camisa a rayas azul y blanca, buzo rojo y calzado deportivo. Hoy, a los 76 años cumplidos, Federico irradia serenidad y buena onda. Afirma que si lleva bien los años que tiene es porque sigue jugando al tenis tres veces a la semana. Pero él es un músico y en esta palabra está contenida su vida. Vale la pena abrir el significado que en su caso tiene ese adjetivo y descubrir qué hay dentro. Piano, guitarra, saxofón, contrabajo y dirección de orquesta. Por todo eso pasó y en su última etapa como director de orquesta recogió reconocimiento nacional e internacional. Aquí fue director titular de la Sinfónica Municipal (1985-1990) y de la Filarmónica de Montevideo (1993-2006). En el exterior dirigió en Europa, Estados Unidos, Tokio y prácticamente todos los países de América del Sur. A los cuatro años y alentado por su madre empezó a estudiar piano con Yanina Kolischer porque vivían en la calle Colombes, pegado a la casa del maestro Guillermo Kölischer. Se educó en el Elbio Fernández, veraneaba en Parque del Plata hasta que a los nueve años perdió a su padre y la situación económica de la familia se resintió. Su madre tuvo que salir a trabajar y falleció cuando él tenía 20 años. En esa etapa de dificultades tuvo un segundo padre que fue su tío, el escribano Eduardo Moratorio, que los acogió durante años a él, a su madre y hermanos en su casa de la calle Manuel Pagola, época de la que tiene lindísimos recuerdos. En la conversación aparecerán varias veces las palabras “increíble” y “milagro” porque su capacidad de asombro está intacta. Dentro de seis meses se va a jugar al tenis a Londres. Lo que sigue es un resumen de la charla con Búsqueda.

    —¿Cómo es eso de que vas a jugar al tenis en Londres?

    —Ocurre que soy socio del Club Internacional de Tenis aquí en Uruguay, que es una entidad mundial que organiza torneos amistosos donde juegan veteranos que han sido profesionales en distintas áreas. Ya he jugado en Bahamas, México, Miami, Buenos Aires y Paraguay.

    —¿Y aquí en Montevideo dónde jugás?

    Jugué en Nacional hasta que demolieron la sede del tenis para ampliar el estadio. Ahora juego en Carrasco Polo y acá en el barrio en las excelentes canchas del Parque Rodó.

    —Y ya que estamos, ¿cuál es tu tenista preferido?

    —Roger Federer es la estampa del tenista perfecto, con el control absoluto de su cabeza y de su cuerpo.

    —¿Cuándo entra la música en tu vida?

    —A los cuatro años empecé con el piano. Vivíamos en Malvín en la calle Colombes en una casa melliza a la de Guillermo Kolischer, docente de música y fundador del conservatorio con su nombre. Mi madre fue la que me empujó al piano y estudié con Yanina, la hija de Kolischer. En la adolescencia pasé por la guitarra, más tarde por el clarinete. Cuando me interesé por el jazz, estudié algo de saxofón; llegué a tomar clases con Gato Barbieri en Buenos Aires. Al mismo tiempo estudiaba medicina y me levantaba para ir a clase de anatomía a las siete y media.

    —¿Y seguías con el saxofón?

    —Era una locura porque además me gustaba la noche. Entonces llegó un momento en que mi madre me dijo que tenía que elegir: o la medicina o la música. Y no dudé: la música. Ya me había picado el bichito del contrabajo y entonces me puse en serio a estudiarlo y lo hice yendo a Buenos Aires con Ricardo Planas, primer atril del Teatro Colón. Y en 1961 me fui a Cuba porque la Orquesta Sinfónica de La Habana nos contrató al violinista Federico Britos y a mí para acompañar al Ballet de Alicia Alonso.

    —Eras muy joven y la Revolución todavía estaba fresca…

    —Fue una experiencia increíble. Tenía 19 años, Cuba era un país romántico, se había ido Batista, habían llegado los barbudos, era una fiesta permanente. Ganaba un muy buen sueldo y todos los meses le giraba plata a mi familia. Trabajaba en una gran orquesta sinfónica con un ballet espectacular. Y además estaba la otra música: Bola de Nieve, la Sonora Matancera, Duke Ellington, muchos clubes nocturnos, un gran entrevero (risas). Ahí trabajé tres o cuatro años y luego me volví.

    —¿Se venció tu contrato?

    —No, lo que pasó fue que la alegría permanente de los cubanos me empalagó. Era un jolgorio constante y entonces empecé a extrañar la melancolía montevideana. Eso de poder subirme a un ómnibus de Amdet y leer en silencio el diario (risas).

