Nº 2146 - 26 de Octubre al 1 de Noviembre de 2021
Nº 2146 - 26 de Octubre al 1 de Noviembre de 2021
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acá¿Para qué querés conservar esas casas viejas? ¿No ves que son de otra época? Son difíciles de calentar, húmedas y con ambientes demasiado grandes. ¿Y el Cilindro? ¿Para qué querías el Cilindro? Estuvo bien tirarlo, sonaba mal, el techo se llovía y además se incendió y era irrecuperable. Hay que mirar hacia adelante, hacia el futuro. No tiene sentido gastar dinero en preservar esas porquerías viejas. ¿El viaje? Ah, sí, estuvo buenísimo. Fuimos a París, increíble el Sena y todos esos puentes antiguos. La Torre Eiffel es una belleza. ¿Cómo? ¿Que la hicieron para tirarla? No parece, no. Está muy cuidada. Ah sí, te arrancan la cabeza, si querés subir arriba del todo tenés que pagar como 25 euros o más. Sí, fui al Louvre también, preciosa la exhibición y precioso el edificio, unos techos altos, hermosos.
Este monólogo es imaginario, obviamente. Pero no es imaginaria la contradicción que existe cuando se admira el patrimonio de los países que se visitan (o se ven en televisión) y la incapacidad de concebir un patrimonio propio. Una contradicción que no registra que detrás de aquello que se ve como natural, dado y evidente, existe una idea, una construcción, una hoja de ruta, que nos lleva directo y sin escalas a la Torre Eiffel en París, el edificio Chrysler en Nueva York, las fuentes de Montjuic en Barcelona y, en una escala más humilde, el Palacio Barolo, gemelo del Palacio Salvo, en Buenos Aires.
Una parte importante de esa imposibilidad de concebir un patrimonio propio parte de la incapacidad de valorar lo que se tiene. Quizá porque, como decía una vieja canción de Rumbo, “un héroe, un mito, una leyenda, todo será mejor, si una película lo cuenta aumenta su valor”. Esto es, que cuando los objetos se nos presentan sin una narrativa, se nos hace difícil ubicarlos en un contexto y entenderlos como parte de un proceso. Pareciera que solo entendemos como patrimonio aquello que ya se nos presenta como tal, sin que se nos pase por la cabeza pensar en la trayectoria que esa idea tuvo sobre ese objeto/edificio/obra en particular.
Hace no tantos años Barcelona fue inteligente a la hora de construir una narrativa sobre sus edificios, sus creadores y sus habitantes. Antes de los Juegos Olímpicos de 1992, la capital catalana no era muy distinta de la más bronca Marsella, con sus mafias, sus arrabales, sus barrios obreros en las alturas de cerros pelados y calles sin pavimentar. Tenía, sí, un Gaudí, un Miró y un presupuesto municipal. Y, de la mano de su alcalde de entonces, Pascual Maragall, logró tener un plan de futuro. Uno que entendió que lo que le daba carácter a la ciudad era justamente todo aquello que tenía de específico en su arquitectura, sus habitantes y sus personajes históricos. No es casual que desde entonces y casi cada año, la ciudad se concentre temáticamente en alguno de estos personajes: el año Gaudí, el año Miró, etc. Y que las actividades de la ciudad giren en torno a esos elementos patrimoniales a lo largo de todo ese año.
“La ciudad más vanidosa del mediterráneo”, como la llamó un filosofo catalán, construyó una potente versión sobre sí misma. Para eso sistematizó algunos de sus contenidos: tenemos a Antoni Gaudí, arquitecto modernista, que tuvo coetáneos y alumnos relevantes. Podemos impulsar el relato del modernismo arquitectónico catalán. No importa si algunos de los arquitectos listados no fueron especialmente relevantes. O que algunas de las obras de nuestro catálogo tampoco sean maravillosas. Importa que con esos mimbres podemos crear una “Ruta del modernismo” y con ella tener a decenas de miles de turistas de todas partes caminando por las calles de la ciudad durante todo el año. Turistas que además de caminar, comen, beben y pernoctan en la ciudad. Turismo que es resultado de a) tener un puñado de edificios interesantes en perfecto estado y b) tener un discurso potente y bien financiado sobre ese puñado de objetos. Resultado de tener una política.
Una política que logró mirar más allá de los techos altos y las casas frías. Que entiende que construir una narrativa sobre lo que se tiene no es preservar un montón de cosas ruinosas sino desarrollar una visión de qué es eso que se quiere ser mañana. Hasta 1990, Barcelona era más famosa por sus navajeros, retratados en toda la novela policial española postransición, que por sus rutas arquitectónicas. Eso cambió gracias a la política. Una que logró imaginar qué ciudad, con qué tipo de economía y recursos, quería ser en el futuro. Es verdad que fue tan exitoso el operativo barcelonés que hoy la ciudad no sabe qué hacer con tanto turista “de botellón” en las noches, pero es un efecto colateral al que no hay que temerle, Uruguay no está en el sur de Europa sino en el sur de América.
Por acá hemos sido un poco más erráticos y fuimos capaces de tener el Palacio Salvo, el edificio que define el skyline de la capital desde hace casi un siglo, sin protección durante décadas. También dejamos venir abajo el Cilindro con argumentos tan peregrinos como que sonaba mal, como si el recinto fuera para conciertos. O que era un edificio provisional. A más de uno le va a dar un soponcio cuando se entere que la Torre Eiffel o el Palacio Nacional que corona Montjuic en Barcelona, se hicieron para sendas exposiciones y se iban a derribar en cuanto estas terminaran. Y sin embargo, en aquel presente de entonces alguien logró imaginar un futuro, nuestro presente, en donde esos edificios iban a ser relevantes. No solo como reclamo arquitectónico (eso le interesa solo a los colgados con la arquitectura) sino como parte de un proyecto económico y urbanístico.
Tenemos un Ministerio de Turismo que concentra buena parte de su actividad en una temporada playera que, en el mejor de los casos, dura dos meses. Y tenemos una serie de edificios art déco increíbles que hoy resultan casi invisibles detrás de la inmunda cartelería que cubre las aceras. O del tupido velo de residuos de gasoil y humedad que tapa sus fachadas. Tan imperceptibles son nuestros valores que incluso un edificio con indudables valores patrimoniales como el Palacio Sudamérica, sale a remate sin protección y a nadie se le mueve un pelo. Será por sus techos altos y por lo difícil que es calentarlo (modo irónico encendido), pero incluso frente a la belleza incontestable de sus interiores, seguimos discutiendo si vale la pena preservarlo o no. Mientras tanto, en 2019 la Torre Eiffel recaudó casi 115 millones de dólares en concepto de entradas.
Obviamente Montevideo no puede aspirar a ser París, pero puede aspirar perfectamente a ser una mejor Montevideo que, informada de su patrimonio, lo entienda como una de las bases de su futuro. En términos de turismo, de ingresos y, last but not least, en términos de calidad de vida de sus habitantes. Una suerte de hub turístico regional, en donde no haya que esperar al verano para pensar en disfrutar del tiempo libre. El patrimonio es solo una pequeña parte del potencial que Uruguay (no solo Montevideo) tiene para ir a más, pero es una parte esencial. El patrimonio que logremos imaginar hoy es parte fundamental de aquello que podemos y queremos ser mañana.