N° 1999 - 13 al 19 de Diciembre de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáDecía Charles Maurras que “el poder es una libertad perfeccionada”. En cierto aspecto es verdadera la proposición: el poder implica la posibilidad de hacer o no hacer, de imponer algo sobre la realidad de que se trate. Pero hasta ahí llega la pertinencia del concepto, según la concepción del liberalismo que postula Friedrich Hayek, para quien el indiferente uso del vocablo ‘libertad’ para aplicarlo a la situación de poder y a la vez pretender que tenga que ver con la protección de derechos y con seguridad de no ser avasallados por los poderes de turno pertenecen a campos distintos.
Es el recelo, en sentido negativo, lo que caracteriza nuestra libertad, no la realización en sentido positivo. La libertad en sentido interior o de proyección es la esfera privativa de la persona en la que felizmente no hay posibilidad de intervención externa. Lo crítico surge en aquella parte del vivir en donde sí la presencia indeseable de lo otro se hace patente con su poder de restricción, con su coacción. En sociedad se es libre cuando la mano del Estado está lejos y no cerca; Montaigne, que conoció las vanidades y turbiedades de la política, escribía sabiamente durante su solitario retiro del mundo: “Los príncipes me dan mucho cuando no me dan nada y me hacen bastante bien cuando no me hacen ningún daño”.
De manera que es necesario seguir porfiadamente en la distinción; no haber tenido atención a ella ha costado un alto precio a las sociedades. Hayek exalta casi al borde la indignación: “Ninguna de las confusiones de la libertad individual con diferentes conceptos designados por la misma palabra es tan peligrosa como la que corresponde a un tercer uso de la palabra, al cual ya nos hemos referido brevemente: el empleo de ‘libertad’ para describir la facultad física de “hacer lo que uno quiera”, el poder de satisfacer nuestros deseos o la capacidad de escoger entre las alternativas que se abren ante nosotros. Esta clase de ‘libertad’ aparece en los sueños de muchas gentes en forma de ilusión de volar. Se les antoja que están liberados de la fuerza de la gravedad y que pueden moverse “tan libres como un pájaro” hacia donde deseen, o que tienen el poder de alterar a su conveniencia el mundo que los rodea. Tan metafórico uso de la palabra ha sido frecuente desde hace mucho tiempo; pero hasta hace relativamente pocos años no abundaban los que confundían seriamente esta “libertad” sin cortapisas, esta libertad que significa omnipotencia, con la libertad individual que un orden social puede asegurar. Solo cuando tal confusión fue deliberadamente cultivada como parte de los argumentos socialistas, se hizo peligrosa. Una vez que se admite la identificación de libertad con poder, no hay límites a los sofismas por los que el atractivo que ejerce la palabra libertad se utiliza como justificación de medidas que destrozan la libertad individual, como tampoco se les ve fin a los fraudes de quienes exhortan a las gentes en nombre de la libertad a abdicar de la misma. Con la ayuda de tal equívoco, la noción de poder colectivo en la esfera pública ha sido sustituida por la libertad individual y, de esta forma, en los Estados totalitarios, la libertad ha sido suprimida en nombre de la libertad”.
Me parece que este es el punto central del debate que se ha solapado detrás de las discusiones ideológicas aparentemente antagónicas, bajo el palio de banderas agitadas con excesivo furor, con apresurada e irresponsable alegría o con odio o con resentimiento. Cuando Ortega y Gasset decía que la discusión política no pregunta nunca qué es el Estado, para qué está, cuáles son sus límites, qué es la persona, cuáles sus derechos, y sobre todo, se niega a responder, es como si apagara todas las luces, “porque quiere que todos los gatos sean pardos”. Porque se trata justamente de eso: de no dejar que se vea la diferencia, no permitir que se entienda que la causa de la libertad no es la que proclama más fuerte sus consignas, sino la que verifica en los hechos situaciones que efectivamente la favorezcan.
Hay que plantearse el imperativo de la distinción toda vez que nos acercamos a la filosofía política y jugamos con las palabras. La libertad que es poder, meramente eso, enseña Hayek que no implica prácticamente en ningún sentido ninguna garantía de que nuestra esfera individual no será constreñida por un poder más fuerte y al que le concedemos legitimidad.