    —¿Y de vuelta aquí qué hiciste?

    —Primero me encontré con un montón de plata ahorrada porque mi tío Eduardo Moratorio, que fue nuestro segundo padre, había guardado en el banco todos los giros que yo mandé desde La Habana. Y cuando volví me dio todo y me dijo: esto es tuyo. Me puse a trabajar en la orquesta estable del Canal 4, que dirigía Luis Pasquet, y como músico freelance en otros lados. Seguí estudiando y formándome académicamente en lo clásico y en 1967 gané por concurso un puesto de contrabajista en la Ossodre. En esa época venían grandes artistas como Charles Dutoit y Martha Argerich, que se casaron aquí, en la calle Sarandí, cuando vinieron a hacer el concierto Nº 3 de Prokofiev. Grandes directores como Howard Mitchell, Stanislav Wislocki y el maravilloso Simón Blech. Cuando Blech dirigió por primera vez la Ossodre fue un flechazo. Me dije: quiero dirigir pero quiero estudiar con este hombre. Él me aceptó como alumno; me iba a Buenos Aires todas las semanas. Tenía una clase de cinco o seis horas y me volvía a Montevideo. Analizábamos partituras. Me enseñó a profundizar en el análisis para encontrar lo que creíamos que el compositor había querido expresar. Nunca volví a encontrar profesores con este enfoque, que nos hacía transformarnos en abogados de los compositores y defender a muerte lo que pensábamos que ellos habían querido expresar.

    —Tenía fama de mal carácter…

    —Era muy irónico y cuando algo no le gustaba, le hacía al músico alguna observación sarcástica a voz en cuello. Hoy a eso le llaman bullying. Pero la música que salía de la orquesta era la que él quería.

    —Además de tus estudios con Blech, estudiaste en Europa.

    —Sí, a Europa fuimos becados con Olga, mi señora; ella a la Ópera Garnier de París y yo al Conservatorio de Estrasburgo. Eso fue en 1973 y allí estudié con Jean Sébastien Béreau. Gané un concurso de dirección orquestal entre todos los alumnos de allí. Eso me sirvió para tener luego un breve pasaje por la Royal Academy de Londres y por Alemania, donde presencié ensayos de Von Karajan.

    —¿Cómo era Von Karajan?

    —Un típico integrante de la vieja escuela alemana, con el mínimo de gestualidad. Mucho trabajo en ensayos, mucho trabajo con la orquesta y una personalidad descollante con una capacidad enorme de comunicación, casi cercana a la telepatía. Un mínimo gesto del director, no de carácter técnico sino una expresión humana relativa a la materialización de la idea sonora, a veces daba más resultado que un gesto académico de la técnica de dirección. Hay que decir también que ese estilo era riesgoso con orquestas donde no se generara un clima de comunicación, ya fuera por diferentes culturas, lenguajes, disciplinas de trabajo u otros factores. Podía ocurrir que el director entrara al comienzo en una especie de trance silencioso y la orquesta no respondiera porque estaba esperando el gesto hacia abajo de la batuta para comenzar (risas). Todo siempre depende de dónde estás trabajando, con quién, en qué atmósfera cultural.

    —¿Tenés algún recuerdo puntual de la dirección de Von Karajan?

    Por supuesto: la inolvidable Sinfonía inconclusa de Schubert. Yo estaba sentado atrás de los timbales, o sea, frente al director. Me impresionó que entrara y no saludara. Subió al podio, silencio total, un interminable silencio y de repente una mínima respiración y sin ningún gesto, todos los violonchelos y los contrabajos atacaron en pianísimo como nadie se lo hubiera imaginado. No hizo nada, solo respiró y nunca abrió los ojos. Quedé impresionado del poder de comunicación y la magia que genera el talento de un individuo de esa calidad. Porque no es una metáfora, es magia.

    —¿Dónde colocás dentro de estas escuelas o modalidades a Carlos Kleiber?

    —Kleiber es el uno, el mejor. Generó un tipo de comunicación técnica y una serie de movimientos de una expresividad tan enorme que hace de la música un placer permanente. Dibuja lo que estás oyendo. La orquesta que fuere, cuando sabía que venía él a dirigir, llegaba a la sala de ensayo una hora antes que con cualquier otro director y los músicos empezaban a repasar sus partes.

    —Después de ensayar una y otra vez una obra, ¿queda lugar para la improvisación el día del concierto?

