Nº 2087 - 3 al 9 de Setiembre de 2020
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl martes pasado escuchaba a Javier Miranda en entrevista con Alejandro Camino, en el programa La mañana en Camino. Con la calma y la buena onda que lo caracteriza, pero sin esconder al periodista incisivo, Camino repreguntó varias veces hasta lograr que el presidente del Frente Amplio reconociera algo que cinco minutos antes había negado: que su fuerza tiene contradicciones internas en el tema derechos humanos, que esas contradicciones han afectado de manera directa los avances en la resolución del problema y que bajo sus gobiernos no se hizo todo lo que se podía hacer al respecto.
Durante casi toda la entrevista Miranda habló en tono indignado, molesto con quienes cuestionaban al Frente Amplio en el asunto de los desaparecidos. Tan molesto que ni siquiera percibió las contradicciones en las que incurría. Yo creo que ese es el problema de hacer una “política de las intenciones” (“los otros quieren usar esto para joderme”) y una “política de la ofensa” (“esto me indigna tanto que no tengo que explicar nada”): uno se pierde en los (muy legítimos) sentimientos y termina patinando al ser confrontado con los hechos. Una política de los sentimientos suele ser débil frente al argumento.
Como es evidente, Javier Miranda tiene todo el derecho a sentirse dolido en este asunto dada su historia familiar (que apareció varias veces en la nota), pero ese dolor es poco relevante a la hora de hacer política, especialmente a la hora de representar al partido más numeroso del país. Como también es poco relevante si las piedras que caen en el rancho del Frente Amplio en este tema son “una jugada política” de los otros partidos. Es obvio que lo son, como lo han sido docenas de acciones del Frente y de todos los partidos desde 1985 a la fecha. Tirar piedras en rancho ajeno, sean justificadas o no, es la mitad de lo que conocemos como política. La otra mitad es cumplir con aquello que se prometió en campaña y, más en general, con aquello que cada partido lleva en su programa de gobierno.
Quejarse de las pedradas es una señal, una más, del escaso nivel que tiene actualmente nuestra política partidaria. Quedarse en ese señalamiento del adversario político y usarlo como coartada para esquivar los problemas o errores propios es el camino a la inanidad. Sé que hay tantos tipos de votante como votantes existen, pero, al menos yo, espero transparencia, autocrítica y capacidad de cambio cuando la realidad se impone a las ideas previas. Capacidad de reconocer errores y de asumir los límites conceptuales que la ideología partidaria propia tiene. De dejar de plantear las diferencias políticas de manera escolar, como si fuera cuestión de buenos y malos, de morales e inmorales. Si me apuran, diría que hacer todo eso es casi el único método que los partidos tienen para seguir siendo relevantes, más allá de las prolongadas inercias que marcan el voto en un país tan partitocrático como el nuestro. Ya les pasó a los colorados, que gobernaron durante la mayor parte del siglo XX y hoy representan algo más del 10% del voto ciudadano.
¿A qué me refiero cuando digo “asumir los límites conceptuales de la ideología partidaria”? A que cualquier partido que quiera seducir al votante tiene que ser capaz de identificar aquellos aspectos de su marco ideológico que no funcionan cuando se convierten en política real. ¿Incorporar nuevas ideas en un partido es un pecado? Claramente no, los partidos no existen para ser un faro de pureza inútil, sino para intentar articular respuestas en los asuntos colectivos que aquella parte de la ciudadanía que canalizan, entiende como problemáticos y que deben ser solucionados. La ideología partidaria provee un marco para la acción política, pero la acción política no se reduce a esa ideología: también están los datos y, pecado para los partidos, están las demás ideologías, que aunque no se diga, suelen tener elementos asumibles en la medida en que hayan demostrado resolver de manera medible aquello que dicen querer resolver. En los países más serios que el nuestro (y tampoco somos una risa), eso se conoce como políticas de Estado.
Uno de los elementos icónicos del imaginario frenteamplista ha sido siempre la unidad: distintos candidatos, sí, pero al final todos vamos a hacer más o menos lo mismo. Quizá sea verdad en unos cuantos temas (y de hecho es una de las cosas que a veces vuelve difícil diferenciar propuestas en la interna del Frente Amplio), pero en el tema derechos humanos ha sido contradictorio y en absoluto unitario. Por supuesto, estas contradicciones no son exclusivas del Frente Amplio. Ya en el plebiscito de 1989 aparecieron diferencias al interior de los partidos tradicionales y de hecho la Comisión Nacional pro-Referéndum, que impulsó el voto verde, incluía figuras del Partido Nacional junto a figuras frenteamplistas, religiosos y familiares de desaparecidos. En el tema del eventual desafuero del senador Guido Manini Ríos, esas diferencias también se ven hoy en el Partido Colorado y, quizá, en el Partido Nacional.
En todo caso, que existan diferencias al interior de los partidos no debería ser un problema para la ciudadanía. Los representantes de esos partidos cobran sueldos más que decentes para impedir que esas distancias se traduzcan en incapacidad de hacer política. Lo que sí es claro es que hacer política atribuyendo nefastas intenciones al rival (que en esa mirada ya no es rival sino enemigo) y asumiendo el papel de víctima (Miranda lo es en tanto hijo de alguien asesinado por la dictadura pero no en tanto presidente del Frente) no parece ser el mejor camino para convencer a los votantes de las bondades propias. Y de eso harían bien en tomar nota todos aquellos que se dedican a la política vocacional o profesionalmente: el victimismo puede funcionar en las redes sociales, pero la lógica política del mundo real necesita contundencia.
En lo personal, espero que quien se interese por mi voto se tome el laburo de convencerme de que la suya es una opción inteligente y crítica con cierto estado de las cosas, sobre todo en aquellos temas que siguen sin tener una solución auténtica. Como los desaparecidos, por ejemplo. Que sea capaz de intentar cumplir cabalmente con aquello que la ciudadanía le encomendó al darle su voto. De expulsar a los horribles del partido y no dejarlos candidatearse nuevamente. De asumir las diferencias internas y procesarlas sin que eso impacte en la posibilidad de hacer política, esto es, en la posibilidad de encontrar el terreno común en donde resolver los asuntos colectivos. Todo eso me resulta mucho más convincente que barrer abajo de la alfombra y dedicarse a intercambiar pedradas retóricas con los “otros”, los “malos”, los “enemigos”. Como no veo demasiado claro que esté ocurriendo en ningún partido, por si las dudas me traje un banquito y acá estoy, esperando sentado a que todo eso ocurra.