Todos (o casi todos) los actores sueñan con ser, algún día, el príncipe danés. La enorme mayoría no lo logra. Las escuelas de teatro y los grandes maestros pueden ayudar a un intérprete a entender Hamlet, la obra de Shakespeare, y a entender a Hamlet, el personaje. Hay decenas de libros que abordan sus mil aristas: históricas, políticas, psicológicas, existenciales. No en vano muchos lo definen como el personaje más completo y complejo de la historia. Pero ninguna escuela de actuación te prepara para esperar dos años con un Hamlet pronto para estrenar. Y menos para, apenas estrenado, suspender porque el protagonista está encovichado, y 15 días después volver a bajar porque una lluvia inédita en Montevideo inundó el teatro. Esa es la historia que cuenta Rogelio Gracia.
La puesta en escena dirigida por el argentino Marcelo Díaz estrenada semanas atrás en El Galpón iba a subir a escena en marzo de 2020. Pero 15 días antes el mundo cambió… y sabemos de memoria lo que pasó. Lo que no sabíamos es que luego de aquel viernes 13 de marzo Gracia pidió que le abrieran el teatro para seguir yendo (solo) a la sala (vacía) para mantener su Hamlet a punto, esperando, como tantos en sus casas, una rápida reapertura. “Me había sumado hacía poco a los ensayos, ese mismo verano, la venía corriendo de atrás, y necesitaba llegar al punto ideal por si volvíamos rápido a las salas”, contó el actor montevideano a Búsqueda. “Entonces seguí ensayando solo en el escenario en aquellos días en que 18 de Julio parecía el far west. Era impactante, lo único que veías en la calle eran la gente durmiendo bajo los techos. Luego supimos que no serían 20 días, pero podían ser solo un par de meses, y seguía ensayando. Hasta que en un momento tuve que parar. Si seguía actuando solo me iba a volver loco”.
Hamlet, producción de El Galpón, dirigida por Marcelo Díaz, y con Gracia al frente de un elenco en el que están Walter Rey, Hugo Giachino, Alicia Alfonso, Héctor Hernández, Victoria González Natero, Claudio Lachowicz y Massimo Tenuta, está en cartel los sábados y domingos a las 20.30 en la sala Campodónico de El Galpón (entradas a $ 500 en boletería y elgalpon.org.uy). Lo que sigue es lo medular de una charla en la que se habló de Hamlet y de otras historias.
–Bueno, es cierto que no es frecuente, pero tuve muy buena onda con el director, fue muy abierto. Acá había un trabajo previo suyo y de Bernardo Trías en la dramaturgia. Y a mí me gusta meter mano sobre todo cuando son traducciones, que en el caso del teatro a veces no son muy amables con la acción. Reflejan lo que dice el original pero no tienen la equivalencia escénica necesaria. Entonces soy muy de acomodar el lenguaje, y los directores que trabajan conmigo saben que puedo ser rompepelotas con eso. Encima yo venía de hacer un taller sobre Shakespeare y Chéjov en Madrid con Juan Carlos Corazza, que es uno de los mejores preparadores de actores del mundo. Entonces venía caliente con Shakespeare (ríe). Cuando finalmente paré de ensayar y me quedé en mi casa empecé un trabajo de mesa con diferentes versiones que tenía, para enriquecer los diálogos. Empecé a cambiar levemente algunas líneas, acomodar las palabras. Incluso me gusta buscar el original, que en este caso es en inglés, idioma que manejo bien, y encuentro una traducción mía para esa línea que me deje más satisfecho. Trabajé hasta el cansancio para que el lenguaje le llegara al público. No me interesa que te quedes pensando “qué bien que dice los monólogos de Shakespeare Rogelio Gracia” sino que digas: “Bo, mirá lo que le pasa a Hamlet...”. Eso es lo interesante, lo vivencial del personaje, no lo representativo mío. El problema con los clásicos es que, como son textos muy famosos de autores emblemáticos, es muy fácil caer ahí, mucha gente se preocupa por decirlos bien, y no pasa por ahí. Son dos tipos de actuación muy distintos la representativa y la vivencial. La buena voz, el buen decir... no, eso no sirve; lo que te conmueve es lo que le pasa a Hamlet en ese momento y por qué dice lo que dice. Lo tenés que mostrar como si fuese una obra escrita ayer. Ojo, hay mucho escrito sobre esto, yo no inventé nada.
