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    El poder del uno

    Columnista de Búsqueda

    N° 2048 - 28 de Noviembre al 04 de Diciembre de 2019

    , regenerado3

    Este domingo pasado, después de votar en mi viejo circuito de Villa Muñoz, acompañé a mi madre a votar en el suyo, cerca del Hipódromo. Tarde linda de sol y viento moviendo los árboles en la puerta del Liceo 57. Cuando entrábamos, adelante nuestro, un señor gordo y grandote empujaba la silla de ruedas de su hermana, también grandota y con trenzas rasta. Eso es vocación democrática, pensé, viendo el esfuerzo que hacía el hombre. Poca gente (la mejor hora para votar es la hora de los provechitos), pasillos amplios y funcionarios con la cara verde de tanto tomar mate. Mientras mi madre entraba a votar, me senté en un banco de cemento y me quedé escuchando los chistes aburridos de un grupo de policías, cansados en la espera casi vacía.

    Mi madre nació en España y se vino con toda su familia, escapando del franquismo, allá por los cincuenta. Luego, se tuvo que exiliar con mi padre y con nosotros, perseguida por la dictadura en los setenta. Mientras caminábamos de salida, me dijo: “Está buenísimo votar”. “Sí —le contesté— es el método que nos hemos dado para resitituirle poder al ciudadano. Ese poder pequeñito que vale solo uno pero que, junto a los de muchos, cambia gobiernos y países de manera pacífica. Por eso el titular de los derechos es el ciudadano”. “Sí —me dijo mi madre— el voto te da la sensación de ser parte de algo y al mismo tiempo, de ser vos mismo”.

    Pienso en todo esto mientras leo en Twitter (las secciones de comentarios de los diarios digitales hace años las descarté por tóxicas) un montón de intercambios furiosos y de acusaciones apocalípticas entre gente de “los dos bandos”. Leo los resultados de haber construido durante años la idea de que existen dos bloques irreconciliables de ciudadanos en vez de un grupo de ciudadanos que votan las opciones que les parecen más cercanas a su idea democrática de lo que es mejor para el país y para ellos. Leo, entonces, los resultados de una visión bastante hemipléjica de la democracia. Una que, muchas veces, la entiende bien como una estación de paso hacia tierras más fértiles o bien como una concesión innecesaria que los que mandan les hacen a unos siervos que no merecen otra cosa que mano dura.

    No es una idea nueva, pero sí una con la que insisto cada vez que la realidad me da la oportunidad: no hay democracia sin demócratas. Y acá va otra idea con la que también insisto: la democracia no es algo ajeno o previo a nuestras acciones en la sociedad, es el más puro resultado de estas. Es apenas un acuerdo delicado y en permanente discusión sobre lo que es mejor o peor para el colectivo. El único asunto que escapa a esa discusión (y no siempre) es el de los procedimientos y las instituciones de la democracia. Esto es, los mimbres que nos permiten ordenarla y la hacen ejecutiva y viable. Y es que la democracia realmente existente, a diferencia de las utopías que habitan en las cabezas de individuos y colectivos, tiene trabajo que hacer cada día en el mundo real. Y para poder hacerlo necesita un marco, unas leyes y unas instituciones.

    En una entrevista que di esta semana por asuntos musicales, pero que gracias a las buenas preguntas terminó siendo una interesante entrevista sobre la vida, la política y el arte, me preguntaban mi opinión sobre el estado de salud de la democracia en el país. Y mi respuesta, que a muchos puede sonar cándida, era que Uruguay goza de muy buena salud democrática. Y esto es no tanto porque en el país no existan loquitos totalitarios (que no existan es, justamente, una utopía), sino porque en una semana en que la Corte Electoral está contando con máxima precisión unos votos que confirmarán con casi total certeza una nueva tendencia política en el gobierno, estamos hablando tranquilamente de nuestros asuntos sin preguntarnos si la Corte hará las cosas bien o mal. Y esto es así porque desde 1985 a la fecha, esa Corte ha tenido un comportamiento democrático intachable y nadie, ni siquiera los zarpados de las redes, cuestiona su calidad. O sí, pero ahí ya nos adentramos en los misterios de la psiquis y nos alejamos del mundo de los hechos. En resumen, que estamos tranquilos en ese rubro porque las instituciones de nuestra democracia han confirmado, al menos hasta hoy, su calidad.

    ¿Quiere esto decir que con las instituciones y los procedimientos alcanza? ¿Que no importa si existen personajes que desde la política se dedican a descalificar la democracia? ¿Que es irrelevante que unos ciudadanos se enfrenten a otros sin más razón que la rabia, la sospecha infundada y la voluntad de agraviar gratuitamente? No, no alcanza. Nos da unos puntitos de ventaja sobre otras democracias (por algo Uruguay está entre las democracias plenas) pero nada más. Y es que esos puntitos son también resultado de unas acciones, unas que nos permitieron construir unos mimbres sólidos para la canasta, pero que no garantizan que la canasta siempre esté allí. Especialmente si cada vez más gente se dedica a tirarles piedras y a tironear sus mimbres.

    Por eso es importante que el ciudadano reconozca y entienda su verdadero poder, que es el poder del número uno. Esto es, la unidad mínima de decisión, que es a la vez la más poderosa. Ese voto único, personal, individual, esa voluntad política expresada a través de la decisión tomada en la elección, parece poca cosa y, sin embargo, es una herramienta potentísima. Tan potente que, cuando se junta con otras, cambia gobiernos de manera pacífica y ordenada. Conviene no olvidar que durante miles de años la forma de cambiar las cosas fue a los tortazos y con abundante sangre derramada.

    Nos pueden parecer mejores o peores las opciones que se nos presentan, pero, al mismo tiempo, nadie nos impide formar una opción que nos guste más y salir a convencer gente. Por eso el voto es una herramienta estratégica, es decir, una que no se usa solo para una elección. Y quizá por eso la idea de votar al “menos malo” no convence a algunos: si puedo imaginar otra opción, aunque en este momento no esté planteada, no tengo por qué votar al “menos malo”. Esa fue, de hecho, la idea que latió detrás de la creación del Frente Amplio: como no tengo por qué votar al menos malo entre dos partidos que me parecen malos, construyo una alternativa y la desarrollo a lo largo de décadas hasta llegar al gobierno. Y de hecho esa estrategia funcionó.

    Por eso, mientras caminaba con mi madre bajo el agradable sol del domingo, rodeados por la algarabía serena de quienes iban a votar en ese liceo cercano al Hipódromo, pensaba en lo poderosos que somos los ciudadanos cuando usamos la democracia a nuestro favor, esto es, cuando hacemos uso de nuestro superpoder único e individual, ese que vale solo uno, pero que puede cambiar el mundo sin violencia: nuestro voto.

    ?? El humor en tiempos de cólera