N° 1940 - 19 al 25 de Octubre de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáAlgún tiempo después que Nostradamus, y con menos pretensiones cósmicas, Samuel Huntington predijo hace más de dos décadas que las próximas guerras del mundo serían resultado del choque de civilizaciones. Tuvo razón; aquello que llamó sarcásticamente la “venganza de Dios”, esto es, la reducción a lo religioso de las claras diferencias de mentalidad y de valores entre las civilizaciones, se ha venido cumpliendo con trágica escrupulosidad. Lo que vemos y padecemos es apenas un indicador de lo que nos espera en la materia, porque el problema no es que exista el problema sino que los políticos occidentales sean tan pero tan desgraciadamente demagógicos y blandengues que no vean o no acepten que llevaron a sus países al abismo terminal de una realidad que solamente puede deparar más y más muertes, más y más imposición de la locura, de la arbitrariedad, de la ignorancia.
No siempre fue así Occidente. Su grandeza nada tiene que ver con la bajeza de los Mitterrand y Berlusconi, de los Merkel y de los Hollande y Macron, de los Tony Blair y de los Obama, de todos esos muñecos de cera que han dilapidado el capital de las fronteras en favor de más votantes y de esclavos a los que se les enseñó el arte de la rebelión y se los educó para el resentimiento y la venganza. Hubo una época en la que Occidente mandó en el mundo y el mundo fue mejor; había más libertad, más progreso, el miedo estaba confinado, la vida tenía otro valor; los que ignoraban aprendían, los que sabían enseñaban, los que trabajaban progresaban, los que sufrían recibían apoyo y no prebendas; un tiempo en que había pocos votantes y por lo tanto poco espacio para las campañas de mentiras, de seducciones colectivas, de orgías mediáticas, de planes sociales acomodados al paladar de los parásitos y fracasados. Occidente sembró de escuelas, de hospitales, de periódicos, de tratos respetuosos las civilizaciones a las que conquistó; hoy recibe a cambio la amenaza de la destrucción sin remedio, la humillación diaria del terror y el discurso políticamente tolerado del desprecio y del menoscabo por parte de aquellos a los que creyó salvar confiriéndoles ciudadanías que nunca debieron merecer.
Frente a la locura y la mística de la aniquilación ritual, Occidente es la razón que empeñosamente no se apaga. Desde el principio lo fue; de hecho, según lo explica Jaspers en su libro Origen y meta de la historia (Acantilado, que distribuye Gussi), el punto diferencial de Occidente, lo que hizo de esta civilización preeminente con toda legitimidad, fue precisamente su apertura a la razón, su búsqueda incesante, su trato polémico con la verdad, su insatisfacción iluminada. Lo expresa en un fragmento en el que subraya la que considera una de las más vivas características de nuestra civilización: “Una racionalidad, sin punto de parada, que se mantiene abierta a la fuerza persuasiva del consecuente pensamiento lógico y de la realidad empírica, tal como deben ser entendidos por todo el mundo y en todo el tiempo. Ya la racionalidad griega tenía frente a Oriente un impulso hacia la consecuencia, del cual originó la Matemática y perfeccionó la lógica formal. A fines de la Edad Media la racionalidad moderna acabó por diferenciarse completamente de Oriente. Aquí, en Occidente, la investigación emprende un camino infinito, obtenido en resultados definitivos en lo particular, pero en permanente fragmentación e inacabamiento respecto a la totalidad. En las relaciones sociales se intenta llevar al máximo la posibilidad de calcular en general la vida mediante la previsión de decisiones jurídicas por virtud del Estado de derecho. En las empresas económicas, el cálculo exacto es el que decide cada paso. Pero, con ello, también Occidente experimenta los límites de la racionalidad con una claridad y una fuerza que no se han registrado en ninguna parte del mundo.”
Esa dualidad es capacidad de estar en uno y otro campo, en la razón y en los límites de la razón, es luz para ver lo que es oscuro y entender la oscuridad por lo que es, es la humildad y la audacia crítica que destaca al pensamiento occidental por encima de todo otro discurso al cabo de los últimos 2.500 años. No es igual danzar para que llueva o aplaudir los atardeceres que explicar científicamente el movimiento de los astros y las curiosas combinaciones de fenómenos químicos y físicos, que dan por resultado a ese frecuente suceso que dio nacimiento al concierto Invierno, de las Cuatro estaciones, o al poema La lluvia, de Borges.