–Pero te apropiaste de tus parlamentos, en cierto modo...
–Sí, respetando la esencia de los originales. Es que es un personaje que lo tengo metido hace muchos años. Desde que empecé en el teatro, porque estuve en una obra de Coco Rivero, en Puerto Luna en 1999, que fusionaba Hamlet con Máquina Hamlet, de Heiner Müller. Si bien no hice el protagónico, me metí en su mundo. Porque la obra era una locura del Coco, donde el “ser o no ser” lo decía Horacio, ¡que era mi personaje! Ya en la EMAD había quedado enloquecido con hacer Hamlet. Es que después de un tiempo en esto te das cuenta de que en Shakespeare, haya sido un solo tipo o muchos, como dicen, está todo escrito. El tema es cómo lo hacés. Me pasa todo el tiempo con películas contemporáneas que me dan vuelta todo y empiezo a rascar y aparecen Shakespeare y tragedia griega por todos lados. Elementos básicos de los personajes y las narraciones. La fuerza del padre y la madre, la traición, la conspiración, el poder. Otra vez, muchos han escrito sobre esto: de Harold Bloom a Ian Kott. Como ves, tuve mucho tiempo para leer sobre Shakespeare (ríe), aunque no demasiado porque tampoco hace bien pasarse de rosca. Y después empecé a ver Hamlet en el cine, que hay un montón. Hacía zapping, nunca veía una entera, salvo la de Kenneth Branagh, que está redonda. También vi las de Lawrence Olivier y Mel Gibson y la versión teatral de Ostermeier. ¡Hasta un Hamlet de Peter Brook miré! No sé si Branagh es el mejor Hamlet pero creo que su película es la mejor Hamlet. Después me encantan la de Richard Burton y Nicol Williamson, de 1969, en la que actúa un joven Anthony Hopkins.
–¿Cómo cruzaste toda esa información con esta propuesta del director argentino de “latinoamericanizar” Hamlet con la realidad política en la región?
–Esa mirada de Marcelo la entiendo, lo hablamos, pero para mí aquí no hay un Hamlet latinoamericano. Es Hamlet. En su interpretación, Marcelo la trae a lo que está sucediendo por acá, pero esta historia es universal.
–¿Lo discutieron?
–No, no llegamos a discutirlo. Esa es su visión de la puesta en escena, en la que aparecen algunos elementos sutiles que dialogan con el presente. Mi deber cuando piso el escenario es ser Hamlet. Y esa mirada no distorsiona en lo más mínimo ni el texto ni mi interpretación. Yo en escena tengo que saber quién soy, de dónde vengo, qué pasa, cuál es el problema, qué es lo que acaba de pasar, a quién tengo adelante y qué voy a hacer ahora. Soy el hijo del rey, vuelvo a mi país después de estudiar en una universidad, mi padre acaba de morir, llego para los funerales y encuentro que mi madre, la reina, se ha vuelto a casar con mi tío, que ahora es el nuevo rey. Algo no está bien acá. Eso es lo que tenés que ver al inicio de la obra. Y eso es lo que pasa, porque esto no es una versión de Hamlet que intervenga el argumento. Acá se respeta el texto, se respeta la cronología de escenas, y están casi todos los personajes. Por supuesto que está cortadísimo, porque si la hacés entera se te va a cuatro horas y media, y no tiene sentido. Hay muchas repeticiones, la redundancia era necesaria para el teatro de aquella época donde el público no vivía el espectáculo como hoy. Era más alborotado, entraban, salían, como acá en un tablado. Se pasaban la tarde. Entonces, está bien tijeretearlo, para que llegue con potencia al público actual.
–Pero en Hamlet ese conflicto inicial se va complejizando en su cabeza y en ese laberinto recurre al teatro, a través de la representación bufonesca y a simular la locura para denunciar el asesinato de su padre...
–Esta obra es el sueño del pibe pero hay que tener con qué. Hace poco escuchaba una analogía musical que compara hacer Hamlet con tocar Rachmaninoff. Y yo, como decía Julio de Caro, me considero inocente de todo mérito que pueda tener para hacerlo. Y trabajar Hamlet es como subirse a un caballo salvaje. Y después de darte contra todo, finalmente podés cazar las riendas y sentís que empezás a galopar. Y ahí, recién ahí, es hermoso (ríe). Pero claro, y no es un lugar común, si estás solo no cabalgás. Necesitás un equipo que funcione, y estoy en un equipazo, con tremenda onda, que hace que la obra fluya, con buena dinámica.
