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    El pasaporte narco de la discordia

    Nº 2188 - 24 al 30 de Agosto de 2022

    Desde hace varios días no se habla de otra cosa que del pasaporte que le expidieron al ciudadano uruguayo Sebastián Marset, quien se encontraba preso en Dubái por utilizar un pasaporte falso paraguayo y, además, es investigado por narcotráfico y por estar supuestamente involucrado en el asesinato de un fiscal paraguayo.

    Toda esta novela no sería tal si la comercialización de estupefacientes no fuera considerada un delito. Pero lo es. Y no parece ser que el interés protegido sea el del ciudadano común y corriente sino el de las mafias, policías, políticos y jueces corruptos o que, sin serlo, ceden ante el temor de recibir ellos o sus familias amenazas y castigos. Ya lo decía Pablo Emilio Escobar Gaviria: “Plata o plomo”.

    La lucha contra el consumo de drogas ha sido (y es) un total, absoluto y carísimo fracaso. Ya desde la absurda prohibición de consumir alcohol en Estados Unidos a través de la aprobación de la “ley seca” hasta la actual legislación internacional prohibicionista, todo ha sido un gigantesco fiasco. Con todas estas prohibiciones lo único que logran son efectos peores a los que quieren prevenir: 1) aumenta sideralmente el precio del producto a raíz del mayor riesgo que corren quienes lo comercializan o consumen, 2) esas magníficas ganancias (gracias a la prohibición) atraen al negocio a personas de la peor calaña, por lo que no es de extrañar la cantidad de crímenes que se suceden bajo el famoso argumento del “ajuste de cuentas”; 3) la calidad del producto tiende a caer, ya que al haber mayor escasez (fruto de la prohibición) el comprador está dispuesto a ingerir cualquier cosa (de hecho, durante la “ley seca” aumentaron considerablemente ciertas enfermedades y hasta fallecimientos vinculados al consumo de alcohol de mala calidad); 4) la corrupción campea por todos los estratos jerárquicos del Estado, empieza con el policía de la esquina, sigue con el comisario, continúa con el juez, hasta que llega a las más altas esferas de la política.

    Este daño social es mucho peor que el daño que pueden causar las drogas a personas individualmente consideradas, porque literalmente corrompe todo el sistema democrático republicano y todo el esquema de valores de occidente, dándole la razón a la letra del tango Cambalache: “Que siempre ha habido chorros, Maquiavelos y estafados” o “el que no llora no mama y el que no afana es un gil”. Hoy —para muchos— no vender drogas es ser un gil, ya que atrapan a un porcentaje ínfimo y mientras tanto juntan dinero como para darse una vida loca.

    Desde que se enfrió el mundo, las personas que quisieron ingerir cualquier tipo de producto “prohibido” lo vienen haciendo sin problemas: flores, hongos, ayahuasca, hierbas y hasta lamer ciertos sapos, ya sea con fines religiosos, paliativos del dolor o simplemente recreativos.

    El único problema es que hay que pagar mucho más dinero por esos productos o correr serios riesgos a la salud, porque vaya uno a saber quién y cómo los fabricaron. Pero se consumen igual sin que el Estado pueda evitarlo. Para muestra este espantoso botón: el consumo de pasta base, un residuo de la producción de cocaína que es tremendamente dañino para el cuerpo y el cerebro humano, se concreta por no tener dinero para acceder a bienes de mejor calidad. Hoy cierran una boca de pasta base y mañana abren dos nuevas. Como a la Hidra de Lerna: le cortan una cabeza y le crecen dos.

    El pasaporte entregado en forma correcta o incorrecta al señor Marset es la parte menor y anecdótica del verdadero problema de fondo, que es la triste necesidad de las personas de recurrir a estímulos externos para poder llevar vidas más plenas o menos sufridas. Y esto lo deberíamos lograr si estudiar fuera útil y estimulante; si conseguir un empleo fuera algo sencillo; si los ingresos nos dieran para llevar una vida menos estresante, o si debiéramos lidiar con menos burocracia, costos innecesarios y gastos superfluos en que nos hace incurrir el propio Estado para “cuidarnos”.

    Ya el doctor Jorge Batlle Ibáñez proponía la despenalización de todas las drogas (no solo de la marihuana), y se sumaron recientemente a esta postura el expresidente Luis Alberto Lacalle Herrera y hasta el propio doctor Daniel Radío, titular de la Secretaría Nacional de Drogas (SND) y del Instituto de Control y Regulación del Cannabis (Ircca), que afirmó que el prohibicionismo “nos ha hecho mucho daño”, ya que “genera un negocio espectacular para los narcos”, mostrándose afín a analizar un cambio de rumbo en su control.

    No reconocer el fracaso estrepitoso de la lucha contra el narcotráfico a escala internacional es negarse a encontrar una solución sensata y dejarnos de seguir creando institutos de control, llenos de burocracia y de restricciones a las libertades individuales con el afán de proteger a la población. Sin embargo, esa misma población puede entrar a un supermercado y llenar un carro con vino Tetra Pak y bebérselo en su casa sin que nadie le diga absolutamente nada. Y ni hablemos de la época en que el propio Estado —a través de Ancap— fomentaba el consumo de su whisky, grapa o Espinillar, de dudosa calidad.

    Mientras perdemos el tiempo con el pasaporte de Marset, los vivos que hacen dinero con la prohibición sacan pasaportes para viajar a los mejores lugares del mundo y los tontos (la inmensa mayoría) sacamos pasaportes a la miseria (por el alto costo de los productos prohibidos) o un pasaporte a la morgue (por la mala calidad de estos). Y todo gracias a los Estados que nos cuidan. ¡Vaya cuidador!