    —El día del concierto intervienen varias cosas: la orquesta, el director, la obra a interpretar, el público y el edificio del teatro. Todo eso es el concierto. El estado de espíritu del público se siente, las ganas de compartir un hecho artístico la orquesta lo siente. El edificio, si tiene buenas condiciones acústicas, lo agradece y lo aporta, y suena distinto si está lleno de público o no. La obra que se va a ejecutar se hará de una manera irrepetible porque es en vivo y no hay posibilidad de retocar o corregir. Aquí el director se juega en ese terreno de riesgo que produce mucha adrenalina y un deseo de realización, de alcanzar algunos niveles de emoción. Todo ese ambiente genera el placer del peligro, de la sorpresa, de lo inesperado. Si tú cuando estás en el podio sentís que todos esos elementos: público, orquesta, solistas, acústica, situación, obra, autor, están totalmente en tus manos con la responsabilidad del resultado, de pronto podés verte tentado a arriesgar aún más para mejorar al máximo algo que ya viene bien. Y ese es el terreno de la improvisación. El penal del Loco Abreu en Sudáfrica es eso. El tipo llega a la pelota con pleno dominio de la situación, que incluye además en su caso la conciencia de los millones de personas que lo están viendo por TV en el mundo, y excitado por el peligro y por cómo viene todo, arriesga. Conclusión: si hay algo que un director de orquesta nunca puede ser es aburrido. Hay directores que jamás se equivocan y son aburridísimos. Porque sos el director pero estás en escena. Yo sé que Tabárez sufre todo el partido al costado de la cancha, pero él no está adentro jugando; en cambio, el director de orquesta está en escena, está jugando.

    —¿Cuál es el tempo correcto en que debe interpretarse una obra?

    —Necesito tres o cuatro entrevistas más para contestar esta pregunta (risas). Es la cuestión de la interpretación musical y la vida de la música. Hoy vivimos una época de producción de músicos de gran destreza técnica. Todos tocan a una velocidad que nunca se soñó y además aumentan la expresividad, el vibrato, la sonoridad, hacen sonar instrumentos de regular calidad. Corremos más rápido, saltamos más alto, nadamos más rápido. Los tenistas sacan a 230 kilómetros por hora. Los tempos de 400 años de música están en contraste con todo eso. Pero no todo es cuestión de rapidez; también te pueden extremar la lentitud de una pieza porque tienen un fiato y un arco que con una técnica de relax salva el escollo. Por otra parte, salvo el piano y los instrumentos de arco, los demás instrumentos hoy se fabrican de una forma que hace más fácil su ejecución. No tenemos compositores; esta es la era de los intérpretes.

    —Si no hay compositores, ¿cuál sería la música del siglo XXI?

    —A la gente hoy le gustan los megaconciertos, cuanto más multitudinarios, mejor. Estamos acá, somos muchos, qué emoción, la potencia de amplificación es feroz y a través de eso vamos a alcanzar un punto orgásmico colectivo. Van a buscar eso para poder decir después: yo estuve ahí. El que inventó la guitarra eléctrica nunca se imaginó el ruido que seis cuerdas con electroimanes amplificados al infinito podían producir. Se puede ensordecer a un continente. Y el fenómeno que convoca a estas multitudes es la música. Entonces, si yo voy a poner una música que defina al siglo XXI, tengo que poner eso.

    —¿Entonces?

    —Entonces estamos fritos (risas). Cuidemos lo que tenemos: salas en todo el mundo cada vez mejor construidas acústicamente para poder escuchar y disfrutar sin amplificación el sonido natural de los instrumentos y de la voz humana.

    —¿Cómo ves la actividad musical clásica hoy en el país?

    —Está enredada pero la solución no es difícil. En 1967 el concertino de la orquesta tenía su sueldo equiparado al de un legislador. Él y todos los músicos de la orquesta éramos full time. En esa época venían excelentes directores extranjeros invitados no solo porque se podían pagar sus cachés, sino porque tenían una excelente orquesta a su disposición. Por otra parte existía la Banda Municipal, que dirigía Ascone, y posteriormente el maestro Carlos Estrada creó la Orquesta Sinfónica Municipal, que era una orquesta de alrededor de 30 músicos. Con el tiempo comienzan a decaer los salarios y ahí los músicos salen despavoridos a buscar más ingresos. Aparece el multiempleo pero no solo en más de una orquesta sino además en la docencia, ya sea en el Conservatorio Universitario o en la Escuela Municipal de Música. Ese músico, que puede ser muy bueno y haber ganado todos sus puestos por concurso, ya no estudia más, no tiene tiempo material para seguir estudiando. Se transforma así en un individuo dedicado a mantener un estatus económico. Cuando yo ingresé al Sodre, ensayábamos de mañana de ocho a doce y de tarde el contrato nos obligaba a hacer trabajo domiciliario, es decir, estudiar lo que deberíamos trabajar con el director a la mañana siguiente. Y había inspectores del full time que si te pescaban trabajando de tarde en otra cosa te multaban. Pero un buen día la Banda Municipal y la Sinfónica Municipal pusieron sus ensayos de tarde, entonces el trabajo domiciliario se reemplazó por el trabajo en otras orquestas. Desde entonces se transformó en una regla sagrada: la mañana para la Ossodre y la tarde para lo demás. Pero además hay que agregar la eventual actividad docente. Es todo un disparate, que tiene muchos años y del cual yo fui también en su momento involuntario actor.

