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Dice Martin Heidegger que un rasgo importante de la estructura de la existencia (Dasein) es la aperturidad, esto es, la posibilidad podríamos decir natural de ir hacia el mundo. Varias secciones del quinto capítulo de la primera parte de Ser y tiempo los destina el filósofo al estudio analítico de las zonas o movimientos que componen esta disposición a entrar en diálogo con los entes —objetos y personas— que configuran lo que vulgar y radicalmente conocemos con el vocablo mundo.
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Conforme a su caracterización la aperturidad se expresa de tres modos eminentes: como disposición de ánimo, como comprensibilidad y como discurso. El primero de los términos corresponde en un sentido casi literal a lo que comúnmente entendemos cuando hablamos de inclinación o postura afectiva ante un fenómeno; es algo ligado al querer ir hacia eso, sea para interrogarlo, sea imantados por alguna atracción que nos impacta. La comprensibilidad, en tanto, remite al acto de apropiarnos del sentido, del para qué de algo; lo que a menudo se confunde con la conclusión, que vendría a ser su fase final.
Esa operación lleva de manera prácticamente simultánea al discurso, porque el resultado de la comprensión termina enunciándose, se hace patente como consciencia, encarnando en palabras. Define así el discurso Heidegger en la sección 34: “Es la articulación en significaciones de la comprensibilidad afectivamente dispuesta del estar-en-el-mundo”. Si desbrozamos lo que Heidegger llama los momentos constitutivos del fenómeno, es decir, aquellas instancias en las que se despliega la acción existencial de comprender el mundo, tenemos los siguientes rasgos o pasos: “El sobre-qué del discurso (aquello acerca de lo cual se discurre), lo discursivamente dicho en cuanto tal, la comunicación y la notificación [Bekundung]. Estas no son propiedades que se puedan recoger en el lenguaje por la sola vía empírica, sino caracteres existenciales enraizados en la constitución de ser del Dasein, que hacen ontológicamente posible el lenguaje”. A renglón seguido aclara un punto que casi siempre lleva a la confusión cuando se trata con el tema en el marco de las teorías analíticas del lenguaje: “En la forma lingüística fáctica de un determinado discurso algunos de estos momentos pueden faltar o bien pasar inadvertidos. El hecho de que frecuentemente no se expresen ‘en palabras’, no es sino el índice de un modo particular de discurso, ya que el discurso como tal comporta siempre la totalidad de las estructuras mencionadas”.
Lo interesante y acaso fundacional de esta zona ingente del trabajo sobre el lenguaje estriba en la línea que Heidegger consigue discernir entre la comprensibilidad y el discurso, dos momentos que a menudo tienden a confundirse y está bien que así sea por cuanto se dan como en una sucesión imaginaria, de tan estrecha que es; en rigor parecen simultáneos. El filósofo encuentra una conexión entre ambas fases en el simple acto de escuchar (Hören). Nos va a demostrar que ese acto nos arroja plenamente al mundo, nos vincula, abre la existencia a los otros: “El escuchar es constitutivo del discurso. Y así como la locución verbal se funda en el discurso, así también la percepción acústica se funda en el escuchar. El escuchar a alguien es el existencial estar abierto al otro, propio del Dasein en cuanto coestar. El escuchar constituye incluso la primaria y auténtica apertura del Dasein a su poder-ser más propio, como un escuchar de la voz del amigo que todo Dasein lleva consigo. El Dasein escucha porque comprende. Como comprensor estar-en-el-mundo con los otros el Dasein está sujeto, en su escuchar, a la coexistencia y a sí mismo, y en esta sujeción del escuchar [Hörigkeit] se hace solidario de los otros. El escucharse unos a otros, en el que se configura el coestar, puede cobrar la forma de un ‘hacerle caso’ al otro, de un estar de acuerdo con él, y los modos privativos del no querer escuchar, del oponerse, obstinarse y dar la espalda”.
De este poder-escuchar existencial se sigue necesariamente lo que denominamos oír, que es algo todavía más específico. Dice Heidegger que primariamente, al contrario de lo que pretende la psicología, no oímos ruidos o sonidos complejos, sino que siempre tenemos a mano el oír comprensor: oímos los cascos sincopados del caballo, oímos el viento clamando en nuestra ventana, oímos la alegre canción de las espigadoras.
Es con la existencia y no con el cuerpo o de la mano de conceptos que comprendemos.