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    El presidente y la LUC

    Sr. Director:

    En estos días se ha incrementado la discusión sobre la licitud de la intervención del presidente Lacalle Pou en el debate sobre la impugnación a la LUC mediante referendo.

    Obviamente, de inmediato aparecieron los sabiondos de la izquierda desenfrenada (que no es toda la izquierda) acusando al presidente de violar la Constitución. Y hasta un conocido politólogo y profesor universitario se despachó con la rotunda afirmación de tal inconstitucionalidad.

    Lo que, por un lado, es un disparate jurídico. Y por otro, una excelente clase magistral sobre cómo no debe enfocarse la interpretación y aplicación del orden jurídico.

    El tema se centra en la interpretación de una parte del numeral 5° del artículo 77: “El Presidente de la República no podrá intervenir en ninguna forma en la propaganda política de carácter electoral”.

    La cuestión, obviamente, es determinar si la defensa de la ley objeto del referendo es o no “propaganda política de carácter electoral”.

    Y lo del disparate jurídico y la lección negativa nacen del desconocimiento de la profunda sabiduría que expresa la máxima del jurista norteamericano Oliver Wendell Holmes: “The Life of the law has not been logic. It has been experience”.

    El referido politólogo ignora esta profunda verdad y se dedica a analizar el tema mediante el recurso a la lógica formal. Incurriendo en el vicio de lo que algunos denominamos “conceptualismo”.

    Que no consiste en criticar el uso de los conceptos para interpretar el derecho. Y eso, por la sencilla e insoslayable razón de que nuestra mente no posee otros medios para hacerlo. Son indispensables.

    El vicio aparece cuando se pretende —consciente o inconscientemente— utilizar los conceptos como fuentes de normas. Entonces, todas las objeciones y críticas son procedentes.

    En nuestro medio jurídico predomina el positivismo (en su variante ya algo antigua y también en la hipermoderna). Y se cree, ingenuamente, en el empleo de la lógica formal. Y aun en la aplicación de métodos propios de otro tipo de ciencias (física o matemáticas). Olvidando la sabiduría de la enseñanza de Ortega y Gasset: “Lo social se escapa de la razón matemática como el agua de una canastilla de mimbre”.

    Es constante el empleo del silogismo para fundar una conclusión de orden normativo al interpretar el ordenamiento jurídico. Sin percatarse de que el problema está en la selección de las premisas. Lo cual no suele ser posible sino mediante criterios de orden axiológico.

    Eso se puede hacer sin problemas y con buenos resultados cuando la norma prevé un supuesto de hecho muy concreto y delimitado, y una consecuencia jurídica igualmente concreta y delimitada.

    Por ejemplo, cuando la ley civil dispone que la mayoría de edad se produce con los dieciocho años cumplidos.

    Pero la mayor parte de las normas jurídicas no son de ese tipo. Alcanza con pensar en la que dispone que todos los contratos deben ejecutarse de buena fe. Para lograr una concreción de esa norma tan general y poder aplicarla a un caso particular, no es posible seleccionar las premisas del silogismo sin recurrir a criterios de orden axiológico. O sea, llevando el análisis a los valores hacia los cuales la norma jurídica está funcionalmente orientada.

    Entendiendo eso de la función en forma muy simple y sencilla. Y digo esto porque he leído extensos y sesudos ensayos sobre el concepto de función (generalmente muy abstrusos). Que, ciertamente, me abrumaron en mis inicios estudiantiles, hasta que un brillante profesor italiano me explicó lo sencillo del asunto: Función, en este sentido, me enseñó, no es más que la respuesta a la pregunta para qué sirve.

    He escuchado y leído objeciones de todo tipo a estos principios. Pero los he visto naufragar ante un inteligente ejercicio del profesor español José Puig Brutau. Hace la pruebita en el capítulo denominado “La falacia de la forma lógica en el derecho”, de su estupendo libro La jurisprudencia como fuente de derecho. A partir de una misma situación de hecho y de una misma norma absolutamente general, funda dos soluciones diametralmente opuestas con silogismos impecables (lógicamente, como es obvio). Nadie puede hallar la más leve objeción a la forma lógica de ambas decisiones. Que se diferencian radicalmente porque parten de premisas generales diferentes, seleccionadas en función de criterios axiológicos, generados desde una misma norma general.

    El profesor Bottinelli formula el siguiente silogismo:

    Está prohibido al presidente intervenir en la propagada de cualquier acto electoral:

    El referendo contra una ley es un acto electoral:

    En consecuencia ineludible, al presidente le está prohibido intervenir en la propaganda de dicho acto.

    Como se puede apreciar: pura lógica formal. En ningún momento se analiza la razón de ser de la prohibición. Ni cuáles son los intereses y valores en juego. Ni eso que algunos llaman “la finalidad de la norma” (lo que es un disparate o una metáfora, porque eso de la finalidad solamente puede ser atributo de seres dotados de conciencia y voluntad). Y que se define mejor como la función de la norma (¿para qué sirve?).

    El error que califico de disparate jurídico estriba en que la premisa menor no surge del derecho vigente sino de la mente del analista. Bottinelli crea un concepto de “acto electoral”, lo introduce en la formulación constitucional (donde no está), lo erige como premisa menor de su silogismo y llega a su conclusión: hay prohibición de intervención por parte del presidente.

    Sucede que yo puedo confeccionar otro concepto de acto electoral. Y entonces la conclusión será diferente. Y así puede continuar la cosa: “Y esto, Sancho, que para mí es el yelmo de Mambrino, para ti es una bacía de barbero, y para otro que venga será otra cosa”.

    Si intentamos interpretar y aplicar el derecho tal como debe hacerse, debemos dejar nuestros conceptos doctrinarios de lado, e investigar cuál fue el problema práctico que la norma en cuestión está destinada a resolver (en uno u otro sentido). Y cuáles son los valores en juego.

    Ningún uruguayo con memoria suficiente podrá desconocer que la función de esta norma es poner coto (en la medida de lo posible) a la tesis de la influencia directriz. Una mala idea y peor práctica que fue uno de los motivos de las revoluciones saravistas de 1897 y 1904.

    “Es indudable que el gobierno tiene y tendrá siempre, y es necesario y conveniente que la tenga, una poderosa y legítima influencia en la designación de los candidatos del partido gobernante” (del mensaje del presidente Herrera y Obes al Parlamento en el año 1893).

    Una vez que comprendemos esto, apreciamos cuál debe ser el alcance de la prohibición: el que la limita a la protección de los valores en juego en relación con el problema práctico que tiende a solucionar.

    Que es el de la posible intervención del presidente en ejercicio en la selección de su sucesor. Problema que se intenta tratar haciendo predominar el valor de la igualdad entre todos los posibles candidatos y en la transparencia de la decisión del electorado.

    Cuando se entiende todo esto, se puede apreciar que no hay peligro alguno que conjurar en la intervención del presidente en el debate sobre el referendo. Más bien, parece cierto que es buena cosa que lo haga. No he logrado imaginar algún perjuicio que pueda generarse con tal intervención.

    Haciendo así predominar el criterio axiológico sobre el conceptual y meramente formal, elaboramos un silogismo mucho más adecuado:

    Está prohibido al presidente intervenir en la propagada de cualquier acto electoral;

    La función de esta prohibición es la de impedir, en lo posible, la influencia directriz en la designación de futuros gobernantes;

    En consecuencia, la prohibición no rige para un referendo, pues en este caso el referido problema práctico, que es la razón de ser de la norma, no se plantea.

    Enrique Sayagués Areco

    CI 910.722-5