El incendio

El incendio

La columna de Fernando Santullo

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Nº 2082 - 30 de Julio al 5 de Agosto de 2020

¿Qué hacés cuando las prácticas de acción política que has impulsado se vuelven en tu contra? ¿Qué hacés cuando tenés que salir a defender a la clase de persona que dijiste era indefendible en cualquier circunstancia? ¿Qué hacés cuando tenés que apelar a la presunción de inocencia que declaraste erradicada y vetusta? ¿Qué hacés cuando te das cuenta de que las categorías que creías universales y lo explicaban todo, chocan con un caso que tu ideología te dicta defender? Esas preguntas bullen en estos instantes en las cabezas de muchas personas que se desayunaron con una denuncia de abuso sexual contra el fallecido Daniel Viglietti, un artista que hizo de su integridad personal algo tan importante como su integridad artística y que era especialmente valorado por muchos (yo mismo) precisamente por esa conjunción de cosas.

Por supuesto, siguiendo la lógica futbolera imperante en este país, lo principal para la mayoría fue saber, antes que cualquier otra cosa, de qué lado del campo había que pararse para desde ahí poder tirar mejores pedradas a los del otro cuadro. Y es que en dialecto uruguayo la expresión “jugátela” quiere decir “dejá de intentar pensar las cosas por tu cuenta y sumate a uno de los bandos”. En realidad no solo en el dialecto local, ese es un problema que se viene extendiendo por todos los países democráticos (los no democráticos tienen métodos más expeditivos para tratar las discrepancias) y ocurre porque venimos abandonando, mansamente y en nombre de todo lo bueno, el intento de lograr acuerdos razonados como centro de nuestra acción colectiva.

Hasta donde logro entender, situaciones como esta de Viglietti tienen un paso previo antes de ponerse a tomar posiciones para la batalla política (en Uruguay solo se libran batallas políticas, ahora condimentadas con moralina 2.0). Y ese paso es que sea cual sea la verdad (y la posibilidad de establecerla en este caso está aún por verse), una denuncia de este tipo debe hacerse en el ámbito correspondiente y ese ámbito no pueden ser (solo) las redes sociales. Las pruebas (sean las que sean) deben presentarse también en el ámbito correspondiente y no pueden ser, sin más, algunas capturas de pantalla de familiares de la eventual víctima. Quien además en este caso parece no querer ser parte de la denuncia.

Ahora, eso no es lo que se nos viene vendiendo como el non plus ultra de la (pos)modernidad sino todo lo contrario: cualquier denuncia de abuso sexual realizada por una mujer (o por un anónimo de redes, da igual) debe ser automáticamente asumida como verdadera, sin necesidad de procedimiento o de pruebas. Adiós, presunción de inocencia, y adiós, garantías. Todos los delitos sexuales (todas las violencias) tienen un único origen que atraviesa todas las civilizaciones conocidas y se pueden solucionar siguiendo un recetario simbólico sencillo: si corregimos las almas deformadas por el patriarcado, listo el pollo. Para eso debemos practicar una ortopedia de las almas que saque derechitos a todos los que, pobres de ellos, no detectan trazas de su tara en sus actos. Taras que nosotros, los reyes del mambo, detectamos sin problemas gracias a la bendición de nuestra infalible ideología, convertida en verdad absoluta so pena de excomunión social.

Eso que se nos viene vendiendo como el colmo del progreso, en el caso de Viglietti hace cortocircuito con las redes neuronales que sostienen al dogma ideológico político: él no puede haber hecho eso porque era de los nuestros, era de los buenos. Pero la denuncia es de una mujer, así que tiene que ser verdad porque las mujeres no mienten. Pero es Daniel Viglietti, uno de los iconos máximos que laten detrás de esa ideología. Pero no puede ser mentira. Pero no puede ser Daniel. Pero no puede ser que algo sea las dos cosas al mismo tiempo. Bum.

Bien, esto es resultado de haber tirado a la basura cualquier rastro de lógica y el mínimo de coherencia interna exigible para una ideología (o una teoría) que se interese por dilucidar los conflictos sociales. Es resultado de haberse metido de cabeza en un dogma al que, por su propia falta de consistencia, le alcanza con un solo caso como el de Viglietti para demostrar su naturaleza inane. No solo no sirve para intentar resolver el problema sino que empeora y mucho el instrumental que ya tenemos en terrenos de la justicia. Y es que, contrariamente a lo que cada vez más gente parece creer, la presunción de inocencia no fue concebida para preservar privilegios sino para evitar que los privilegiados aplastaran a quienes eran menos favorecidos. Los privilegiados no necesitan un sistema judicial, les basta con contratar sicarios para “resolver” los diferendos, como ocurre en todos los lugares en donde la Justicia es débil.

La presunción de inocencia protege sobre todo a quien se encuentra más indefenso ante “the powers that be”, esos poderes que ya existen en la sociedad cuando llegamos al mundo y que hacen que unos tengan menos acceso al poder que otros. Todo el sistema judicial existente en las democracias apunta precisamente a eso, a que los diferendos no sean resueltos según la ley del más fuerte (o, en su versión actual, el más indignado). Por eso se debe probar de manera fehaciente que el delito existió, más allá de lo que diga la acusación. Por eso existe un procedimiento legal, por eso todo ciudadano tiene derecho a una defensa justa. Incluso aquellos ciudadanos que nos parecen despreciables.

Como bien apunta el periodista español Juan Soto Ivars: “Si justificamos el atropello de los derechos fundamentales de alguien porque compartimos los fines, estamos a expensas de los caprichos de la tribu de moda. Si no regresamos al concepto civilizador de ciudadanía, a la igualdad formal y el respeto de la libertad de expresión, perderemos algo importantísimo por no haberlo sabido valorar”. Este avasallamiento de lo racional, esta dogmatización de la realidad que salta en pedazos ante un solo caso como el de Daniel Viglietti, es resultado de la constante parcelación del espacio colectivo. Por eso el hacha del dogma puede ser usada por cualquier colectivo (o persona o anónimo) para romperle la cabeza a cualquier individuo. Porque no hay ya (casi) nadie velando por el espacio común. En eso consiste el triunfo de esta nueva irracionalidad: en patearnos 250 años hacia atrás, directo a los tiempos previos a la Ilustración.

En esta columna no he dicho una sola palabra sobre si es verdadera o no la denuncia contra Viglietti. Ni sobre si Viglietti es intocable o no. Lo que señalo es previo y, creo, más grave que el caso concreto, que, de ser verdad, sería gravísimo. El punto es que todos los mecanismos legales que hemos desarrollado han sido construidos para defendernos a nosotros, los ciudadanos, de ser linchados por una turba que no razona ni se interesa por razonar. Si la idea de ciudadanía no vuelve a su lugar central, cualquier ciudadano podrá ser linchado bajo el mandato que dicte la moda ideológica indignada del momento. Y de ese incendio no te va a salvar nadie, ni la derecha ni la izquierda.