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    El mundo se derrumba y nosotros nos destrozamos

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2264 - 15 al 21 de Febrero de 2024

    Hallaron un cuerpo en un tajamar de Manga.

    Mataron a tiros a un joven de 18 años en el barrio Las Acacias.

    A prisión dos jóvenes por el homicidio del policía Alexis Meireles.

    Adolescente atacado a tiros en su casa de Santa Catalina está grave.

    Imputaron a un Suárez por doble homicidio que tuvo como víctima a un niño.

    Joven de 18 años baleado en el Cerro: recibió cinco balazos en las piernas.

    Son titulares de un día en Uruguay. Mientras tanto, enajenados en un juego dialéctico narcisista, los políticos se echan en cara unos a otros el aumento de la criminalidad, gritan que la culpa (siempre) es del otro, señalan cuál acumuló las peores cifras en su gobierno. El mundo se derrumba y nosotros nos despedazamos, diría Ilsa, la de Casablanca. Y en el medio, los ciudadanos, los que sufren el robo, el despojo, la violación, cuando no la muerte; los que se van sumergiendo en la indefensión y el desamparo; los que ven sus barrios tomados por el crimen y depender sus vidas del ánimo del narco de turno. ¨Vamos a seguir enfrentando a la delincuencia con todas las herramientas que tenemos¨, dijo el director de la Policía, José Manuel Azambuya y, viendo los resultados obtenidos con ¨las herramientas que tenemos¨, no puedo decidir si es una buena noticia.

    América Latina y el Caribe tienen el dudoso privilegio de ser la región más violenta del mundo, y los números van en constante aumento. Los índices de homicidios relacionados con la delincuencia son cinco veces superiores a los de América del Norte y diez veces más altos que los de Asia y, a pesar de tener entre el 8 y el 9% de la población mundial, la región produce un tercio de las muertes violentas a nivel global. Lo más aterrador es ver lo rápido que se producen los cambios: desde el 2000 el crimen organizado se ha constituido en la principal fuente de crímenes de la región, superando incluso a la social y doméstica. Este panorama se combina con un crecimiento económico mediocre, bajos niveles de productividad y una desigualdad persistentemente alta. Porque la violencia no solo obstaculiza el desarrollo social sino que impacta en el aumento de la impunidad, afecta la propiedad privada y consiguientemente, las decisiones de inversión y el crecimiento económico. Delincuencia y pobreza: la tormenta perfecta.

    Vayamos a las cifras concretas de nuestra zona, la más convulsionada del planeta según el Estudio Global sobre Homicidios de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONODC). Salvo Sudáfrica (41,87), Myanmar (28,4) e Irak (15,4), los países con las tasas de homicidios más elevadas del mundo en 2021 se sitúan en América Latina y el Caribe. Esos números representan la cantidad anual de homicidios cada 100.000 habitantes. Frente al 52.2 de Jamaica o al 38.25 de Honduras, incluso comparado con las cifras de México, Brasil y Colombia (28.18, 25,7 y 22.38) parecería que el 10.7 de Uruguay no está tan mal, y no lo estaría de atenernos a lo que sucede en la región más violenta del planeta. Pero resulta que España, por ejemplo, tiene un 0.61. También resulta que en la capital del país hay barrios que alcanzan índices de 37,9 crímenes cada 100.000 habitantes (Asesinatos en Casavalle y Marconi alcanzaron uno de los picos más altos de la década).

    Entre tantas declaraciones, opiniones y diagnósticos, se dice que no es suficiente el gasto público en seguridad, pero Latinoamérica gasta casi el doble de la media del mundo desarrollado según datos del BID. Otro argumento que ya conocemos es la presunta conveniencia de una “mano dura” contra el delito, pero la población carcelaria en las Américas (sin incluir a Estados Unidos) aumentó 121% desde el 2000 según el informe mundial sobre prisiones (World Prison Brief, del ICPR), mientras el crimen no para de crecer. También se mencionan los problemas económicos y seguramente los que lo hacen tengan razón, pero resulta que la violencia también se incrementó en tiempos en que bajaron los índices de pobreza en la región, en la primera década del siglo XXI.

    Entonces, ¿por qué es tan violenta América Latina? ¿Cuáles son las causas? Una de las respuestas, como adelantaba, está en el crimen organizado que, desde el 2000, causa la misma cantidad de muertes en todo el mundo que los conflictos armados, según un estudio de la mencionada ONODC. Si bien hay pandillas en otras zonas, la mayor letalidad se da en la nuestra y está asociada a la pugna de territorios de los grupos dedicados al lucrativo negocio del narcotráfico. Si agregamos que es el único lugar del mundo que produce cocaína y que la cantidad de droga se encuentre en niveles récords, todo cierra.

    ¿Para qué hago este compendio de datos, quizá irrelevantes, tal vez muy sabidos? Porque no puedo saber cuál es la solución, si es que existe, apenas plantear una parte del problema. Sé que las salidas no vendrán de las discusiones de salón ni de las acusaciones cruzadas e inanes entre actores políticos, ni de las eternas declaraciones de buenos propósitos de las autoridades. Tampoco dudo que urge reconocer a la violencia como el epicentro de nuestras actuales dificultades, considerarla tanto en sí misma como central en el diseño de proyectos de crecimiento económico y productividad, de reducción de la desigualdad y la pobreza, de mejora en los sistemas policial y judicial. En un país en el que se augura un futuro de alternancia entre los dos sectores políticos mayoritarios, habrá que dejar de lado chicanas y debates dialécticos, buscar un consenso más allá de los gobiernos de turno, unir fuerzas en una comunidad de pensamiento y de estrategias a largo plazo entre el sector político, la sociedad civil, la academia y, aunque no dependa de nosotros, con la comunidad internacional. No hay soluciones mágicas, tal vez ni siquiera hay una solución por el momento, pero el pesimismo o el desaliento o el recurso fútil de culpar al otro, no pueden ser opciones para hacer frente a esta otra pandemia.