–En los últimos años has logrado otros sueños del pibe, como recorrer el mundo con Gatomaquia y Tom Pain, protagónicos como Las conquistas de Norman y Final de partida. Este Hamlet te llega en un momento de madurez de tu carrera...
–Mirá, desde que empecé en teatro y la televisión tuve la suerte de sentir que el escenario me elige a mí, y tuve la suerte de dar la talla en determinados roles. Lo siento como algo que me fue dado, y lo único que hice fue trabajar lo mejor que pude sobre lo que tengo. De chico me di cuenta de que algo tenía para el arte. En el Circular, donde hice los primeros talleres, me di cuenta de que algo pasaba. Después tomé clases con Gloria Demasi, y me sugirió que siguiera en la EMAD. Y allí ya supe que sería actor. Sentía algo físico muy fuerte en los ejercicios. Conocí hasta dónde iba mi caudal vocal, hasta dónde iba con los movimientos de mi cuerpo, cuál era el límite de lo que podía expresar. Yo siempre fui muy físico en el deporte y allí sentí que esa potencia se volvía algo expresivo, que respondía a lo que pedía la obra.
–En tus inicios en el teatro apareció la televisión pero después no seguiste en la pantalla...
–Sí, tuve roles importantes en telenovelas y me llamaron para publicidades. Pero en seguida me cansé de la tele y volví al teatro. Y creo que hice bien. Uno de los primeros papeles importantes que tuve en teatro fue El método Grönholm (Movie, 2005), una obra que renovó bastante en los códigos actorales, tremenda dirección de Mario Ferreira y tremendo elenco (César Troncoso, Margarita Musto y Gabriel Hermano). Después vino Eduardo II con la Fausta, Séptimo cielo, de Caryl Churchill, Plaza suite, de Neil Simon, con el Flaco Denevi, roles más chicos pero con buenos directores como Dumas Lerena, actué con Berto Fontana, uno de mis grandes maestros, quien se volvió parte de mi familia y yo de la suya, en Tolstoi, el último viaje, uno de sus últimos papeles. Y te diría que recién 20 años después, con la seguidilla Gatomaquia - Final de partida - Clase - Tom Pain sentí que mi carrera se asentaba y se consolidaba fuertemente.
–¿Es ingrato ser actor en Uruguay, en el sentido de las escasas posibilidades de vivir de la actuación?
–Sí, al teatro uruguayo le cuesta mucho la conexión con el gran público, y eso es un debe. Pero hay un lugar donde está el público masivo: el carnaval. Las colas afuera son una bestialidad, la repercusión mediática de los espectáculos. Eso lo tenía el teatro antes pero lo perdió. Ahí está el teatro popular. Es un tema central para los gestores culturales. En Buenos Aires, por ejemplo, el teatro comercial y el off están mejor conectados, hay buenos vasos comunicantes. Ponen un director del off con una estrella mediática y un título de calidad y con ese mix captan todos los públicos. Movicenter empezó con ese perfil y luego cambió a otros formatos.
–En cine has hecho varios trabajos pero aún no te tocó un protagónico. ¿Te gustaría?
–Claro que sí. El cine viene bárbaro porque en la pandemia hubo mucho trabajo acá. Al no haber teatro estábamos todos disponibles para los rodajes, y actué en tres películas. Nueve (opera prima de Martín Barrenechea y Nicolás Branca), ambientada en el mundo del fútbol, donde soy el contratista. Después grabé una secuencia para una película dirigida por Will Eno (dramaturgo americano, autor de Tom Pain). Y también estoy en Togo, de Adrián Caetano, la primera producción de Netflix para Uruguay, que cuenta la vida de un cuidacoches y su lucha por proteger su lugar de trabajo. También estuve en la serie El metro de Montevideo, de Marco Caltieri, donde me tocó un tecnogurú español muy chanta, un personaje muy gracioso. El año pasado estuve en la serie El presidente y en marzo voy a rodar una serie a Buenos Aires. Y el protagónico seguramente llegará en breve porque tengo una oferta que me entusiasma mucho. Si se concreta ya te enterarás.