N° 2051 - 19 al 25 de Diciembre de 2019
N° 2051 - 19 al 25 de Diciembre de 2019
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn la columna de la semana pasada comentaba el viaje conjunto del presidente Tabaré Vázquez y el electo Luis Lacalle Pou a la asunción del nuevo mandatario argentino. Y lo hacía señalando que se trataba de un valioso gesto republicano. En el caso de Vázquez, un gesto de estadista, de esos que resultan especialmente valiosos para la democracia, su estabilidad y su consolidación.
Para intentar explicar la escasez de esta clase de gestos en la región, para señalar su valor, desarrollaba una explicación sobre la idea de “la grieta”, algo que en Argentina parece haberse aceptado como un hecho y tras lo cual, todos los actores políticos del país vecino parecen haber decidido actuar en consecuencia. “La grieta”, tal como la definí entonces, no se refería tanto a la realidad socioeconómica del país (esa clase de grieta es muy anterior al uso del concepto como arma política arrojadiza) como a la construcción de un discurso que reclama para sí todo el espacio político y descalifica de manera terminal a cualquier voz que considere ubicada en la vereda de enfrente.
El gesto de Vázquez y Lacalle, decía entonces, va justamente en la dirección contraria: los resortes de la democracia, sus protocolos, sus instituciones, son precisamente el puente que nos hemos dado para que las voces existentes se expresen en la arena política de manera pacífica. Y para que toda transición entre un gobierno de ideología A por uno de ideología B se lleve a cabo de manera democrática, con apego a una tradición republicana y sus mejores gestos.
A lo largo de la semana fui leyendo diversas reacciones e información sobre el gesto de Vázquez y Lacalle. Circula, por ejemplo, un video excepcional en donde a la pregunta de una periodista argentina sobre cómo viene funcionando la transición uruguaya, el presidente Vázquez se da media vuelta y mientras llama a Lacalle Pou, que está parado en un segundo plano, le dice a la periodista: “Bueno, se la muestro, acá estamos”. Ese videíto se hizo viral en pocas horas, quizá por su excepcionalidad: la naturalidad del gesto de Vázquez, el respeto de Lacalle Pou por la investidura de Vázquez, la cordialidad con que se manejan ambos. Y sin embargo…
Sin embargo, un montón de gente en Uruguay entendió el gesto como un paso más hacia el abismo que muchos encuentran evidente en Argentina y que impide una gestión normalizada de las instituciones democráticas. Esto es, la idea de que cuando gobierna alguien que no es del palo propio, lo único que se puede esperar del cambio es un páramo de odio y destrucción. Pero alcanza con mirar un poco la historia (que, lo juro, no comenzó en 2002) para ver que los gobiernos de distintos partidos han hecho, desde su origen (el siglo XIX para los partidos tradicionales, hace cincuenta años el Frente Amplio), cosas bien y cosas mal. Y que, salvo cuando las dictaduras arrasaron con las instituciones democráticas, el resto de las veces bastó con que llegaran las elecciones para pegarle la correspondiente patada en el traste a quien hizo las cosas mal.
La posibilidad de esa continuidad, de esos cambios y esas transiciones, necesita de una convicción previa: la de que el país no se está fundando en cada gobierno de nuevo signo y que, aunque no se esté de acuerdo con el programa de esa nueva administración, es absurdo suponer que sus intenciones son las de destruir el país. Pensar eso y actuar en consecuencia es precisamente lo que ha llevado a nuestros vecinos y hermanos al problema que ellos (y no pocos uruguayos) llaman “la grieta”. Una grieta que si algo dinamita con su existencia, es justamente el protocolo republicano y todas las garantías que nos da la democracia liberal y representativa. Y que de a poco va instituyendo la idea de que “el país” (también se suele hablar de “el pueblo”) se reduce solo a quienes comparten una misma idea sobre él. Política de la moral y no de los hechos reales: el otro existe siempre.
Todo esto llega a Uruguay adobado y mediado, entre otras experiencias, por la experiencia argentina. Una que, al menos desde comienzos del siglo XX, no ha podido ser más distinta. Por poner un ejemplo de esta misma mecánica en otro rubro: desde ciertos sectores se ataca a la Iglesia uruguaya como vector ultraconservador, cercano al fascismo y otras lindezas. Pero la Iglesia uruguaya no ha sido, en absoluto, nada parecido. No lo fue durante la dictadura cuando varios de sus representantes dieron cobijo a militantes de izquierda perseguidos por el gobierno militar, no lo fue cuando varias de sus instituciones fueron baluarte en la defensa de los derechos humanos incluso durante la dictadura y ni hablar después de esta. Esos ataques (tan torpes e irrespetuosos como tirarle pintura a un templo) y esas consignas no hablan de la Iglesia uruguaya realmente existente sino de una Iglesia imaginada, basada en una imagen de la Iglesia que poco tiene que ver con la uruguaya, especialmente en estos asuntos.
Esa misma clase de “pensamiento” (entre comillas, porque de razonado y basado en los hechos tiene poco y nada) es el que parece dominar en ciertos sectores en lo que se refiere a “la grieta”. Se calca de manera torpe, automática y desmañada una consigna, un eslogan, una “idea” de la vecina orilla y se la introduce a prepo en una realidad que es más bien ajena al asunto. Y se lo hace de manera ominosa, como quien avisa de un cataclismo terminal que esté por asolar el país.
Precisamente en esa tendencia parecen inscribirse las declaraciones del presidente del Frente Amplio, Javier Miranda, quien señaló que la intención de la nueva coalición de gobierno era “frenar el desarrollo social y político alcanzado en tres períodos de gobierno nacional” de su fuerza. Miranda tiene todo el derecho a decir y pensar lo que mejor le parezca, faltaría más. Lo que no estaría mal tampoco es que recordara que es el presidente del partido más votado y que eso implica responsabilidades más allá de la interna. Responsabilidades con el sistema de partidos, con el sistema democrático y con todo aquello que garantice la continuidad y consolidación de nuestra forma pacífica de dirimir las diferencias. En resumen, todo aquello que nos aleje de la famosa “grieta”.
Si alguien me preguntara por una de las razones por las que el Frente Amplio fue desplazado del gobierno, incluiría sin dudarlo la tendencia de esa fuerza a dinamitar los posibles vasos comunicantes con el resto del espectro político uruguayo. Como adelanto de su futura vocación como oposición, las palabras de Miranda envían una señal complicada, hasta destituyente. Y, si me animara a dar un pasito más aun, podría calificarla hasta de nihilista. El nihilismo del mal perdedor, aquel que sueña con que todo salga espantosamente mal en su ausencia y parece estar dispuesto a hacer lo que haga falta para que su profecía resulte autocumplida. El principal partido político uruguayo haría bien en asumir los mismos gestos republicanos que el presidente Tabaré Vázquez viene prodigando, con talante de auténtico estadista, en las últimas semanas.