N° 2062 - 05 al 11 de Marzo de 2020
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáTitulares de prensa, programas de televisión y radio, fotos y videos en redes sociales, todos con el mismo protagonista. Así son los 1º de marzo cada cinco años en Uruguay, transcurren alrededor de una sola figura estelar: el nuevo presidente de la República. Sobre él es que se construye el ceremonial y es lógico que así sea, porque pocas cosas hay más representativas de los momentos históricos del país que los distintos mandatos presidenciales.
En el Palacio Legislativo, en la plaza Independencia, en el Palacio Estévez, todo giró alrededor de Luis Lacalle Pou, encargado de instaurar al nuevo gobierno, su gobierno. Así también fue con quienes lo antecedieron, al menos desde 1985, el período más largo de democracia en Uruguay y el único en el que se alternaron en el poder tres partidos políticos distintos.
Los nombres de esos presidentes quedan luego como sinónimos de momentos de bienestar o de penurias. Sus imágenes son como la fotografía más fiel de cinco años de historia, aunque después se mantengan en la política por décadas y hasta vuelvan —a veces— a repetir la primera magistratura. Una prueba irrefutable al respecto: en la ceremonia del domingo 1º participaron, además del presidente saliente y el entrante, tres expresidentes. Cinco en total.
Al empezar la jornada fue el expresidente José Mujica, senador más votado, el que le tomó juramento a Lacalle Pou. Desde el palco oficial, seguía la ceremonia el expresidente Luis Alberto Lacalle, padre del nuevo mandatario. Desde una banca de la Asamblea General el que miraba atento era el expresidente Julio Sanguinetti, también senador y uno de los conductores de la coalición gobernante. Luego, en la plaza Independencia, fue el entonces presidente Tabaré Vázquez el encargado de colocar la banda a Lacalle Pou, ante la mirada desde la primera fila de la platea de Lacalle y Sanguinetti.
De los seis presidentes desde 1985, el único que faltó fue Jorge Batlle, que falleció en 2016, aunque seguro que también sería protagonista si estuviera vivo. Por eso detenerse en ellos es la mejor manera de describir la política uruguaya y sus vaivenes, siempre presentes pero nunca desmedidos. Contar algunas de sus historias es procurar entender un poco mejor lo que ocurre en la penillanura levemente ondulada.
En sus inicios, Uruguay se fue formando entre doctores y caudillos, entre blancos y colorados, entre la ciudad y el campo, entre militares y civiles, entre masones y católicos, entre revolucionarios y continuistas. Parece muy lejano todo aquello pero no lo es. Desde 1985 hasta el último 1º de marzo ha habido varios cambios en los perfiles presidenciales, pero siempre respetando esas dicotomías históricas. Le ha tocado una vez a cada uno, como si fuera el yin y el yang de la política local.
Así, Sanguinetti representó en 1985 la moderación, el “cambio en paz”, lo doctoral y colorado. Su condición de agnóstico lo acercó más a los masones y su electorado se registró principalmente en las ciudades. Luego vino Lacalle Herrera, con un perfil más caudillesco, de campo y con ideas reformistas. Un blanco, católico, nieto de Herrera, en la vereda de enfrente de su antecesor. Lo sucedió otra vez Sanguinetti, retomando la visión más batllista de la realidad uruguaya y procurando apaciguar las aguas, que estaban convulsionadas luego de un intenso gobierno blanco.
El cuarto fue Jorge Batlle, también colorado pero muy atípico, lejos de las ideas más estatistas de su padre Luis Batlle y su tío abuelo José Batlle y Ordóñez. Su actitud fue reformista, liberal y sacudidora. Siempre se ubicó más del lado de los que van contra la corriente. Es más, el exministro blanco Ignacio de Posadas cuenta que una vez Sanguinetti le dijo que Lacalle y Batlle compartían la “locura” de pensar que se podía cambiar a los uruguayos. Quizá por eso, en términos históricos, están más cerca entre ellos que de Sanguinetti.
A partir de 2005 se inició el período del Frente Amplio, que confirmó ese ir y venir en los perfiles presidenciales. Lo inició Vázquez, doctor de profesión y también de concepción, masón, gradualista, más afiancado en las ciudades, con maneras de ejercer el poder asociadas al Partido Colorado. Lo sucedió Mujica, blanco de origen y blanco de formas, con un caudal importante en el campo y en las ciudades pequeñas, con algunas ideas removedoras pero desordenado al aplicarlas. Y después otra vez Vázquez, con la intención de poner un poco de tranquilidad y moderación luego de cinco años agitados.
Hasta ahí toda una generación de presidentes. Con amores y también con odios. Con complicidades y enemistades. Lacalle, por ejemplo, eligió a Vázquez entre sus colegas preferidos y acusa a Sanguinetti de haber sido el mentor junto con Alberto Volonté de la “embestida baguala” en su contra. Hasta se encuentra escribiendo un libro al respecto. Tampoco quiere a Mujica, un sentimiento que es mutuo. Sanguinetti se siente más cerca de Mujica que de Vázquez, a quien ve como uno de sus principales rivales históricos. Los cuatro se acercan a veces, se critican otras, se diferencian cuando pueden, pero se necesitan. Como el yin y el yang, juntos forman un solo círculo, ese que para el taoísmo describe fuerzas opuestas pero complementarias, que se encuentran en todas las cosas.
Todos ellos son el mejor reflejo del Uruguay de los últimos años, que va variando en sus elecciones pero frena los golpes de timón demasiado bruscos. Ahora es el turno de Lacalle Pou, también blanco, católico aunque con un pasado rebelde, bisnieto de Herrera y con un estilo caudillesco y apoyo decisivo del campo. Al colocarse la banda presidencial en su pecho, inició otra etapa, la de las nuevas generaciones. Cerca de 40 años de edad lo separan de todos sus antecesores. Pero los une el mismo país, con tres décadas sin demasiados sobresaltos. No contemplar ese pasado, es condenarse de antemano al fracaso.