    —Si el problema es antiguo, ¿por qué hace eclosión ahora como si fuera reciente?

    —El asunto hace crisis porque Julio Bocca pretende una orquesta propia para el ballet, cuestión en la que a mi juicio le asiste razón. No tenemos que inventar nada sino mirar qué hacen países en serio. Aquí, aparte de la Banda Municipal, que debe seguir existiendo dedicada a un trabajo de divulgación barrial en lo posible con conciertos en exteriores, habría que tener tres orquestas: una orquesta de repertorio sinfónico, desde Bach hasta los contemporáneos, de la que pueden salir músicos que simultáneamente hagan música de cámara; una orquesta de foso, especializada en ópera y ballet y la orquesta juvenil como semillero de las otras. La especialización en el repertorio de foso es fundamental: conocer los diferentes estilos, la ópera italiana, alemana, francesa. Y lo mismo con el ballet. No es moco de pavo la orquesta de foso, no es un castigo integrarla sino que es una gran especialidad. En el mundo todas las profesiones tienen especialidades, mientras que aquí los músicos en lugar de hacer eso se han ido aglutinando en una masa donde están todos en todos lados, tratando de llegar a un salario más o menos digno. Aquí se tendrían que reunir el presidente de la República, el ministro de Cultura y el intendente de Montevideo y ponerse de acuerdo en organizar una vida musical coherente para recuperar un nivel que este país supo tener. Sueldos decorosos y full time en las distintas orquestas, con tiempo libre para poder dedicarlo al estudio. Y examen de suficiencia en cualquier momento, cuando sea necesario por mal rendimiento del músico. No es una solución mágica pero es el comienzo para un camino hacia la excelencia. Por otra parte, tenemos dos magníficos teatros que no deben competir con sus temporadas entre sí, deben complementarse. Son lo suficientemente distintos en sus condiciones acústicas como para albergar repertorios diferentes. Solo hay que ponerse de acuerdo.

    —Todo esto está muy bien pero está también el tema de la gestión económica.

    —Estos organismos son siempre deficitarios en todo el mundo. Como son los Bomberos, el Hospital de Clínicas, la Biblioteca Nacional, el Ejército, la Policía. No vamos a ganar dinero con las orquestas sinfónicas, ni con el ballet, ni con la ópera. Ni siquiera se van a autosolventar. Pero la cultura es tan necesaria como la defensa, la seguridad o la salud.

    —¿Un pianista?

    —Más de uno. Sviatoslav Richter, el Chopin de Maurizio Pollini, varias cosas de Arthur Rubinstein que no se han superado, Martha Argerich sigue siendo admirable. Una versión del Nº 2 de Beethoven que hizo Bruno Gelber conmigo en el Hotel Conrad, de una profundidad expresiva que no voy a olvidar. De la nueva camada me parece excelente Lang Lang.

    —¿Vas al cine?

    —Salvo Woody Allen, el resto no me tienta mucho. Hoy entrar al cine un sábado de noche es como entrar al tren fantasma: te matan con los efectos especiales.

    —¿Qué ves en TV?

    Música en el canal Allegro y series históricas en Netflix. Con las salvedades del caso, estoy estudiando historia por intermedio de Netflix. Es una magnífica herramienta.

    —¿Sos creyente?

    —Soy agnóstico, pero cada vez sospecho más que hay un poder superior que ha determinado las cosas. Leo sobre esto, pero leo más historia que filosofía. También releo la Biblia.

    —¿Qué te dice Juan Sebastián Bach?

    —Es tan moderno por su estructura de ingeniero maravilloso en contacto con Dios, que fue el que inventó la música. Fue el hechicero, el mago, el matemático.